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Le agradecí su amabilidad en el momento en que Elias hacía su aparición, para obvia decepción de la señora Henry. Entró en la sala vistiendo un chaleco escarlata sobre una camisa azulona de volantes. Su peluca era demasiado grande, casi una reliquia de una moda ya pasada -un poco desigual en algunas zonas y con demasiados polvos-. Se derramaba por su rostro anguloso que, como el resto de su cuerpo, era delgado y estaba marcado por afiladas e inesperadas protuberancias del esqueleto. Los pantalones de Elias tenían un roto muy evidente por encima de la rodilla izquierda, y aunque lo suficientemente parecidos como para no llamar la atención, no pude evitar percibir que sus zapatos no eran exactamente del mismo color. Y aun así mi amigo entró con la dignidad de un conquistador de vuelta a su patria y el paso confiado de un cortesano favorito en tiempos de Carlos II.

– Hace tantísimo calor fuera, señora Henry -le dijo a su casera, agitando un pañuelo de color añil-. Lady Kentworth casi se desmaya, aunque apenas si le extraje un dedal de sangre. Tiene una constitución de lo más delicada, ¿sabe? Obviamente no está preparada para soportar estas temperaturas en el mes de octubre.

Elias había ido avanzando hacia la señora Henry, sin duda dispuesto a abonarle en cotilleos el alquiler que no podía pagarle, pero me vio dirigiéndole una débil sonrisa desde mi cómodo aunque raído sillón.

– Oh -dijo, como si yo fuera un recaudador de deudas-. Weaver.

– ¿Llego en mal momento, Elias?

Forzó una sonrisa, recomponiéndose.

– En absoluto. Sólo estoy ligeramente indispuesto, por este calor espantoso. Tú también, estoy seguro. ¿Te hago una sangría? -me preguntó, recuperándose de su momentánea confusión y mostrando la media sonrisa simiesca que reservaba para las ocasiones en las que quería incordiarme, bien a base de bromas, bien con peticiones de dinero.

Elias creía que mi negativa a ser sometido a flebotomías era posiblemente lo más entretenido que había visto nunca, y se mofaba de ello constantemente.

– Por supuesto, sángrame -le dije-. Y quizá quieras también despojarme de mis órganos vitales y meterlos en una caja, donde estén seguros.

– Te burlas de la medicina moderna -comentó Elias mientras cruzaba tranquilamente el salón y se sentaba-. Pero tus burlas no disminuyen el valor de mis habilidades quirúrgicas.

Se dirigió a la señora Henry.

– La verdad es que tomaría un poco de té, señora.

La señora Henry se ruborizó. Luego se puso en pie y, en una postura anormalmente estirada, se alisó las faldas.

– Espera usted muchos honores, señor Gordon, para ser un hombre que no me ha honrado a mí con la renta desde hace tres meses. Sírvaselo usted mismo -dijo al tiempo que abandonaba la habitación.

En cuanto ella hubo salido le pregunté a Elias cuánto tiempo hacía que compartía su cama.

Se sentó frente a mí y sacó su cajita de rapé, tomando una delicada pizca.

– ¿Tan evidente resulta, entonces?

Se volvió a mirar un cuadro colgado en la pared para que yo no fuese testigo de su bochorno. Elias siempre prefería que yo creyese que él sólo tenía éxito con las damas más hermosas de la ciudad. La señora Henry era aún agraciada, pero no era, ciertamente, del tipo con el que a Elias le gustaba que le identificasen.

– Nunca he oído que una casera se niegue a servirle a un huésped el té por ninguna otra razón -le expliqué-. Te lo aseguro, Elias, yo mismo he negociado mi propio alquiler de manera similar.

– ¡Dios! -exclamó, a punto de expeler el rapé por toda la habitación-. No estarás hablando de la marimacho con quien te alojas ahora, espero.

Me reí.

– No, no puedo decir que haya tenido el honor de compartir mi intimidad con la señora Garrison. ¿Crees que merece la pena intentarlo?

– He oído que los hebreos sois lascivos -me dijo Elias-, pero nunca he visto ninguna prueba de que te falte juicio.

– Yo tampoco he dudado del tuyo -le contesté, esperando hacer que se sintiera cómodo con mi descubrimiento.

Apartó la cajita de rapé y se levantó para servirse una taza de té.

– Bueno, ha sido un acuerdo bastante agradable, ¿sabes? No es una amante demasiado exigente, y el dinero que me ahorro en alquiler me viene bien.

– Elias -dije-, tu vida privada siempre me ha resultado fascinante, y me encantaría oírte contar tu conquista amorosa de todas las caseras de Londres, pero vengo por un asunto de trabajo.

Regresó a su sillón y tomó un sorbo cuidadoso del caliente brebaje.

– Un tema muy empelucado, ya veo. ¿Qué te ocupa el pensamiento, Weaver, ese pensamiento flemático en exceso y con necesidad de ser sangrado?

– Bastantes cosas, la verdad. Tengo un asunto complejo entre manos y otro peliagudo del que debo deshacerme antes de poder concentrarme en el primero.

Fortalecido por el excelente té de la señora Henry, me tomé tiempo para contarle a Elias no sólo lo de mi inesperado encuentro con Balfour sino también lo de mis problemas a la hora de recuperar la cartera de Sir Owen. Me sentía ya completamente tranquilo de compartir mis confidencias con Elias, puesto que aunque le gustaba el cotilleo como al que más, nunca había traicionado mi confianza cuando le había pedido silencio.

– No me sorprende en absoluto que a Sir Owen Nettleton le estén complicando la vida las putas y la viruela -me aseguró Elias, con un petulante y repentino movimiento de cejas.

– ¿Así que le conoces?

– Conozco a los más principales del mundo elegante igual que conozco a cualquiera en esta metrópoli. Además -añadió con la mirada estudiada del canalla astuto-, ¿quién te crees que ha tratado a Sir Owen cada vez que se contagia?

– ¿Qué puedes contarme de él?

Elias se encogió de hombros.

– Nada que no puedas imaginar. Tiene una hacienda grande y próspera en Yorkshire, pero lo que le renta no alcanza ni de lejos para cubrir los gastos de sus placeres. Es notorio que es un putañero y un seductor, excepcionalmente vigoroso además, incluso para mí. No me sorprendería que hubiera catado a todas las putas de la ciudad.

– Ya se enorgullece bastante de sus frecuentes escarceos con las damas de mala vida.

– Estos hombres de posibles tienen que hacer algo para ocupar el tiempo. Pero, veamos, ¿quién es esta fulana que le robó sus cosas? Me gustaría saber qué mercancía has dejado fuera de circulación con tu pequeña y desafortunada aventura.

Le di su nombre.

– ¡Kate Cole! -exclamó-. Caramba, pues yo también he probado su mercancía, y no es mala, todo hay que decirlo. Vaya, has arruinado a una puta que no estaba nada mal, Weaver.

– ¿Acaso soy el único en todo Londres que no se ha beneficiado a la tal Kate Cole? -exclamé.

– Bueno, no creo que sea demasiado tarde -me dijo Elias con una sonrisilla-. Seguro que te debe algo si le has pagado una habitación en el Patio de la Prensa. Puedes pagarte revolcones por un año con lo que te va a costar un mes en el Patio de la Prensa.

Abrí la boca para cambiar de tema, pero Elias, como de costumbre, se apoderó de la conversación.

– El asunto de Balfour, eso es interesante. Me imagino lo nervioso que te pondrías cuando le oíste hablar así de la muerte de tu padre. Ahora sí que te pondrás en contacto con tu tío.

Elias conocía mi distanciamiento de mi familia y, de hecho, me había animado con frecuencia a acercarme a mi tío. Él también había pasado varios años enfrentado con su propio padre. Siendo estudiante en la universidad de Saint Andrews, le llegaron a su padre rumores maliciosos, aunque absolutamente ajustados a la realidad, referentes al frecuente libertinaje de mi amigo. Esta información provocó la ruptura entre Elias y su familia, y en lugar de continuar con los estudios que le hubieran asegurado una carrera en el mundo de la medicina, Elias se vio obligado a abandonar y a establecerse como cirujano -sin tener así que cargar con el coste de asistir a los siete años de aprendizaje habituales-. Después de muchos años sin comunicarse con ellos, Elias consiguió resolver las dificultades que le separaban de su familia, si no del todo, sí al menos hasta el punto de recibir una asignación trimestral. Este estado de cosas parecía ser del agrado de todos, ya que el hermano mayor de Elias, quien heredaría la hacienda familiar, era un tipo enfermizo, y el patriarca deseaba tener una relación al menos cordial con Elias por si sucedía que el destino lo convirtiera a él en heredero. Yo me identificaba con facilidad con los problemas que le causaba a Elias ser el hijo menor, puesto que mi hermano mayor, José, siempre le pareció a mi padre estar destinado a grandes cosas, mientras que a mí, portador del defecto congénito de haber nacido cuatro años después que él, me había hecho sentir como un apéndice prescindible.