Se me revolvieron las tripas escuchando las especulaciones que cacareaba Moll, pues si Kate había sido arrestada no tendría razón alguna para callarse mi participación. Era cierto que, aunque no tenía ni idea de quién era yo, sí que sabía lo que había estado buscando, y si tenía el más menor atisbo de sagacidad, se habría percatado de que entre los bienes que yo buscaba se encontraba la clave de su supervivencia a la próxima jornada de ejecuciones.
– ¿Y qué tiene Kate que decir de todo esto?
– Y yo qué sé.
Pese a que yo le veía poca gracia a la pregunta, Moll estalló en una carcajada escandalosa que me sonó a graznido de gaviota.
– Creo que será mejor que vayas tú mismo a Newgate a preguntarle qué opinión le merece el suceso.
Tal era mi intención. Así que, intentando por todos los medios ocultarle mi terror a Moll, charlé un rato con ella, fingí estar recabando información acerca de una casa asaltada, y me escapé a las primeras de cambio.
Cinco
No podía resultarme muy sorprendente que Jonathan Wild hubiese denunciado a Kate, ya que beneficiarse de la condena de sus propias criaturas explicaba en no poca medida el origen de su fortuna. Se decía que guardaba un libro con el nombre de todos los criminales que tenía a sueldo, llevando la cuenta como si fuera un comerciante o un mercader además de un ladrón. Cuando sospechaba que uno de sus faltreros le estaba escondiendo mercancía ponía una cruz junto a su nombre, para indicar que ya iba siendo hora de entregar al pobre animal a los tribunales. Una vez ahorcado, Wild ponía una segunda cruz junto a su nombre, y así los ladrones de Londres entendían ahora la expresión «doble cruz» como equivalente a la traición.
Mucho antes de que yo me convirtiera en apresador de ladrones Wild ejercía su oficio desde la Blue Boar Tavern, en Little Old Bailey, y se labró un nombre denunciando a asaltadores de caminos como James Footman, villano de renombre en su día, y desmantelando la banda de rateros del célebre Obadiah Lemon. Llevaba a estos rufianes ante la justicia del mismo modo que llevaría más tarde a sus propios rufianes, traicionando su confianza y haciéndoles creer que él formaba parte de su hermandad -puesto que, efectivamente, así era-. ¿Y cómo iba a saber alguien de la calaña de Obadiah Lemon que un colega iba a convertirse de pronto en juez en virtud de su propio nombramiento? Creo que incluso en los primeros tiempos del reinado de Wild, casi todo el mundo sospechaba lo que había detrás de este hombre, pero el crimen rampaba a sus anchas de tal modo -había hombres armados recorriendo las calles como perros hambrientos, y las ancianas y los pensionistas temían salir a la calle por que no les derribasen brutalmente- que todos los habitantes de la metrópoli soñaban con un héroe, y Wild resultó ser lo bastante vistoso y carente de escrúpulos como para proclamarse exactamente como tal. Su nombre aparecía en todos los periódicos y estaba en boca de todo ciudadano. Se había convertido en el Apresador Mayor.
Yo sólo llevaba tres meses en el negocio cuando conocí a Wild, pero de algún modo fue raro que tardase tanto. Londres, después de todo, es una ciudad en la que cualquier hombre de cualquier profesión o cualquier interés está destinado a conocer a todos los demás de inquietudes similares en un lapso de tiempo sorprendentemente breve. Mis amigos pueden resultar ser sus enemigos, pero más tarde o más temprano acabamos por conocernos todos.
Aunque tardase algunos meses en conocer a Wild, le había visto muchas veces por la ciudad. Todos le habíamos visto, ya que Wild procuraba dejarse ver, apareciendo en las ferias y en la Fiesta del Alcalde y en los días de mercado, montando a caballo con sus hombres haciendo de séquito, ordenándoles que apresaran a los rateros como si liderase un pequeño ejército. Supongo que si en Londres tuviéramos algún cuerpo que se dedicase a aprehender criminales, lo que los franceses llaman una police, un hombre como Wild nunca hubiese alcanzado tan gran poder, pero los ingleses son muy vivos a la hora de denunciar recortes en sus libertades, y dudo seriamente que veamos algún día una police en esta isla. Wild se aprovechó de esta laguna en los reglamentos, y tengo que admitir abiertamente que cuando lo veía subido al caballo, elegantemente vestido, señalando aquí y allá con su bastón ornado, no podía evitar admirarle.
Para cuando Wild y yo nos vimos las caras, se había mudado a la taberna llamada Cooper's Arms, donde montó su «Oficina para la Recuperación de Objetos Perdidos y Robados». Con cierta vergüenza he de narrar la historia de mi primer encuentro con Wild, porque es una historia sobre mi propia debilidad. Mi nuevo negocio de apresador de ladrones prosperaba -debido en gran medida, sospecho, más a la suerte que a la habilidad-, pero la suerte empezó a fallarme el día que emprendí el encargo de un comerciante adinerado cuya tienda había sido asaltada, con el resultado de que habían desaparecido media docena de libros de contabilidad. Antes de volverse unos descarados, los faltreros de Wild preferían robar libros mayores y carteras, y otros objetos que sólo tenían valor para sus dueños, puesto que si los robos llegaban a los tribunales, los bienes sin valor intrínseco no podían llevar a los autores de su hurto a la horca.
De una forma muy similar a la de mi nueva amistad, Sir Owen, este mercader requirió mis servicios porque había comprendido el juego de Wild y se negaba a pagarle por lo que él mismo se había llevado. A diferencia de Sir Owen, no estaba dispuesto a pagarme el doble de lo que le cobraría Wild, y me propuso una libra por libro, que acepté de buen grado, ya que deseaba fervientemente tener la oportunidad de ganarle a mi competidor en su propio juego.
Yo conocía bien a la clase de fulanos que robarían libros de contabilidad, así que hice un repaso de los dispensarios de ginebra, las tabernas y las posadas, buscando a los hombres que creía que podían tener los libros. Pero era en esta época cuando Wild comenzaba a descubrir el placer de denunciar a sus propios ladrones y, con tres miembros de su ejército ahorcados en la última jornada de ejecuciones, todos los hombres con los que hablé mantuvieron un cauto silencio: ninguno de ellos deseaba contrariar a Wild.
Me pasé una semana entera haciendo preguntas y ejerciendo presión sobre los hombres más débiles, pero no encontré ni rastro de los libros que buscaba. Entonces se me ocurrió un plan que, ahora me ruborizo al recordarlo, me pareció de lo más ingenioso. Iría a la Oficina de Objetos Perdidos de Wild en el Cooper's Arms y pagaría de mi bolsillo por los bienes de mi mercader. Aunque aquella transacción no me proporcionara beneficio alguno, podría devolverle al mercader su propiedad, y él le hablaría a todo el mundo de cómo yo era capaz de encontrar los objetos robados por Wild. La razón por la que creí que sería capaz de recuperar objetos en el futuro, aun cuando no fuera capaz de recuperar éstos en el presente, todavía se me escapa.
De modo que, en una tarde calurosa de junio, entré en la guarida de Wild, una taberna oscura que olía a moho y a licor. El Gran Hombre estaba sentado a una mesa en el centro de la habitación, rodeado de sus secuaces, que le trataban, ciertamente, como si fuera un sultán. Wild era un hombre corpulento: tenía el rostro ancho, la nariz afilada, la barbilla puntiaguda, y sus ojos brillaban como los de un arlequín. Tal y como iba vestido, como un hombre de mundo, con su chaqueta amarilla y roja y su peluca pequeña y aseada bajo un sombrero cuidadosamente ladeado, me pareció un personaje ridículo en una comedia de Congreve, pero me di cuenta inmediatamente de que no debía tomar esta frivolidad al pie de la letra. No digo que estuviera jugando a ser vistoso, porque eso induciría a confusión, pero parecía el tipo de persona que, en mitad de una celebración, pudiera estar pensando en cómo jugársela al hombre que le estaba sirviendo el vino.