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Me senté tras mi gran escritorio de roble, de cara a la puerta. Utilizaba esta mesa para ordenar mis asuntos, pero había descubierto que servía para hacer patente mi autoridad. Así pues, cogí una pluma y contraje los músculos de la cara tratando de adoptar el aspecto de un hombre ocupado e irritado a la vez.

No obstante, hube de esforzarme en ocultar mi sorpresa cuando la señora Garrison hizo pasar a aquel visitante. William Balfour no era ni mucho menos un faltrero -tal y como llamábamos entonces a los ladrones-, sino un caballero de aspecto y vestimenta elegantes. Tendría unos cinco años menos que yo: le eché unos veintidós o veintitrés años. Era un hombre alto, flaco y encorvado, con la mirada algo hundida en el semblante ancho y apuesto, que sólo malograban ligeramente las marcas de la viruela. Llevaba una peluca de primera calidad, pero mostraba la edad y el uso en sus manchas y en un sucio color amarillento mal disimulado con polvos. Asimismo, sus ropas conservaban la huella de un buen sastre, pero se las veía demasiado usadas, cubiertas por el polvo del camino y del miedo y de los aposentos baratos. El chaleco, en particular, en otro tiempo entretejido con fino hilo de plata, estaba ahora ajado y raído. Había algo también en su mirada. No sabría decir si era sospecha, fatiga o derrota, y me observaba con un escepticismo al que yo estaba más que acostumbrado. La mayoría de los hombres que entraban por aquella puerta, como pueden comprender, tenía una mirada preparada para mí: desprecio, duda, superioridad; algunos, incluso admiración. Los hombres de esta última categoría me habían visto en mi época de esplendor como púgil, y su amor por el deporte les permitía superar la vergüenza de tener que recurrir a la ayuda de un judío que se injería en los asuntos desagradables de otros hombres. Este Balfour me miraba no como a un judío o un púgil, sino como a otra cosa -algo sin importancia alguna, casi como si yo fuese el sirviente que debía llevarle hasta el hombre que buscaba.

– Caballero -le dije, levantándome al tiempo que la señora Garrison cerraba la puerta tras de sí. Saludé a Balfour con una ligera reverencia, que él me devolvió con rígida resignación. Después de ofrecerle asiento delante del escritorio, volví a mi silla y le comuniqué que aguardaba sus instrucciones.

Vaciló antes de plantear su problema, tomándose un momento para estudiar mis rasgos -debería decir que para observar embobado mis rasgos, porque me miraba más como a un espectáculo que como a un hombre-. Sus ojos se pasearon con evidente desaprobación por mi cara y por mi ropa -aunque ambas estaban más limpias y aseadas que las suyas-, y lanzaron una mirada furtiva a mi pelo, pues, a diferencia de los verdaderos caballeros, yo no llevaba postizo, sino que me recogía los mechones en la nuca, al estilo de las pelucas con coleta.

– Usted, supongo, es Benjamin Weaver -dijo por fin con una voz quebrada por la incertidumbre. Apenas paró mientes en mi asentimiento-. Vengo por un asunto serio. No me agrada tener que recurrir a sus peculiares servicios, pero necesito la ayuda que sólo un hombre como usted puede proporcionarme.

Se revolvió incómodo en el asiento, y me pregunté si no podría el señor Balfour ser alguien diferente de quien aparentaba -si no sería acaso un hombre de rango muy inferior disfrazado de caballero-. Ahí estaba, después de todo, el asesinato del que le había oído hablar la señora Garrison, pero ahora no podía sino preguntarme si el asesinato que él había mencionado era el mismo que a mí tanto me atormentaba.

– Espero poder serle de alguna ayuda -le dije, con estudiada cortesía. Dejé a un lado la pluma y ladeé la cabeza ligeramente para demostrarle que tenía toda mi atención.

Las manos le temblaban caprichosamente mientras se miraba las uñas con indiferencia poco convincente.

– Sí, se trata de un asunto desagradable, así que estoy seguro de que estará usted a la altura del encargo.

Le ofrecí una breve reverencia desde mi silla y le dije lo amable que era, o alguna otra perogrullada por el estilo, pero él apenas se percató de lo que yo decía. A pesar de sus esfuerzos por fingir una especie de afectada lasitud, su aspecto era el de un hombre a punto de ahogarse, como si el cuello de la camisa le apretase la garganta. Se mordió el labio. Miró alrededor de la habitación; los ojos le saltaban de un lado a otro.

– Caballero -le dije-, perdóneme si le digo que parece usted algo descompuesto. ¿Puedo ofrecerle una copa de oporto?

Mis palabras le alcanzaron como una bofetada en pleno rostro, y se recompuso adoptando de nuevo la pose de un dandi despreocupado.

– Me imagino que sabrá usted que existen formas menos impertinentes de preguntarle a un caballero por sus aflicciones. No obstante, aceptaré una copa de lo que sea que pueda tener por aquí.

No era por deferencia por lo que le permitía a Balfour que me insultase libremente. Una vez establecido en mi profesión, no me llevó mucho tiempo aprender que los hombres de linaje o posición sentían una profunda necesidad de demostrar su superioridad -no hacia el hombre que contrataban para inmiscuirse en sus asuntos privados, sino hacia el trabajo en sí-. Yo no podía tomarme las libertades de Balfour como una cuestión personal, porque no iban dirigidas a mí. Sabía también que una vez que hubiera satisfecho a un hombre así, el recuerdo de su propio comportamiento descortés a menudo le movería a pagarme con celeridad y a recomendar mis habilidades a sus conocidos. De modo que aparté de mí los insultos de Balfour como un oso espanta a los perros que le atormentan en Hockley-in-the-Hole. Le serví el vino y volví a mi mesa.

Tomó un sorbo.

– No estoy descompuesto -me aseguró. Si la calidad de mi licor sorprendió agradablemente a mi invitado, como esperaba que hiciese, consideró que éste era un detalle que no valía la pena mencionar-. Lo que estoy es fatigado por la mala noche, y la verdad -hizo una pausa para lanzarme una mirada cargada de intención- es que estoy de luto por mi padre, que falleció apenas hará dos meses.

Le presenté mis disculpas y luego me sorprendí a mí mismo diciéndole que yo también había perdido a mi padre recientemente.

Balfour a su vez me dejó boquiabierto al contarme que sabía de la muerte de mi padre.

– Su padre, señor, y el mío, se conocían. Hicieron negocios juntos, ya sabe, en una época en la que mi padre necesitó los servicios de un hombre de la… clase de su padre.

Me gustaría creer que no mostré sorpresa alguna, pero dudo de que fuera así. Mi apellido de nacimiento no es Weaver, sino Lienzo. Pocos hombres estaban al tanto de mi verdadero apellido, así que no podía prever que éste conociese la identidad de mi padre. No podía adivinar qué más sabría Balfour de mí, pero no le hice preguntas. Sólo asentí despacio.

Me encontraba ya completamente despistado acerca de lo que querría este hombre, ya que estaba perfectamente claro que no había venido para nada relacionado con mi desafortunado incidente de la noche anterior. Mientras meditaba sobre mis muchas incertidumbres, se me ocurrió que me acordaba vagamente del padre de Balfour. Recordaba haber oído a mi padre hablar de él -sólo había dicho cosas buenas de aquel hombre, porque habían estado más unidos, creo, que dos simples conocidos, aunque llamarlos amigos habría sido exagerar las posibilidades de su relación-. Recordaba al padre de Balfour, aun cuando hubiese olvidado a numerosos hombres con los que mi propio padre hacía negocios, puesto que era poco habitual que mantuviera una relación tan estrecha con un caballero cristiano. Sin embargo, no me había venido a la memoria la asociación de mi padre con aquel hombre cuando leí en los periódicos la noticia del suicidio de Michael Balfour. Había sido un comerciante adinerado y, como muchos hombres de negocios que asumían riesgos, había sufrido graves reveses financieros. Los suyos en particular fueron severos; había perdido más de lo que tenía en una serie de malas empresas e, insolvente e incapaz de enfrentarse ni a sus acreedores ni a su familia con la vergüenza de su ruina, se había ahorcado en sus establos. Había cometido este acto apenas veinticuatro horas antes de la muerte de mi padre.