– Asqueroso -pronunció, tras arrugar la cara en un gesto que expresaba tanto repugnancia como una especie de imprevisto placer-. Los escoceses son unos animales, no hay duda. Pero es eficaz.
Se sirvió otra copa.
Me senté de nuevo y estudié con cuidado el rostro de Sir Owen, intentando calibrar su estado de ánimo. Su agitación espesaba el aire de la habitación como la humedad estival, y yo deseaba consolarle, aunque no sabía cómo. No podía imaginar la naturaleza de aquellos documentos, pero suponía que el barón temía que la información allí contenida pudiera caer en manos equivocadas.
– Señor -comencé vacilante-, quiero recuperar sus papeles extraviados. No creo que todo esté perdido. Tengo muchos contactos en Londres; puedo encontrar a Kate Cole y ella puede entregarme los documentos. Pero -continué despacio- debo ser capaz de distinguir el paquete cuando lo vea. Debo ser capaz de saber que tengo sus papeles, señor, y que los tengo todos.
Asintió.
– Veo que ante usted estoy indefenso, señor Weaver. Ha sido mi propia estupidez, tantas veces ejercida, la que me ha colocado en esta situación, y ahora debo rectificarla. Así sea -se irguió, adoptando una postura de mayor fortaleza-. Tendré que fiarme de usted.
– Le aseguro que nunca revelaré sus secretos.
Sonrió, como para mostrarme su confianza.
– Señor Weaver, ¿se interesa usted por los asuntos de sociedad, como matrimonios y demás?
Negué con la cabeza.
– Me temo que mi trabajo no me deja tiempo para entretenimientos de esa naturaleza.
– Entonces no habrá oído que tengo previsto casarme dentro de dos meses con la única hija de Godfrey Decker, el cervecero. Decker es un hombre rico y su hija acude con una dote considerable, pero a mí la riqueza no me importa nada. Es una boda por amor.
Con cierta incomodidad, asentí comprensivo. Quería evitar toda apariencia de cinismo, pero aunque consideraba a Sir Owen un hombre capaz de muy variados sentimientos, no estaba muy seguro de que el amor romántico fuera uno de ellos.
– Ha habido habladurías -continuó-, pues hace apenas un año que Anne, mi difunta esposa, pasó a mejor vida. No debe usted pensar que no me afectó, o que no me afecta todavía su pérdida. La amaba mucho, pero tengo un corazón susceptible, y en la soledad que acompaña la suerte de los viudos, Sarah Decker me ha brindado mucha satisfacción y felicidad. Pero el fallecimiento de mi mujer no es tema sencillo, señor, ya que murió de una enfermedad que yo le contagié -hizo una pausa para suspirar profundamente-. Una enfermedad que yo, a mi vez, contraje en una aventura amorosa.
– Comprendo -dije después de un momento, con el deseo de llenar el silencio, pero sintiéndome como un cretino por haber hablado. Sir Owen no era en absoluto el primer caballero elegante de Londres en contagiar de gonorrea a su propia esposa. Nunca entenderé por qué tantos hombres se niegan a tomarse la molestia de ponerse la armadura de intestino de oveja que les protege de las flechas más perniciosas de Cupido.
– Yo siempre he respondido perfectamente a los tratamientos de los cirujanos, pero la enfermedad resultó ser demasiado para la delicada constitución de Anne. Quizá porque no sabía lo que tenía y esperó demasiado tiempo antes de buscar ayuda.
No tuve la habilidad de dar con las palabras adecuadas, así que aguardé a que continuara.
– Tengo toda la intención de reformar mi comportamiento una vez me haya casado con Sarah -prosiguió Sir Owen. Hizo unos pocos pucheros y me pareció percibir en uno de sus ojos algo parecido a una lágrima-. Soy un hombre nuevo. Los papeles que me faltan son prueba de ello. Se trata de una serie de cartas, señor Weaver, entre mi persona y mi querida Anne, que en paz descanse, en las que expreso en los términos más claros y condenatorios la naturaleza de mi transgresión, así como mi encendido y sentimental propósito de enmienda. El lector de estas cartas discerniría rápidamente el origen de su enfermedad y la naturaleza del contagio. He empeñado todos mis esfuerzos en intentar ocultarle esa información a Sarah, una mujer virtuosa de excepcional delicadeza. Si llegase a conocer el contenido de esas cartas, me temo que rompería nuestra relación. Y si un villano sin escrúpulos llegase a conocer el contenido, tendría sobre mí una ventaja terrible -Sir Owen se sirvió otra copa del licor escocés-. No me queda más remedio que esperar que las cartas permanezcan selladas. Las llevaba siempre encima, atadas con un lazo amarillo, con un sello de cera con la estampa de un chelín roto. La peor noticia del mundo para mí sería ver ese sello rasgado.
Antes de proseguir, levantó el vaso y dio un largo trago.
– No puedo arriesgarme a que esas cartas caigan en manos de un sujeto como Wild. Me arrastraría por el fango antes de devolverme lo que es mío. Pero su reputación le precede, señor. Creo que es el único hombre de todo Londres que posee tanto los conocimientos como la integridad para recuperar lo perdido.
Me incliné ante Sir Owen.
– Puesto que se trata de un asunto delicado, hace usted bien en venir a verme a mí antes que a Wild.
– Ya ve usted por qué estoy completamente a su merced.
– Igual que yo lo estoy a la suya -contesté-. Puesto que usted conoce mi participación en la muerte de un hombre. Estamos por tanto bajo obligación recíproca, y ninguno de los dos debe temer por la indiscreción del otro.
Esta observación le iluminó visiblemente el semblante, y confieso que yo ya no estaba horrorizado porque el asunto aún no hubiera concluido. Me sentía incluso algo aliviado. De haber devuelto la cartera con su contenido intacto, el asunto habría estado resuelto. Tendría que haber esperado a recibir noticia de las consecuencias de la muerte de Jemmy. Las cartas perdidas de Sir Owen me daban licencia para involucrarme de nuevo en el asunto. No podía decir si esta participación me resultaría beneficiosa, pero entrar en acción me haría sentirme menos impotente.
– Iniciaré la búsqueda de esas cartas de inmediato -le dije a Sir Owen- y esta búsqueda será mi prioridad absoluta hasta que sean recuperadas. Si tengo alguna noticia, señor, cualquiera que sea, no tardaré en hacérsela llegar.
Sir Owen hizo rodar el vaso entre las manos.
– Gracias, Weaver. Me congratulo porque sé que veré mis cartas muy pronto. Espero que comprenda, señor, que en caso de tener que interrogar a cualquiera de esos sinvergüenzas, no debe hacer referencia alguna al contenido de esos papeles.
– Por supuesto.
– Como verá, mi felicidad está en sus manos -se giró hacia la ventana y miró hacia fuera-. Sarah es una mujer tan maravillosa. Tan sumamente delicada.
– Seguro que es usted un hombre muy afortunado -mis palabras me sonaron a tópico vacío.
Después de asegurarme de que no había nada más de utilidad que Sir Owen pudiera contarme, le acompañé a la salida y comencé a diseñar un plan de actuación. Decidí que lo más eficaz sería visitar algunas de las desagradables instituciones que ya conocía, en las que los oscuros agentes de los bajos fondos se reunían para tratar sobre sus asuntos y desahogarse entre camaradas. Una de ellas era una taberna que servía ginebra en Little Warner Street, cerca de Hockley-in-the-Hole -un lugar igualmente repugnante a los sentidos del olfato y de la vista, ya que estaba tan próximo a la fétida cloaca conocida como Fleet Ditch que no eran raras las ocasiones en que el sitio estaba completamente inundado por el aroma nauseabundo de las alcantarillas y la basura-. Este dispensario de ginebra no tenía en puridad nombre alguno y el cartel que lo anunciaba no era más que una imagen gastada de dos caballos tirando de una carreta: un recuerdo del establecimiento anterior. Entre los parroquianos se conocía como Bawdy Moll's, puesto que su propietaria, la alegre Moll, era una mujer rolliza y afectuosa que combatía el avance de la edad con un exceso de concupiscencia y un mínimo de vestimenta.