– Me aseguraron que sus heridas eran superficiales.
No podía entender lo que Adelman me decía. Si Sir Owen estaba muerto, ¿por qué no me habían acusado de asesinato?
– Las heridas que le produjo la caída eran superficiales -me explicó Adelman. Su voz era tranquila, controlada, casi relajante-. Pero recibió otras heridas. Al abandonar la casa del médico esta mañana, le asaltó un rufián que le apuñaló sin piedad en la garganta. Sir Owen sobrevivió al ataque durante sólo unos pocos minutos.
No sabía si sentía ira o felicidad, temor o júbilo.
– ¿Quién era ese rufián? -pregunté.
– El villano logró escapar -me sonrió, con una mirada traviesa que no quiso disimular. Me gustaría haber visto vileza, pero había algo infantil, pícaro, en su aspecto. Adelman deseaba hacerme saber que la Compañía de los Mares del Sur había despachado a Sir Owen-. Es bastante escandaloso que pudiera escapar, con toda aquella gente allí -me dijo, sonriendo-. Sir Owen era un hombre con muchos enemigos, y supongo que nunca conoceremos toda la verdad.
– Le creo a pies juntillas -contesté, trasladándole el mensaje a Adelman más con la mirada que con las palabras-. Hay mucho que no llegaremos a saber, de eso he empezado a darme cuenta.
– Pero se encontraron papeles en los bolsillos de Sir Owen que indican inequívocamente que él era la persona conocida como Martin Rochester. Había incluso el borrador de una carta, dirigida a uno de los directores de la Mares del Sur -Adelman me entregó varios trozos de papel doblados.
Los abrí y hallé una caligrafía difícil, pero hojeé las páginas rápidamente. La carta era efectivamente lo que Adelman decía. «Ahora busco tan sólo dejar que la Compañía proceda con su plan -leí-. A cambio de la consideración de treinta mil libras, abandonaré esta isla para no volver jamás, ni hablar de lo que aquí ha ocurrido».
Le devolví la carta.
– Se parece bastante a lo poco que he visto de la letra de Sir Owen -comenté-. Pero el asunto con el que nos enfrentamos es la falsificación, después de todo.
– Puede usted estar tranquilo, el hombre que asesinó a su padre ha sido castigado.
Sacudí la cabeza.
– ¿Cómo han conseguido obtener esta carta?
– No podíamos correr ningún riesgo.
– Ya lo veo -dije con sequedad.
– No pensará usted que la Compañía de los Mares del Sur lo mandó matar -dijo Adelman con una sonrisa amistosa. Deseaba asegurarse de que no me quedaba ninguna duda. Creo, sin embargo, que la expresión de mi rostro era de confusión, aunque de naturaleza moral más que factual-. Weaver -dijo en respuesta a mi expresión-, hubiera creído que se alegraría más de haber encontrado justicia.
Mi estómago se revolvió. Sabía que debía sentir que este desagradable asunto se había resuelto, pero no podía terminar de creérmelo.
– Ojalá supiera que es así -dije con voz queda-. ¿Debo suponer, señor, que aún desea negar que tuviera nada que ver con los ataques perpetrados contra mi persona?
Adelman se ruborizó ligeramente.
– No voy a mentirle, señor Weaver. Tomamos medidas que nos parecían de mal gusto porque creímos que el bien de la nación dependía de ellas. Cuando la Compañía de los Mares del Sur reciba la aprobación del Parlamento para poner en marcha su plan para reducir la deuda nacional, no dudo de que nos aplaudan a lo largo y ancho del Reino por nuestra ingeniosa forma de ayudar a la nación y a nuestros inversores.
– Y a ustedes mismos, estoy seguro.
Sonrió.
– Somos servidores públicos, pero deseamos enriquecerlos también. Y si podemos hacer todas estas cosas a un tiempo, no veo por qué no habríamos de hacerlas. En cualquier caso, las exigencias del momento nos forzaron a comportarnos de un modo que desearíamos haber podido evitar. Los ataques que usted sufrió en la calle y en el baile de máscaras fueron lamentables, pero le aseguro que nunca quisimos hacerle verdadero daño: sólo convencerle de que investigar este farragoso asunto podía resultarle muy caro. Ahora veo que estos ataques sólo le espolearon. En mi defensa debo decir que yo desaprobé cualquier esfuerzo por intimidarle con violencia, pero dentro de la Compañía sólo soy una voz más.
Me quedé sin habla un momento, pero pronto la recuperé, aunque me rechinaban los dientes. De pronto la boca se me puso seca.
– En esos ataques participó el mismo hombre que arrolló a mi padre. No querrá usted hacerme creer…
– Sólo podemos imaginar -me interrumpió Adelman- que Sir Owen ejerció su influencia sobre los desesperados a los que contratamos nosotros (porque hombres de esa calaña no son más que desesperados, y por tamo infinitamente corruptibles) para insertar a su elemento en esa pandilla. El canalla a quien usted mató (el hombre que mató a Samuel) no estaba contratado por nosotros, se lo aseguro. En cuanto al resto, supongo que Sir Owen persuadió a los rufianes que teníamos a sueldo para utilizarlos en ocasiones como aquéllas. A pesar de todo, por el poco mal que nosotros pretendíamos, debo pedirle disculpas. Creo que le debemos mucho, y usted también nos debe mucho a nosotros. Porque, si bien usted nos ha librado de las amenazas de un pernicioso falsificador, nosotros le hemos rescatado de las consecuencias de sus acciones y de las garras de aquéllos que habrían forzado un juicio que, no hace falta que le diga, podría haber concluido fácilmente con su ahorcamiento. ¿No es hora de que lleguemos a una reconciliación?
– Una reconciliación -observé- que estoy seguro implica una promesa de silencio por mi parte.
– Efectivamente, y no creo que sea mucho pedir. Usted, después de todo, ha desenmascarado la identidad del asesino de su padre, que es lo que deseaba, y este malvado ha pagado sin duda el peor precio por sus crímenes. No puedo menos de pensar que su reputación crecerá con esto. Además, le pagaremos mil libras en acciones de la Compañía. Creo que esta oferta es de lo más amigable.
Sacudí la cabeza.
– ¿Cómo puedo fiarme de usted, señor Adelman? ¿No fue usted capaz, en la Casa de los Mares del Sur, de mirarme a los ojos y decirme cosas que usted sabía que eran absolutamente falsas: que el Banco me engañaba, que usted no sabía de ningún vínculo entre Rochester y la muerte de mi padre?
Las mejillas flojas de Adelman temblaron ligeramente al suspirar.
– Bueno, mentirle entonces era necesario. Ya no lo es.
– Eso dice. ¿Pero cómo puedo saberlo? Su palabra no tiene ningún valor. Usted mismo la ha vaciado de él. Ahora me pide que le crea, pero no hay base alguna para esa creencia.
Sonrió.
– Sólo tiene usted que elegir creer en mí, señor Weaver. Ésa es su base.
– Como las nuevas finanzas -observé-. Serán verdad sólo mientras creamos que son verdad.
– El mundo ha cambiado, ¿sabe? Puede usted cambiar con él y prosperar o sacudir el puño contra el cielo. Yo prefiero hacer lo primero. ¿Y usted, señor Weaver? ¿Usted qué prefiere?
Pensé que no debía estar sujeto a una deuda con la Compañía de los Mares del Sur y que un hombre de principios hubiera rechazado la oferta, pero yo necesitaba el dinero. Parte de mí quería pedir más, porque no podía haber ningún mal en pedir más de algo que podía imprimirse al mero coste del papel y ser intercambiado por dinero real, asumiendo que tal cosa existiese. Al final acepté la oferta y guardé el secreto mientras importó guardarlo, e incluso más tiempo aún. Supongo que ya da igual quién sepa estas cosas, y, a la luz del desastre con que la Compañía de los Mares del Sur iba a enfrentarse más tarde, pienso que apenas a nadie le importa ya que hubiera un día en que circularon acciones falsas entre unos asesinos y sus víctimas.
Treinta y cinco
Al día siguiente Elias fingía que se negaba a dirigirme la palabra, culpándome del fracaso de su obra, que los empresarios del teatro de Drury Lane habían decidido no representar por segunda vez. Elias no iba a tener ni una sola representación en su beneficio. Su obra no le había hecho ganar ni un solo penique.