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No puedo describir fácilmente lo que sentí: confusión, horror, vergüenza, y una especie de agonía concreta tan intensa que no sabía decir si era dolor o una sensación completamente novedosa en mi experiencia. Al principio no fui capaz de localizar la fuente del dolor, pero a medida que se me aclaraba la visión, percibí, con esa tranquila aceptación que a veces sienten las víctimas del infortunio, que mi pierna izquierda yacía en un ángulo de lo más endiablado. Al salir volando del ring, mi pie derecho se había enganchado en el borde mismo del escenario, y había aterrizado con todo mi peso sobre la pantorrilla izquierda, que se había roto por dos sitios distintos.

A medida que amainaba la sensación de sorpresa del momento, mi tormento, cuyo igual espero no volver nunca a sentir, me arrancó de la consciencia, y sé lo que ocurrió después por la relación de los hechos de Elias.

Siendo entonces un extraño absoluto para mí, Elias Gordon había decidido, con premuras de jugador, apostar cien libras contra el luchador favorito. Cuando aterricé en el suelo como un amasijo retorcido, dio un brinco y gritó: «¡Dos mil libras!», con toda la fuerza de sus pulmones. Creo que jamás había estado en posesión de una suma tan inmensa, y abrumado por las posibilidades que mi desgracia le brindaba, quedó con el señor Yardley en que él mismo se ocuparía de mí sin percibir remuneración alguna. Mi supuesto amigo, Yardley, aceptó encantado, ya que Elias expresó cierta preocupación por la lesión. La rotura era tan grave que creyó que mi vida peligraría en los próximos días, y, en caso de sobrevivir, dudaba de que volviese a caminar, y desechaba del todo la idea de que volviera a boxear jamás. Como todos los hombres de medicina, Elias quizá exageró la gravedad de mi estado, de modo que si las cosas se ponían feas sus predicciones resultarían acertadas, y si me recuperaba, él parecería un obrador de milagros. El señor Yardley escuchó la valoración de Elias y dictaminó que a él le daba todo lo mismo y que no sentía ningún aprecio por los luchadores caídos; no volví a ver a aquel hombre excepto cuando vino a entregarme mi parte de las ganancias.

Elias, sin embargo, hizo de mi convalecencia su única ocupación; permaneció a mi lado en mis aposentos casi todas las noches durante la primera semana, para asegurarse de que la fiebre no acababa conmigo. Es prueba de su talento como cirujano que pueda simplemente caminar, puesto que la mayoría de los hombres que sufren daños de semejante envergadura se mueven sólo con ayuda de muletas, o deben soportar la indignidad y el tormento de la amputación. Mientras estuve bajo sus cuidados, encariñándome con este escocés caprichoso, confieso que sentía por él la mayor de las envidias. A mí me habían arrebatado mi forma de ganarme la vida, y aquí estaba este hombre dotado para su profesión que había conseguido tanto dinero que podía establecerse con elegancia y no estar nunca más falto de pan.

Elias, desgraciadamente, igual que mi nueva amistad, Sir Owen, era aficionado a los placeres de la ciudad, y tenía también un algo de poeta. Un algo digo, nada más, como podrá comprobar cualquiera que haya leído su volumen de versos, El cirujano poético.

Elias nunca me explicó en qué se gastó aquel dinero -sin duda lo había derrochado en innumerables expediciones a lupanares, en casas de juego y en composiciones poéticas-; sin embargo, después de recuperarme de mi lesión, y de pasar los años más oscuros de mi vida lejos de Londres, regresé a visitar a mi viejo amigo y le encontré tan alegre como siempre, vestido a la moda y al cabo de la calle de todas las diversiones de la capital, pero pese a su jovialidad, no tenía ni un chelín.

Se podría decir que Elias era un frívolo, supongo, pero un frívolo pensante -si puede decirse así sin incurrir en contradicción-. Yo sabía que era un cirujano de excepcional talento, si bien eso no le animaba en absoluto a dedicarse a su arte. Si hubiese pasado tanto tiempo dedicándose a la cirugía como se pasaba persiguiendo a las mujeres, creo que podría haberse convertido en el hombre más notorio de la clase elegante, pero su amor por su profesión no podía competir con su amor por el placer. Elias era amigo de todas las fulanas, de todas las prostitutas y de todos los juerguistas de la ciudad. A las putas, sospecho, les gustaba yo porque era agradable y cortés, y quizá porque encontraban curiosa mi fisonomía hebrea. Elias, sin embargo, les gustaba porque con ellas se gastaba todo su dinero y era por tanto un invitado de honor en todas las casas de latrocinio de Londres.

Este modo de vida disoluto le hacía feliz, pero le dejaba escaso de liquidez. Por consiguiente, siempre estaba dispuesto a ofrecerme su colaboración por las pocas libras que pudiesen acabar en su bolsillo.

A la luz de la poca atención que brindaba Elias a las artes cirujanas, me sorprendió saber que estaba en algún lugar de la ciudad atendiendo a un paciente cuando fui a visitarle, de modo que esperé en el salón de la señora Henry, su casera. Era una viuda encantadora; en su día supongo que debió de ser bastante bonita, pero ahora, pasados los treinta y cinco, estaba en el otoño de su belleza. Sin embargo aún tenía encantos de sobra para mantenerme ocupado en un salón, y puesto que a menudo había detectado en ella un cariño especial por mi persona, el pasar el rato con ella albergaba para mí no pocas satisfacciones.

– ¿Viene usted hoy por algún asunto en concreto? -me preguntó la señora Henry al sentarnos. Me miraba fijamente a la cabeza.

Casi me había olvidado de que llevaba peluca. Me habría olvidado del todo de no ser por la calidez poco habitual de aquella tarde.

– Necesitaba parecer un gran caballero por un asunto de negocios en el que ando últimamente ocupado -le expliqué.

– Me encantaría que me contase más detalles -me dijo, mientras su criado traía el té en una bandeja con ruedas.

Pensé que la señora Henry tenía un servicio de lo más completo. El té no había adquirido aún su condición de necesidad doméstica, pero la señora Henry estaba enamorada del brebaje, y en la bandeja había gran variedad de exquisitas porcelanas. La taza que me sirvió era de una mezcla fuerte que, según me contó, le había en viado un hermano suyo que trabajaba en la Compañía de las Indias Orientales.

– Me han contratado para un asunto complejo, aunque carente de interés -le dije evasivamente, mientras le indicaba delicadamente que no quería el azúcar que estaba a punto de ponerme en el té.

– ¿Los hebreos no toman azúcar? -me preguntó con curiosidad genuina.

– Tanta como cualquiera, en teoría -contesté-. Pero este hebreo que tiene delante disfruta demasiado del sabor del té como para estropearlo con una dulzura excesiva.

Frunció el ceño confundida, pero me pasó la taza de todas formas.

– ¿Puede usted hablarme de ese trabajo?

– Me temo que no, señora. Opero en este momento bajo la confidencialidad más estricta. Quizá cuando el asunto se resuelva pueda informarle, omitiendo los nombres, como comprenderá.

Se inclinó hacia delante.

– En su trabajo debe usted enterarse de tantas cosas que los demás no saben.

– Usted hace que parezca mucho más interesante de lo que es, se lo aseguro. Sospecho que una mujer de su posición tiene mucho más conocimiento de lo que pasa en la ciudad que el que yo pueda llegar a tener nunca.

– Entonces, de necesitar usted alguna información, espero que no dude en pedírmela.