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– Me ofenden sus palabras, Weaver. Puede que mi familia esté pasando estrecheces en este momento, pero haría usted bien en recordar que yo nací caballero.

– Igual que yo -dije, mirándole directamente a los ojos enrojecidos. Había sido un golpe bajo. Su familia era advenediza, y él lo sabía. Se había ganado tan ambiguo título, el de caballero, gracias a las agresivas operaciones de su padre como comerciante de tabaco, no por la grandeza de su sangre. De hecho, yo recordaba que el viejo Balfour había causado cierta conmoción entre los comerciantes tabaqueros más establecidos por enojar a los hombres a los que contrataba para descargar sus naves. A los trabajadores portuarios, por costumbre, siempre se les había pagado salarios bajos, que ellos complementaban redistribuyendo calladamente los cargamentos que manejaban. En el caso de los barcos que llevan tabaco, el proceso se conoce como «arrambleo»: los trabajadores simplemente hunden las manos en las pacas de tabaco, arramblan con cuanto pueden y luego lo revenden por su cuenta. Es cierto que en la práctica se trataba de una especie de robo autorizado, pero hacía años que los comerciantes de tabaco se habían percatado de que sus porteadores se estaban haciendo con parte del cargamento, así que se habían limitado a bajar los salarios y a hacer la vista gorda.

El viejo Balfour, sin embargo, tomó la desafortunada iniciativa de contratar vigilantes para asegurarse de que nadie le esquilmaba el cargamento, pero se negó a subir los salarios en compensación. Los trabajadores recurrieron a la violencia -abrieron varias pacas de hierba a golpes y soltaron temerariamente todo su contenido-. El viejo Balfour sólo se rindió cuando sus compañeros tabaqueros le convencieron de que si seguía con esa alocada medida se arriesgaba a una revuelta y a la destrucción de las mercancías de todos ellos.

Que este hijo de mercader afirmase que la suya era una vieja familia era evidentemente absurdo -ni siquiera era una vieja familia de comerciantes-. Y aunque en esos días había, como lo hay hoy, algo decididamente inglés en un comerciante rico, constituía todavía una afirmación relativamente nueva e incierta que el hijo de un hombre semejante se arrogase la posición de caballero. Mi declaración de que nuestras familias eran equiparables le produjo una especie de ataque. Parpadeó como si intentase disipar una visión, y su cara se contrajo en espasmos de irritación hasta que recuperó el control de sí mismo.

– Creo que no es casual que los asesinos de mi padre hicieran que pareciese un suicidio, porque así a todos nos avergüenza hablar de ello. Pero a mí no me avergüenza. Usted ahora me cree sin blanca, y piensa que vengo a rogarle que me ayude como si fuera un indigente, pero usted no sabe nada de mí. Le pagaré veinte libras para que dedique una semana a investigar este asunto -hizo una pausa para darme tiempo a reflexionar sobre tamaña suma-. Que yo deba pagarle algo para desvelar la verdad acerca del asesinato de su propio padre debería suponerle una deshonra, pero yo no respondo de sus sentimientos.

Estudié su rostro, buscando señales de no sé bien qué: ¿falsedad?, ¿duda?, ¿temor? Vi sólo una nerviosa determinación. Ya no dudaba de que fuera quien decía ser. Era un hombre desagradable; sabía que me disgustaba profundamente y estaba seguro de que él tampoco sentía por mí afecto alguno, y sin embargo no podía negar mi interés en las afirmaciones que hacía sobre la muerte de mi padre.

– Señor Balfour, ¿vio alguien lo que usted afirma que fue la simulación de un suicidio?

Agitó las manos en el aire para demostrar la necedad de mi pregunta.

– No sé de nadie que lo viera.

Insistí.

– ¿Ha oído algún rumor, señor?

Me miró con asombro, como si hablase en un idioma desconocido.

– ¿Rumores? ¿De boca de quién? ¿Me cree usted el tipo de persona que conversaría con alguien que hablase de estas cosas?

Suspiré.

– Entonces estoy confuso. ¿Cómo puedo encontrar a un criminal si no tiene usted ni testigos ni contactos? ¿Dónde se supone, concretamente, que debo investigar?

– Yo no conozco su trabajo, Weaver. Me parece que está usted actuando con endemoniada cerrazón. Usted ha llevado a hombres ante la justicia en el pasado: igual que lo hizo entonces, debe hacerlo ahora.

Intenté sonreírle con cortesía y, lo admito, también con condescendencia.

– Siempre que he llevado a alguien frente a la justicia, señor, ha sido en casos en los que alguien conocía la identidad del maleante, y mi trabajo consistía en localizarle. O puede que haya habido algún crimen en el que el canalla era desconocido, pero los testigos vieron que tenía riesgos muy distintivos: digamos, por ejemplo, que tenía una cicatriz encima del ojo derecho y que le faltaba un pulgar. Con información de esa naturaleza puedo hacerle preguntas a la clase de gente que puede conocerle y así enterarme de su nombre, de sus costumbres y, finalmente, de su paradero. Pero si el primer paso es su creencia, ¿cuál será el segundo paso? ¿A quién debo preguntar ahora?

– Me escandaliza usted con sus métodos, Weaver -hizo una breve pausa, quizás para mitigar su desagrado-. No puedo hablarle de segundos pasos ni decirle qué rufianes son los adecuados para que usted les pregunte acerca del asesinato de mi padre. Su negocio es su negocio, pero imagino que considerará el tema de suficiente interés como para aceptar mis veinte libras.

Me quedé un rato en silencio. No deseaba otra cosa más que echar a aquel hombre, puesto que siempre había estado dispuesto a sacrificar lo que fuera con tal de evitar cualquier contacto con mi familia. Pero veinte libras no eran suma pequeña para mí, y aunque temía el terrible día del encuentro, sabía que necesitaba alguna fuerza exterior que me empujara a restablecer el contacto con aquellos a quienes había descuidado durante tanto tiempo. Y había algo más: aunque entonces no hubiera sido capaz de explicar por qué, la idea de investigar un asunto tan opaco me intrigaba, ya que me daba la impresión de que Balfour, pese a la fanfarronería con la que presentaba sus opiniones, tenía razón. Si se había cometido un crimen, lo razonable era que pudiese ser desvelado, y me agradaba la idea de lo que el éxito en una investigación de esta naturaleza podría suponer para mi reputación.

– Espero pronto otra visita -dije por fin-. Y estoy muy ocupado.

Él empezó a hablar, pero no le dejé seguir.

– Investigaré este asunto, señor Balfour. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero no tengo tiempo de investigarlo inmediatamente. Si han matado a su padre, entonces tiene que haber alguna razón para ello. Si se trata de un robo, necesitamos conocer más detalles acerca de ese robo. Quiero que vaya usted y haga averiguaciones lo más exhaustivas posibles sobre sus asuntos. Hable con sus amigos, con sus parientes, con sus empleados, con quienquiera que a usted le parezca que pueda albergar sospechas similares. Hágame saber dónde puedo encontrarle, y dentro de unos días iré a verle.

– ¿Para qué voy a pagarle, Weaver, si he de ser yo quien haga su trabajo?

Esta vez mi sonrisa fue menos benigna.

– Es cierto, tiene usted toda la razón. En cuanto tenga un momento iré yo mismo a hablar con la familia, los amigos y los empleados de su padre. Para que me reciban, les diré enseguida que es usted quien me envía para hacerles preguntas. Quizás desee usted informarles de antemano de que esperen la visita de un judío llamado Weaver que vendrá a indagar a fondo en los asuntos de la familia.

– No puedo permitir que ande usted molestando a esas personas -tartamudeó-. Por Dios, usted haciéndole preguntas a mi madre…

– Entonces, a lo mejor, como le vengo sugiriendo, quiera ser usted quien haga las averiguaciones.

Balfour se puso en pie, actuando con compostura de caballero.

– Veo que es usted un hábil manipulador. Haré algunas pesquisas discretas. Pero espero tener noticias suyas muy pronto.

Yo ni hablé ni me moví, pero Balfour no se dio por enterado, y en un instante había desaparecido de mis aposentos. Permanecí inmóvil durante un rato. Pensé acerca de lo acontecido y de su posible significado, y luego cogí la botella de oporto.