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Permanecí en silencio unos minutos, recapacitando sobre todo esto.

– Muy bien, señor -me puse en pie y me terminé el vino de un largo trago-. Cuando tenga algo de que informarle se lo haré saber.

– No se olvide de lo que le dije sobre visitarme aquí -me dijo-. No sé si será usted consciente de ello, pero yo tengo una reputación que mantener.

Me daba cuenta de que la madre de Balfour no me iba a servir de nada, pero me preguntaba por cuánto tiempo respetaría los deseos de Balfour de que evitase al contable de su padre, D'Arblay. No mucho, pero no quería hacerle una visita a un hombre así sin prepararme. Era ya hora, lo sabía, de hacer lo que debí haber hecho hacía años, lo que tan a menudo había deseado y temido simultáneamente. Este asunto me proporcionaba la excusa que llevaba tiempo necesitando, y el vino que había tomado me daba el coraje que duran te tanto tiempo me faltó. Así que me hallé caminando con brío hacia Wapping, donde mi tío Miguel tenía el almacén.

La última vez que había visto a mi tío fue en el funeral de mi padre, estando yo de pie, con una docena de hombres más, representando a la familia y a miembros del enclave de Dukes Place, mirando silenciosamente al vacío junto a la tumba abierta, con el abrigo protegiéndome muy poco del frío inesperado y del viento y del chispeo incesante de la lluvia. Mi tío, el único hermano de mi padre, no hizo, a su vez, gran cosa para lograr que me sintiera bienvenido a mi regreso. Me indicó que acusaba mi presencia sólo alguna vez, al levantar la vista del libro de rezos sobre el que se inclinaba para que no se mojase, para lanzarme miradas llenas de sospecha, como si, de tener la oportunidad, fuera a vaciarles los bolsillos a los demás asistentes y desaparecer en la niebla. No podía evitar preguntarme si no estaría mi tío dolido por no haber vuelto yo a casa hacía tres años, cuando la muerte de su hijo, mi primo Aaron. Por aquel entonces yo seguía ganándome la vida por los caminos, como se suele decir, y ni me enteré de la muerte de Aaron hasta muchos meses después. Con todo candor: no sé si hubiera vuelto aun habiéndome enterado antes; Aaron y yo no nos habíamos caído muy bien de chicos, porque él era débil, miedoso y falso, y he de admitir que yo no me resistía a abusar de él. Él siempre me odió por monstruo, y yo a él por cobarde. Al hacernos mayores me di cuenta de que había llegado el momento de ser más cuidadoso controlando mis tendencias más rudas, y me esforcé en arreglar nuestra amistad, pero Aaron se limitaba a alejarse de mí cuando me dirigía a él en privado, o se burlaba de mí por mis carencias intelectuales cuando hablábamos en público. Cuando supe que le habían enviado al Este para dedicarse al comercio en Levante me alegré de haberme librado de él. Podía, no obstante, sentir lástima por mi tío, que perdió a su único hijo cuando el buque mercante naufragó en una tormenta, y el océano se tragó a Aaron para siempre.

Si mi tío me trató a mí como a un intruso inevitable en el funeral de mi padre, confieso que hice bien poco para convencerle de que me viera de otra manera. Me fastidiaba tener que pasar tiempo con esa gente; sentía resentimiento hacia mi padre por haber muerto, ya que su muerte me colocaba a mí en una posición incómoda. No me sorprendía saber que mi padre hubiera legado su herencia a mi hermano mayor, José, y no me decepcionaba que lo hubiera decidido así, pero saber que todo el mundo en el funeral me creía resentido me indignaba. Miré a mi alrededor nerviosamente mientras los dolientes rezaban sumisos en hebreo o conversaban en portugués, lenguas ambas que yo fingía haber olvidado, aunque me alarmó comprobar cuánto, efectivamente, había olvidado; estos idiomas a menudo me sonaban como lenguas ajenas, familiares gracias a la exposición prolongada a ellas, pero no inteligibles.

Ahora, al dirigirme a visitar a mi tío, me sentí de nuevo como un intruso a quien se debía mirar con sospecha e inquietud. Todos mis esfuerzos por relajar mi ánimo -mis recordatorios a mí mismo de que iba a visitar a Miguel Lienzo por un asunto de negocios; de que yo, como iniciador de la conversación, conservaría el poder de darla por finalizada cuando me viniera en gana- no lograron hacerme olvidar lo poco que me agradaba esta visita.

Hacía años que no visitaba el almacén, desde jovencito, cuando hacía recados para la familia. Era un local bastante grande, cerca del río, que se usaba tanto para el vino portugués que mi tío importaba como para la lana británica que exportaba. Mantenía también un negocio menos legal de batista francesa y otros textiles, productos víctima de los embargos recíprocos con nuestros enemigos al otro lado del Canal; pues siempre ha existido una gran diferencia entre el odio a los franceses por razones políticas y el gusto por los productos franceses por razones de moda. Por mucho que los periódicos y los parlamentarios lanzasen invectivas sobre el peligro de la milicia francesa, las damas y los caballeros seguían exigiendo ropas francesas.

Cuando entré en el almacén de mi tío, me invadió el denso olor de la lana, que me produjo una sensación de humedad y estrechez en el pecho. Era un lugar inmenso de techos altísimos, repleto de actividad, ya que tuve la suerte de llegar durante la visita de un inspector de aduanas. Trabajadores fornidos llevaban cajas de un sitio a otro y las apilaban, las embalaban o las abrían según deseara el inspector. Los empleados corrían de acá para allá con libros de inventario, intentando llevar la cuenta de lo que se movía y hacia dónde iba.

Me puse tenso como un boxeador cuando vi a mi tío al otro lado de la estancia, con una barra de metal en la mano, abriendo cajones de embalaje para un sapo gordo, informe, con marcas de viruela, que se ganaba la vida descubriendo delitos y aceptando sobornos de los mismos delincuentes. Su expresión me demostraba que no había encontrado ninguna de las dos cosas. Mi tío siempre había sido un hombre cauto. Igual que mi padre, creía que no hacía falta gran cosa para que los judíos fuesen expulsados de Inglaterra como había ocurrido en tantos países, incluso en la propia Inglaterra hacía mucho tiempo. Obedecía las leyes, por lo tanto, siempre que podía, y las desobedecía con cuidado cuando no le era posible. Hacía falta algo más que un inspector corriente para localizar su contrabando.

Me quedé mirándole, admirando su porte y el respeto que despertaba. En el funeral de mi padre, el tío Miguel no me había parecido más viejo de lo que le recordaba. El pelo se le había empezado a tornar de color, su barba recortada estaba casi completamente encanecida y las arrugas de su rostro daban fe de sus casi cincuenta años, pero había aún juventud en su mirada y energía en sus movimientos. No se había paseado nunca por un ring, pero era un hombre ágil, de músculos elásticos, y se complacía en llevar ropas bien cortadas que realzaban su figura. No se atrevía con las modas francesas que importaba subrepticiamente, pero sus trajes estaban confeccionados con las mejores telas, estaban siempre inmaculadamente limpios, eran de color oscuro y recordaban el sobrio estilo del mundo de los negocios de Amsterdam, donde se había criado.

Mientras estaba allí de pie, un hombre de tez más bien oscura y de mediana edad se me acercó con obvia cautela. Pude ver que era judío, aunque bien afeitado y vestido, prácticamente como un comerciante inglés -botas, rudos pantalones y camisa de lino, un sobretodo de protección pero no decorativo-. No llevaba peluca, y su verdadero pelo, como el mío propio, estaba peinado hacia atrás para que pareciera que llevaba peluca con coleta. Mirando a este hombre, inglés de traje y maneras, pero judío de cara -al menos reconocible como judío por otros judíos-, me pregunté si sería así como me verían los ingleses que me rodeaban: vestido sin ostentación, bien aseado, y a pesar de todo ello, absolutamente extranjero.