Entré en Bawdy Moll's a primera hora de la tarde; el lugar estaba entonces mucho menos concurrido que en las abarrotadas horas nocturnas, cuando hombres empobrecidos buscaban refugio de sus vidas en pintas de ginebra que se vendían por apenas nada. Un penique o dos eran suficiente para transportar a la bestia más vil al reino indoloro de la ebriedad y el olvido. Por las tardes, sin embargo, la venta servía a una parroquia más esporádica: quizá al ladrón de poca monta o al carterista que encontraban allí la forma de resguardarse de un trabajo que se les había puesto feo, al mendigo que decidía cambiar sus peniques por bebida en lugar de por comida, o al jornalero sin trabajo que prefería enfrentarse al estupor de la insensibilidad antes que a un Londres sin entrañas al cual le importaba un rábano que se muriese de hambre.
También estaban los visitantes que acudían cada lunes y jueves a ver los espectáculos en los que se azuzaban perros contra un toro. Otros días podían encontrarse variedad de exhibiciones diferentes en Hockley-in-the-Hole. En mis años mozos, yo había sido una de ellas, puesto que antes de dedicarme en exclusiva a la pelea de puños, formé parte de una tropa de espadachines que demostraban, ante un público de pago, el noble arte de la defensa personal. Estas cosas no se ven ya hoy en día, pero de joven desfilé por la ciudad junto a una tropa de luchadores vestidos con nuestra propia versión, pobre y andrajosa, de los uniformes militares, tocando tambores, mientras los chavales repartían carteles que detallaban las emociones de nuestro espectáculo. Durante mis días de espadachín en un destartalado teatro al aire libre cerca de Oxford Street, arriesgaba la vida y la integridad corporal contra otro hombre, ambos intentando batir al adversario sin causarle graves daños. A pesar de nuestros esfuerzos por ahorrarnos el dolor, solía acabar las actuaciones cubierto de sangre y de cortes, y conservo numerosas cicatrices que dan fe de aquellas hazañas. Cuando el empresario del teatro me ofreció ganarme el pan luchando sólo con los puños, confieso que me quedé encantado ante la perspectiva de un oficio tan indoloro.
Supongo que tendía a abandonarme a los recuerdos de aquella época terrible, pero la taberna de ginebra pronto trajo a mi mente lo que generaba la vida en aquella parte de la ciudad. Bawdy Moll's tenía pocas ventanas, pues sus parroquianos no albergaban deseo alguno de mirar el mundo que les rodeaba, y aún menos de que el mundo les viese a ellos. Me preparaba mentalmente a resistir el hedor cuando vi a la alegre Moll de pie tras la barra, hablando excitadamente con un ratero de aspecto trasnochado cuyo nombre yo conocía, pero a quien nunca había deseado conocer. Ambos se cernían sobre una pila de papeles que, desde mi posición, reconocí como boletos de la lotería ilegal que Moll, como tantas otras taberneras de aquella zona de la ciudad, gestionaba desde su lugar de trabajo. Los premios eran siempre parciales, amañados y escasos, y sus beneficios engrosaban generosamente la faltriquera de Moll.
Moll llevaba el pelo recogido en un moño muy alto sobre la cabeza, en una parodia grotesca de la moda de las damas. El vestido presentaba una gran abertura desde el cuello, revelando un escote amplio, aunque ajado, y su maquillaje la desvelaba como una mujer que creía que aquellos colores artificiales y conspicuos tenían el poder, no ya de engañar, sino de cegar, porque su piel me recordaba a la corteza de un árbol a punto de desprenderse. Aunque grotesca, Moll era muy querida, y con frecuencia me proveía de valiosas informaciones acerca de los bajos fondos y los antros de los ladrones.
Al entrar, el ratero alzó la vista de su conversación con Moll y frunció el ceño. Oí las palabras «Weaver el judío», pero no pude entender nada más. A menudo me resultaba difícil establecer mi autoridad entre hombres de esta calaña. Tenía amigos entre los ejércitos de faltreros, pero también tenía enemigos, y sabía que su amo, Jonathan Wild, no fomentaba el compañerismo entre los de ese rango y mi persona. Imaginé que éste sería uno de los fulanos que se tomaba a pecho las recomendaciones de Wild, ya que conforme me acercaba a Moll él se terminó la pinta de ginebra -engullendo de golpe una cantidad que hubiera tumbado a un hombre sano- y se fue con paso airado hacia las oscuras sombras de la taberna, donde había siem pre montones de paja para que los pobres y los desesperados se acurrucasen a dormir la mona.
– Ben Weaver -voceó Moll cuando me vio acercarme, hablando como siempre más alto de lo necesario-. ¿Un vasito de vino para ti, eh, guapetón?
Moll sabía bien que yo no tocaba la ginebra, pero acepté de buen grado un vaso de vino ácido, del que sorbí tan sólo cuanto requería la cortesía.
– Buenas tardes, Moll -le dije mientras ella me frotaba el brazo con una mano curtida, los dedos como salchichas aferrándose a mí inconscientemente. No había manera de conseguir lo que uno quería de esta mujer sin satisfacer su necesidad de sentirse deseada-. Confío en que tan buena compañía mantenga el negocio boyante.
– Pues sí, no paro. A penique el vaso no es gran negocio, la verdad, pero contar monedas es un trabajo bastante apañado, creo yo -me tiró suavemente del lazo de mi cabello-. Me pregunto cuántas harían falta para comprar tus favores.
– No muchas -respondí, con una sonrisa que hubiese resultado menos convincente en un lugar menos iluminado-, pero ahora mismo no tengo mucho tiempo.
– Tú siempre tan ocupado, Ben. Tienes que encontrar más tiempo para el placer.
– Ya sabes que mi trabajo es mi placer, Moll.
– Eso va contra la naturaleza -me aseguró con un arrullo.
– ¿Qué novedades se cuentan por ahí? -contesté, como si ésta fuera una respuesta perfectamente adecuada a sus amorosas insinuaciones.
No puedo decir que me asombrase que la primera noticia en salir de su boca fuera la de la muerte de Jemmy, porque el rumor de un asesinato solía extenderse como el sarampión por los barrios bajos de Londres.
– Se lo cargaron de un tiro. ¿Lo conocías?
– Tuve un encuentro con él, aunque breve -dije.
– No era gran cosa, supongo, pero tampoco merecía que lo mataran así, como a un perro. Igual que a un perro -se rascó la cabeza-. Pero tampoco era mucho más listo que un perro, la verdad, ¿no? Y además era un depravado, aficionado a las chicas jóvenes, y digo jóvenes, lo quisieran ellas o no. Pensándolo mejor, que le disparasen era exactamente lo que se merecía un cabrón como él -se encogió de hombros ante su propia observación.
– ¿Quién le mató? -pregunté, manteniendo la voz serena.
– Su puta -se inclinó hacia delante y me habló en una voz que no puedo describir más que como un susurro a gritos-: Se llama Kate Cole. Jemmy y Kate llevaban juntos un negocio de nalga y puntazo, pero de haber sabido que uno iba a dispararle al otro yo hubiera jurado que sería él quien acabaría con ella y no al revés, porque ella mantenía a más chulos, y además hasta había pasado alguna que otra noche con el mismísimo Wild.
– ¿Era la puta de Wild?
– ¿Y quién no lo es? No seré yo quien diga que no se ha pegado algún que otro revolcón con el Gran Hombre en persona, pero Jemmy perdía rápidamente los estribos, y si Wild quiere mantener a sus faltreros a raya debiera no incitarles a que se maten entre ellos. De ahí que sea todavía más sorprendente que haya hecho lo que ha hecho.
– ¿Y qué ha hecho?
– Pues delatarla, eso ha hecho. Wild ha denunciado a su propia puta. Es verdad que le he visto hacerlo un montón de veces, y a menudo con un faltrero en quien ya no podía confiar, pero denunciar a una mujer con la que te has acostado no hace ni una semana demuestra una gran falta de… -titubeó buscando una palabra- modales, me parece a mí. La pobre chica está ahora en Newgate. ¿Cuánto tiempo va a pasar antes de que le den lo que le dan a todas ahí, me pregunto yo? Todos esos hombres, en busca de distracción. Bien que me dieron a mí de aquello en mis tiempos.