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Y así comenzó mi trabajo como protector, vigilante, alguacil, guardia de alquiler y apresador de ladrones. Esta última ocupación resultó ser la más lucrativa, puesto que por llevar a los criminales ante la justicia recibía, no sólo el pago de mi patrón, sino también la cuantiosa recompensa de cuarenta libras que ofrecía el Estado. Tres o cuatro botines de esta clase en el curso de un año suponían un salario generoso para un hombre de mi posición.

Digo con cierto orgullo que pronto me labré una reputación de hombre honrado, ya que es cosa bien sabida que los apresadores de ladrones son, por lo general, tunantes de la peor calaña, a quienes les es indiferente la inocencia o la culpabilidad del pobre desgraciado al que arrastran frente al juez sólo por la recompensa que acompaña a la condena. Cuando yo establecí mi negocio, hice saber que no iba a tener nada que ver con los trucos de los apresadores de ladrones, y que me ocuparía sólo de capturar villanos y de recuperar bienes robados. Hice esto no sólo para evitar colocarme al otro lado de la ley, sino también para que existiese algún hombre en quien las víctimas de robos pudiesen confiar.

Para mi desgracia había poco trabajo como apresador de ladrones en los días en los que mi historia comienza, puesto que un conocido granuja llamado Jonathan Wild había empezado a labrarse una reputación como Apresador Mayor. Wild parecía obrar milagros para las incontables víctimas de robo en todo Londres, ya que era capaz de descubrir el paradero de prácticamente todos los ladrones de la ciudad, y podía recuperar casi todos los objetos robados. Como sabemos hoy, y como sabíamos muchos entonces, Jonathan Wild podía hacer todo esto porque apenas había un solo caco en Londres que no fuese su empleado. Cuando alguien descubría que le había sido sustraído algún objeto, a menudo encontraba más práctico pagar a los propios ladrones para que devolviesen lo robado que contratar a un hombre como yo que no podía ofrecer garantía alguna de recuperarlo. Wild nunca daba garantías, pues se hacía pasar por un ciudadano preocupado que simplemente ofrecía su ayuda, pero rara vez había oído yo que no fuera capaz de recuperar algo robado. Según la costumbre, sus víctimas ponían anuncios en el Daily Courant informando de los objetos que deseaban recuperar. No solía transcurrir mucho tiempo antes de que la víctima recibiese noticias del señor Wild, explicándole que creía poder ayudarle si el buen señor o señora estuviera dispuesto a ofrecerle al ladrón la mitad o tres cuartas partes del valor del objeto robado. No era un trato justo, pero era más justo que tener que reemplazar lo robado, así que de este modo los ciudadanos de Londres recuperaban sus objetos perdidos y alababan al hombre que los había robado. Wild, por su parte, recibía por su botín mucho más dinero del que podría haber soñado de haberlo ofrecido a un perista o intentado venderlo por su cuenta. Se había enriquecido tanto con estas tretas que se decía que tenía agentes en casi todas las ciudades de importancia de Inglaterra y que poseía barcos de contrabando que navegaban constantemente entre estas costas y las de Francia y Holanda con cargamentos ilegales.

A pesar de su gran éxito, siempre hubo gente que tenía bien calado a Wild y nunca hizo negocios con él. Sir Owen Nettleton era uno de estos caballeros; había venido a mí con un encargo apenas dos días antes de mi encuentro con Balfour. Sir Owen era un hombre simpático, y me agradó enormemente casi de inmediato. Se presentó en mi sala de visitas, orgulloso y jovial, un poco gordo y un poco borracho. A algunos les avergonzaba venir a verme a mi barrio -quizás porque Covent Garden era una zona demasiado poco elegante, quizás porque no deseaban entrar públicamente en casa de un judío-, pero Sir Owen era antes que nada abierto y conspicuo. Tras estacionar su inconfundible carroza dorada y turquesa justamente a la puerta de la casa de la señora Garrison, entró, descaradamente dispuesto a dar su nombre a quienquiera que se lo preguntase.

Tenía casi cuarenta años, creo, pero su atuendo y su temple le daban el aspecto de un hombre al menos diez años más joven. Lo suyo era todo colores alegres, hilo de plata y bordados de fantasía, y su rostro risueño tenía un aire aún más ancho y rubicundo bajo el toldo enorme de su larga y espesa peluca perfectamente blanca. Sentado cómodamente en la butaca frente a mí, habló de los chismes de la ciudad y se bebió buena parte de una botella de madeira antes de dejar caer que quisiera tratar algún asunto conmigo. Finalmente dejó el vaso y caminó hacia la ventana detrás de mi silla y escudriñó la calle. Se puso tan cerca de mí que me sentí algo mareado por la bruma de su generosa aplicación de perfume de algalia.

– Hace una espléndida tarde de domingo, para ser octubre, ¿no le parece? Una tarde de domingo espléndida.

– Sí que es una tarde espléndida -concedí, un poco ansioso ya por que Sir Owen fuese al grano.

– Hace una tarde tan espléndida -explicó- que no puedo contarle mi encargo bajo techo. Necesitamos aire fresco, señor Weaver, y sol, diría yo. Démonos una vuelta por St. James.

Esta propuesta me pareció de lo más agradable, así que nos dirigimos hacia la escalera, donde fuimos objeto de las desvergonzadas e inquisitivas miradas de mi casera y tres de sus amigas, igualmente corpulentas y amargas, que, encorvadas en torno a una mesa de naipes, jugaban al piquet con apuestas bajas. Sin duda la señora Garrison se quedó boquiabierta cuando me vio entrar en la elegante carroza de Sir Owen.

Bien, yo he vivido en Londres casi toda mi vida, y con frecuencia he sido testigo del espectáculo que ofrece St. James en una tarde gloriosa de domingo, pero, debido en no poca medida a la exclusión social que supone ser un judío de limitadas posibilidades económicas, nunca pensé que pudiera algún día participar en él. Y sin embargo, allí estaba yo, paseándome al lado de un elegante barón, sintiendo el sol en la cara mientras sorteaba a lo largo del parque a incontables caballeros y damas de buena sociedad. Me enorgullezco de que no me abrumara toda aquella vivacidad, pero fue un entretenimiento deslumbrante observar las reverencias y los saludos, el muestrario de los últimos estilos en chaquetas y tocados, en pelucas y lazos y sedas y faldas. Creo que Sir Owen era el hombre ideal para iniciarme en este ambiente, pues se relacionaba con un nutrido grupo de damas y caballeros, y dirigió y recibió su buena cuota de reverencias, pero tampoco tenía tantos conocidos como para impedir que diésemos un paso. Así que nos paseamos entre el beau monde, al frágil calor del verano moribundo, y Sir Owen me contó sus dificultades.

– Weaver -comenzó mientras caminábamos-, no soy hombre dado a ocultar sus sentimientos. Permítame decirle que me gusta su aspecto. Me da usted la impresión de ser un hombre en quien puedo confiar.

Sonreí para mis adentros por su forma de expresarse.

– Procuraré en todo momento ser digno de esa confianza.

Sir Owen se detuvo y me miró a la cara con fijeza, moviendo la cabeza de lado a lado mientras inspeccionaba mis facciones.

– Sí, me gusta su aspecto, Weaver. Viste usted como un hombre sensato, y se conduce como un hombre sensato también. Puede que ni me hubiera dado cuenta de que es usted judío, aunque supongo que tiene la nariz un poco más grande de lo que un inglés permitiría, en sentido estricto, pero ¿qué más da?