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Le narré a Elias los detalles de mi conversación con Balfour, y mi amigo empezó a interesarse menos en arreglar mi ruptura con mi familia que en saber más acerca de lo que Balfour creía que era la verdadera historia detrás de estas muertes.

– Debo decir, Weaver, que es ésta una investigación de lo más extraña. ¿Cómo vas a encontrar a un asesino a quien nadie ha visto y en cuya existencia nadie cree?

– No sé si podré. Pero me parece que primero debo ocuparme de Kate Cole.

– Créeme, Kate Cole es endiabladamente menos intrigante que tu asesino fantasma. Pero tienes razón, tenemos que ocuparnos de esas cartas, y eso sin duda me dará tiempo a pensar en cómo hemos de proceder para encontrar a ese criminal.

– Caramba, Elias, eres muy entusiasta. Balfour no me está pagando tanto como para poder compartir generosamente las ganancias contigo.

– Me insulta usted, caballero. Piensas que sólo voy detrás del dinero. Resulta que encuentro el reto estimulante, ¿sabes? Pero supongo que tu adinerado barón podrá recompensarme más generosamente que tu empobrecido advenedizo.

– Mi adinerado barón ha demostrado hasta ahora ser generoso.

Ahora ya había captado la atención de Elias, y le expliqué que estaba en un pequeño embrollo y que necesitaba que desempeñase un papel por mí.

– Suena tremendamente emocionante -me dijo, con los ojos chispeantes ante la idea de semejante aventura.

– Bueno, espero que no sea demasiado emocionante.

Había tramado un plan deliciosamente sencillo para rescatar las cartas de Sir Owen de manos del faltrero Arnold. Entraría en el Laughing Negro vestido de portero. Kate Cole sin duda le habría hablado a Arnold de un caballero musculoso, y no quería complicar las cosas haciendo que sospechara que yo podía ser el hombre que había matado a Jemmy. Elias, a quien nadie podía acusar de ser demasiado musculoso, entraría para hablar con Arnold y le explicaría que él era el dueño de las cartas. Yo le di permiso para ofrecerle un máximo de veinte libras por recuperarlas, aunque debía empezar con cinco libras, ya que aún me aferraba a una última esperanza de que el asunto de la cartera no me llevara a endeudarme. Si conseguía ganar unas pocas libras y Sir Owen, por su parte, hablaba bien de mí en público, entonces consideraría que mis esfuerzos habían merecido la pena.

Había aconsejado a Elias que cuando se las viese con el ladrón no debía mencionar el nombre de Sir Owen, puesto que había bastantes posibilidades de que no hubiese leído las cartas, o por lo menos de que no las hubiese leído enteras. Estaba convencido de que la contrición de Sir Owen y los sentimientos de su viuda eran un tema demasiado aburrido para un ladrón de poca monta. En cualquier caso, aunque supiera que las cartas no eran de Elias, no podía imaginarme que rechazara el dinero por una cuestión de principios.

Llegué al Laughing Negro hacia las siete de la tarde. Distinguí fácilmente a un hombre con mostachos cobrizos y el pelo fosco varios tonos más oscuro que la barba. Tenía un ojo azul frío y penetrante, el otro estaba muerto dentro de su cráneo. Éste era el hombre que Kate me había descrito. Estaba sentado a una mesa con cuatro tipos más, todos de aspecto tan peligroso como él y con idéntica falta de higiene. Era una pandilla sórdida y borracha, tirándose tristemente los dados de un lado a otro de la mesa. Me agencié una pinta de cerveza espumosa y me senté detrás de él tan cerca como pude, eligiendo un sitio desde donde poder observar a Arnold y a sus compañeros lo mejor posible sin que pareciese que lo estaba haciendo.

Elias entró exactamente como le había indicado. Su traje llamativo -todo en rojos y amarillos chillones- le convirtió en el objeto de las miradas de todo el local, y el escrutinio le puso nervioso enseguida. Me pareció, sin embargo, que su nerviosismo iba a sernos útil, ya que cualquier caballero se pondría nervioso en un sitio como aquél. Le había ocultado la descripción de Kate para que no llevara una idea preconcebida del tal Arnold, así que le preguntó al hombre de la barra, que le señaló al tipo que buscaba.

Elias avanzó despacio hacia la mesa, llevándose una y otra vez la mano a la empuñadura de su espada. Tuve cuidado de no mirarle con demasiada fijeza, por no arriesgarme a que estableciéramos contacto visual. Se acercó a Arnold y se colocó detrás de él.

– ¿Es usted, señor, un tal Quilt Arnold? -preguntó con la voz fuerte y declamatoria de un héroe de la escena.

Los hombres soltaron unas cuantas carcajadas antes de que Arnold levantara la vista, incapaz de imaginar qué podría querer de él aquel pollo.

– Pues sí -le dijo, sin esforzarse en esconder lo divertido que le parecía aquello-. Yo soy Arnold, milord. ¿Y qué?

– Sí -dijo Elias con una voz que delataba su temor-. Me dice una mujer llamada Kate Cole que tiene usted algo que me pertenece. Un paquete de cartas atadas con un lazo amarillo.

Arnold levantó una ceja espesa.

– ¿Esto se lo dijo antes o después de ir a Newgate?

– ¿Tiene las cartas sí o no?

El canalla le mostró una sonrisa amplia y amarilla.

– Así que eso es asunto suyo, ¿eh, milord? Bueno, pues ya que lo que está en mi poder es suyo, me alegra mucho decirle que las tengo yo -dijo, dándose unos golpecitos en la chaqueta-. Las tengo aquí mismo. Va a querer que se las devuelva, ¿no? ¿O acaso me equivoco?

Elias se puso derecho.

– Tiene razón.

Arnold no compartía con Elias el deseo de acabar pronto con aquella transacción. Se dio más golpecitos en la chaqueta. Le susurró algo al oído a uno de sus amigos y luego soltó una risa seca y espantosa que duró un minuto entero. Por fin se volvió de nuevo hacia Elias.

– ¿No le importará que me haya sonado las narices con ellas, verdad?

Elias sacudió la cabeza, intentando con todas sus fuerzas dar sensación de tranquilidad, y tal vez puede que hasta de irritación.

– Señor Arnold, estoy seguro de que su vida es tan aburrida que siente usted la necesidad de prolongar esta transacción, pero yo tengo otras cosas que hacer. Ahora quiero que me devuelva las cartas, y le daré veinte libras por ellas.

Me estremecí, y estaba convencido de que Elias también lo había hecho por dentro. Se había equivocado, y si Arnold quería regatear, ya no quedaba dinero con que hacerlo. Si yo me levantaba y le ofrecía a Elias más plata -de la que llevaba bien poca encima-, sabría que el negocio era más complicado de lo que parecía, y aguantaría, con la esperanza de conseguir aún más dinero.

– Cualquier hombre dispuesto a pagar veinte libras por unos cuantos papeles -dijo, echándose hacia atrás en la silla y extendiendo las piernas- estaría dispuesto a pagar cincuenta. Puesto que le pertenecen a usted, no sé si me entiende.

Elias me sorprendió con su valentía, pues Arnold era un villano imponente.

– No, señor -dijo-. No le entiendo. No he venido a regatear con usted. Le daré veinte libras por esas cartas o no serán para usted más que pañuelos para sus mocos.