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– Le confieso que tengo sentimientos encontrados -dije audazmente-, pero lo cierto es que prefiero que viva para que se le pueda obligar a confesar sus crímenes. Espero que le vigilen bien y que no pueda escapar.

– Estamos aquí para discutir sus crímenes -dijo el juez con sarcasmo-, no los de un barón.

Me erguí y hablé con aplomo.

– Estoy convencido de que los testigos de los hechos testificarán que Sir Owen disparó una pistola contra mí y me atacó. Fue él quien mató al lacayo, que no era más que un testigo desafortunado de la locura de Sir Owen. Yo sólo deseaba defenderme y apresar a un hombre cuyos crímenes debieran ser sacados a la luz pública. El hecho de que le hiriese fue un accidente, nada más.

– Por lo que me dicen mis alguaciles -replicó-, las cosas no son así. Parece que usted atacó a Sir Owen, y si él se defendió con pasión, el resultado del conflicto puede explicar su empeño. Si usted le incitó con un ataque, el cargo de homicidio puede recaer en usted, no en Sir Owen. ¿No está usted de acuerdo?

No lo estaba, y se lo dije.

Duncombe me hizo una serie interminable de preguntas acerca de lo ocurrido, y yo contesté como mejor pude sin revelar nada acerca de las acciones de la Mares del Sur falsificadas. Dije solamente que me había enterado de que Martin Rochester había cometido varios asesinatos y que Sir Owen y Martin Rochester eran la misma persona. Como había sucedido en el teatro la noche anterior, esta información produjo no poca sorpresa. Duncombe se me quedó mirando con asombro, mientras que el público de la sala estalló en elevados murmullos. El juez golpeó su mazo y restituyó un silencio respetuoso.

– Si sabía usted que este hombre era lo que usted dice -me preguntó-, ¿por qué no pidió una orden de arresto?

La pregunta me sorprendió, y no encontré respuesta. Me temía que Duncombe creyese que mi confusión era señal de que me había pillado en un renuncio.

Me interrogó durante lo que me parecieron horas, aunque creo que no fue tanto tiempo en absoluto. Entonces Duncombe empezó con la labor de interrogar a los testigos. No voy a pedirle a mi lector que soporte lo que yo soporté, escuchando los interminables detalles de mi enfrentamiento con Sir Owen. Baste decir que más de una docena de testigos ofrecieron testimonios, y que ninguno de ellos pretendía disculparme.

Enfrentado a la naturaleza arbitraria de nuestro sistema legal, tenía razón para preocuparme, ya que si alguien poderoso deseaba enviarme a juicio, entonces no veía forma de evitar ese sino. Y consideré con cierta contrición la muerte del lacayo inocente. Pese a que él había sido víctima del humor algo volátil de Sir Owen, aquél era un humor provocado por mí, y ahora sabía que había provocado a Sir Owen basándome en un engaño. Alguien se había esforzado mucho en asegurarse de que yo creyera que Sir Owen me había mentido. Alguien lo había dispuesto para que una persona se hiciera pasar por quien no era y me enfrentase a una serie de mentiras que sólo podían llevarme a la conclusión de que Sir Owen era un sinvergüenza. Ya no sabía qué creer.

El interrogatorio de Duncombe a los testigos duró más de cuatro horas, y para cuando concluyó, yo estaba demasiado exhausto como para siquiera ser capaz de adivinar su veredicto. No veía razón para que no me llevase a juicio, y esta perspectiva me aterrorizaba. Por fin, tras oír a todos los testigos, el juez anunció que estaba listo para tomar una decisión.

Busqué alguna señal en su manera de comportarse, deseando conocer mi destino antes de que él lo pronunciase, pero no fui capaz de sacar nada en claro de la expresión severa y hierática del juez.

– Señor Weaver, es usted sin duda un hombre peligroso y excitable, y claramente agitó a Sir Owen, pero nunca le obligó a sacar un arma ni a vaciar el cargador tan temerariamente. Sospecho que me dará usted razones, en el futuro, para desear que Sir Owen hubiera tenido más puntería, pero ésa no es la cuestión que se dilucida hoy aquí. No encuentro causa para acusarle de homicidio. Si Sir Owen desea procesarle por agresión, entonces me temo que se verá usted ante este tribunal muy pronto. Deseo de todo corazón que puedan ustedes arreglar sus asuntos en privado. Puede retirarse.

Me di cuenta más tarde de que debí haberme sentido eufórico de alivio, pero quizá estaba demasiado perplejo. No sabía cómo comprender su decisión. Sólo me quedaba suponer que Duncombe había sido sobornado en mi favor, pero ¿quién habría intercedido por mí? ¿Alguien habría informado a mi tío de que yo estaba en peligro a tiempo de intervenir? ¿Si era así, por qué no estaba en la sala?

Me abrí paso entre la concurrencia, con el único deseo de salir de aquel horrendo edificio, antes de que el juez cambiase de opinión. Elias me dijo más tarde que él estaba allí y que me agarró el brazo al pasar por su lado, pero yo no tengo recuerdo de haberle visto. Avancé a empellones, moviéndome con la determinación embotada de una mula estúpida, hasta que escapé de los confines del tribunal y respiré el aire pútrido y neblinoso de la tarde londinense. A pesar de lo mal que olía el aire aquel día, y de lo nublado y desapacible que estaba el tiempo, me regocijé en él con una satisfacción indescriptible. Era un momento de alivio, y la consciencia de que el alivio no era sino momentáneo lo hacía aún más dulce.

Mi ensueño no duró más de un minuto, y cuando el mundo volvió a cristalizarse ante mí, como lo hace después de que uno se frota los ojos, reconocí inmediatamente la carroza y el paje indio de Nathan Adelman. Miré el carruaje un momento hasta que Adelman sacó la cabeza por la ventanilla y me invitó a subir.

Le miré sin expresión. Me sentía como si al emitir cualquier sonido fuera a empeñar más fuerzas de las que disponía.

– Hemos ganado la libertad, según veo -no estaba riéndose del todo, pero resplandecía de satisfacción-. No es un hombre fácil, ese Duncombe, pero al final se avino a razones. Suba, Weaver.

– Estoy asombrado -dije al entrar en el carruaje- de verle salir de todo esto como mi aliado. Hubiera pensado que la Compañía habría estado encantada de ser testigo de mi ruina.

Me senté frente al gran financiero, y el carruaje echó a andar, sin que yo supiera hacia dónde.

Adelman me sonrió, como si fuéramos a ir a dar un delicioso paseo juntos por el campo. De hecho, su figura pequeña y gordezuela daba toda la impresión de ser la de un perfecto caballero inglés.

– Creo que antes de anoche nos hubiera complacido verle arruinado, pero ahora las cosas han cambiado, y le aseguro que debería estar agradecido de que llegáramos a un trato con este juez antes de que lo hicieran nuestros amigos del Banco de Inglaterra. Puede usted estar seguro de que se habrían encargado de llevarle a juicio.

– Por supuesto -asentí-. Me habría visto forzado a explicar mis acciones, y esa explicación habría supuesto la revelación pública de la implicación de Sir Owen en la falsificación de las acciones de la Mares del Sur.

– Exacto. Al final, agradezco su trabajo, ya que hemos descubierto la identidad de Rochester, y ya no le creará más dificultades a la Compañía.

Respiré profundamente.

– Ya no estoy convencido de que Sir Owen sea Martin Rochester, sólo de que alguien se ha tomado mucho trabajo en hacerme creer que así era.

Adelman se me quedó mirando.

– No tengo ninguna duda de que Sir Owen sea nuestro hombre, y la Compañía, se lo aseguro, tampoco tiene ninguna duda. Y parece que hay otros más que no tienen ninguna duda.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté.

– Sir Owen -dijo despacio- está muerto.

No me avergüenza reconocer que me mareé, y busqué un lugar donde apoyar el brazo.