Intenté disimular mi alivio.
– ¿Quién es Quilt Arnold y dónde puedo encontrarle?
Resultó que Quilt Arnold había sido el rival de Jemmy en los afectos de Kate antes de que Jemmy tuviera el desafortunado encontronazo con mi bala de plomo. Frecuentaba una taberna denominada Laughing Negro en Aldwych, cerca del río. Kate tenía montado otro negocio de nalga y puntazo allí con él, pero las ganancias eran más escasas, porque la parroquia era más pobre: marineros y porteadores en su mayoría, y otros a quienes, todo lo más, se les podía robar un par de chelines. Kate le había hecho llegar la noticia a Arnold cuando yo perforé a Jemmy, y él le prometió que cuidaría de ella, aunque básicamente lo que hizo fue cargar con cuanta mercancía de Kate pudiese llevar encima, y luego aconsejarle que hablase con Wild.
– ¿Tienes alguna idea de cuánto exactamente cree Quilt Arnold que valen esas cartas? -le pregunté a Kate.
– Oh, me figuro que espera sacarse unas diez o veinte libras, seguro que sí.
Me temía que este negocio se estuviera volviendo cada vez menos lucrativo. No estaba muy dispuesto a entregarle veinte libras a ese bellaco, pero no tenía más remedio que recuperar las cartas.
– ¿Sabes dónde las guarda?
Si pudiera robarlas, pensé, en lugar de negociar por ellas, podría ahorrarme tiempo, dinero y peligro. Pero no va a ser así.
– Dijo que se las iba a quedar encima -me explicó Kate-, porque decía que sabía que alguien vendría por ellas antes o después. Que no estarían seguras en ningún otro sitio, eso dijo.
Esta información obviamente limitaba mis posibilidades. Si el tal Arnold tenía alguna idea del contenido de las cartas, la cosa podía ponerse fea para Sir Owen. Ni siquiera necesitaban tener pruebas para propagar rumores perjudiciales, especialmente si esa Sarah Decker era tan delicada como la pintaba Sir Owen.
Repasé con ella lo que me había contado y luego le entregué un monedero con cinco libras, lo suficiente para que comiese, bebiese y se vistiese con relativa comodidad hasta el juicio.
Una vez que hubiese abandonado su celda tendría que organizar el asunto de su alojamiento. Para que colaborase conmigo tenía que ponerla cómoda, y eso significaba que debía trasladarse al Patio de la Prensa, un lugar que no era barato, les aseguro, ya que se trataba de la zona más deseable de la prisión. Allí los presos disfrutaban de habitaciones relativamente amplias y limpias, se paseaban sin ser molestados al aire libre del patio y eran atendidos por guardianes que parecían más dueños de taberna que carceleros. Con plata se conseguía de todo en el Patio de la Prensa. Mientras que la bebida era floja y a veces estaba avinagrada, era mejor que el agua asquerosa de la Zona Común. Y si la comida era cara e insípida, superaba con mucho a las gachas que habían de sufrir los prisioneros más pobres, a menudo tan infestadas de gusanos que eran casi incomestibles.
El precio de este alojamiento me iba a suponer una carga severa: veinte libras para procurarle acceso al Patio de la Prensa, y después cinco chelines diarios de renta. Y luego estaba el dinero que iba a tener que pagarle al villano, el tal Arnold, más los distintos sobornos que ya habían aligerado mi monedero, de modo que no veía posibilidad alguna de que la notable cantidad de cincuenta libras que recibía de manos de Sir Owen llegase siquiera a cubrir mis gastos. Un asunto que creí que sería sencillo y lucrativo me iba ahora a costar una cifra a contar en chelines, cuando no en libras. Deshacerme de una suma de tal calibre para hospedar a Kate me abatía, pero veía que no me quedaba otra salida. Pagaría lo que fuera para comprar su silencio.
– Volveré para asegurarme de que estás bien -le dije, aunque fuera mentira, del mismo modo que mi afirmación de que no iban a ahorcarla era mentira también. Esperaba que la absolvieran las pruebas, pero no sabía a qué extremos llegaría Jonathan Wild para conseguirle testigos a la acusación. A pesar de todo, no podía convertirme en el protector de Kate, así que abandoné la prisión de Newgate esperando pensar en ella lo menos posible durante las siguientes semanas.
Seis
En lugar de volver a casa me dirigí inmediatamente a los alrededores de Bloomsbury Square, donde mi amigo Elias Gordon se alojaba, muy por encima de sus posibilidades, en Gilbert Street. En aquellos días yo era más joven, y necesitaba poca ayuda, pero en momentos en los que no podía servir yo solo a alguno de mis clientes adecuadamente, acostumbraba a llamar a Elias, un cirujano escocés y mi amigo de confianza. Conocí a Elias tras mi última pelea, cuando me lesioné tan irreparablemente la pierna. Fue durante mi tercer combate organizado contra Guido Gabrianelli, el italiano a quien había vencido ya dos veces y con cuyas palizas adquirí tanta notoriedad.
Gabrianelli venía de Padua, donde se le conocía como el Martillo Humano o alguna cretinada similar pronunciada en su afeminada lengua nativa. No era la primera vez que boxeaba contra extranjeros; al señor Habakkuk Yardley, que contrataba mis combates, le encantaban las luchas con extranjeros, pues los ingleses pagaban sus chelines gustosamente por ver a un compatriota -o incluso a un judío que ellos considerasen que podía pasar por un auténtico inglés- batirse con un dandi afrancesado. Las peleas de puños tenían algo de igualitarias: los judíos se convertían en ingleses y todos los extranjeros en franceses.
El tal Gabrianelli, el Martillo Humano, llegó a Inglaterra y, sin siquiera ponerse en contacto conmigo o con el señor Yardley para organizar un combate oficial, procedió a publicar un más que ofensivo anuncio en el Daily Advertiser:
Me he enterado de que hay en esta isla un boxeador a quien atribuyen la fuerza de Sansón -un tal Benjamin Weaver, que se hace llamar el León de Judea-. Pero si osa decir que puede vencerme, le llamaré el Mentiroso de Judea. En mi Italia natal nadie se atreve a batirse conmigo, porque le rompo la mandíbula con el puño a todo adversario. Veamos si este Weaver tiene el coraje de comparar su fuerza con la mía. En guardia y a su servicio, soy
Guido Gabrianelli, el Martillo Humano
Mis colegas luchadores y yo nos quedamos atónitos ante la beligerancia de este extranjero. No era raro que los boxeadores colocasen anuncios provocadores en este periódico, pero normalmente uno esperaba a que algún conflicto diese pie a una enemistad -iniciar una relación basada en la enemistad era una cosa muy ridícula-. Pero el señor Yardley vio que había plata en la tontería de Gabrianelli, y que estas llamativas bravatas nos brindarían una buena taquilla. Así que mientras él llegaba a un acuerdo con este importante personaje, yo contestaba a su estilo, publicando mi propio anuncio, que el señor Yardley me había aconsejado que hiciese lo más provocador posible.
Que sepa el señor Gabrianelli, ese luchador de Italia, que estoy preparado y ansioso de boxear contra él en cuanto me cite. No dudo de la veracidad de su afirmación de que en su tierra natal le rompe la mandíbula a cualquier contrincante con el puño, pero al señor Gabrianelli alguien debiera advertirle de que aquí luchará contra hombres de arrestos, y tengo razones para dudar de que pueda romperle la mandíbula a un británico con un yunque. Si fuera el señor Gabrianelli tan osado como para acordar desafiarme al duelo que propone, espero con todo mi corazón que todos los nativos de esta isla vengan a ver qué les ocurre a los extranjeros que arriban a estas costas a proferir absurdas bravatas contra????