El médico tuerto no les prestaba atención. Bird preguntó al anestesista:
– Con respecto a la ambulancia… ¿pueden usar la sirena para saltarse los semáforos también en el camino de regreso?
– ¿En el camino de regreso!
Los dos bomberos repitieron la pregunta al unísono, intercambiaron una mirada con los rostros encendidos como borrachos y soltaron una carcajada que dilató las aletas de sus narices. Bird se sintió molesto tanto por la estupidez de su pregunta como por la respuesta obtenida. Su malestar estaba relacionado, a través de un delgado tubo, con el tanque de ira, inmensa y oscura, comprimida dentro de él. Una ira que no lograba liberar había crecido en su interior desde la madrugada, cada vez más intensa.
Pero ahora los dos hombres parecieron sosegarse, como si lamentaran haberse reído de un joven padre desafortunado. Su evidente aflicción aplacó la ira de Bird. Incluso le remordió la conciencia. ¿Acaso no había sido él mismo el promotor de la situación, con una pregunta absurda y fuera de lugar? ¿Y esa pregunta acaso no había salido de un cerebro, el suyo propio, avinagrado por la pena y la falta de sueño?
Bird miró el capacho del bebé que llevaba bajo el brazo.
Ahora era como un agujero vacío que hubiera surgido en vano. En el capacho sólo quedaba una sábana doblada, un poco de algodón y un rollo de gasa. La sangre que había en el algodón y la gasa, aunque conservaba el rojo intenso, ya no evocaba la imagen del bebé con la cabeza vendada, inhalando oxígeno por los tubos de goma aplicados a su nariz. Bird ni siquiera lograba recordar con precisión lo grotesco de la cabeza del bebé, ni el débil destello de la película de grasa que le recubría su piel. Incluso ahora, el bebé se alejaba de él a toda velocidad. Bird experimentó una mezcla de alivio culpable y temor infinito. Pensó: Muy pronto le olvidaré por completo. Una vida procedente de la oscuridad eterna y que se mantuvo latente durante diez meses de existencia fetal, [En Japón, el período de embarazo se considera como de diez meses. (N. de la T.)] saboreó algunas horas de cruel incomodidad y volvió a descender a la oscuridad, definitiva y permanente. Tal vez le olvide enseguida. Pero cuando llegue mi hora final quizá le recuerde, y si al recordarle aumentan mi agonía y mi temor a la muerte, habré cumplido una pequeña parte de mis obligaciones como padre.
Llegaron a la entrada principal del ala central. Los dos bomberos corrieron en dirección al aparcamiento. Como su profesión los mantenía siempre relacionados con emergencias, el correr sin aliento debía de representar su actitud normal ante la vida. Cruzaron la resplandeciente plaza de cemento a toda prisa, como perseguidos por un demonio hambriento. Entretanto, el doctor de un solo ojo telefoneó a su hospital desde una cabina y habló con el director. Le explicó la situación en pocas palabras. La suegra de Bird se puso luego al teléfono.
– Es su suegra -le dijo el doctor, dándose la vuelta-. ¿Quiere hablar con ella?
¡Mierda, no!, hubiera deseado gritar Bird. Desde las frecuentes conversaciones telefónicas de la noche anterior, el sonido de la voz de su suegra le acosaba como el zumbido inevitable del mosquito, provocándole una sensación de amenaza. Bird cogió el auricular con displicencia.
– El especialista de cerebro todavía no ha efectuado su examen. Tengo que volver aquí mañana por la tarde.
– Pero ¿con qué objeto? ¿Qué esperas conseguir? -La suegra preguntó con un tono de voz como considerándole responsable directo de la desgracia.
– Tiene objeto, porque resulta que el bebé sigue vivo -dijo Bird, y esperó a que la mujer le replicase.
Pero ella calló. Sólo se oía el sonido débil de una respiración dificultosa.
– Voy hacia allá y se lo explicaré todo -dijo Bird y se dispuso a colgar el auricular.
– ¡No! Por favor, no vengas -exclamó ella, y enseguida agregó-: Mi hija cree que has llevado al bebé a una clínica del corazón. Si vienes ahora, sospechará. Sería mejor que vinieras mañana, cuando ya esté más tranquila, y le dijeras que el bebé murió del corazón. Contacta conmigo sólo por teléfono.
Bird estuvo de acuerdo.
– Entonces iré a la universidad y le explicaré a su esposo lo ocurrido -empezó a decir cuando oyó que del otro lado colgaban el auricular.
De modo que a la mujer también le molestaba la voz de su yerno. Bird colgó y recogió la cesta del bebé. El doctor de un solo ojo ya estaba en la ambulancia. Bird colocó la cesta sobre la camilla y dijo:
– Gracias por todo. Creo que regresaré por mi cuenta.
– ¿Volverá solo a casa? -preguntó el doctor.
– Sí -respondió Bird, queriendo significar «me voy yo solo».
Tenía que informar a su suegro acerca de las circunstancias del nacimiento. Después le quedaría tiempo libre. En comparación con regresar junto a su suegra y su esposa, una visita al profesor se le aparecía como una promesa de auto-salvación.
El doctor cerró la puerta y la ambulancia se alejó como un vehículo normal, respetando el límite de velocidad y con la sirena apagada. Bird atisbó que el doctor y el anestesista se acercaban al conductor, seguramente para chismorrear sobre él y su bebé. Pero no le importó. La conversación con su suegra le había proporcionado un inesperado tiempo para él mismo, para pasarlo como le apeteciera. Esa idea le refrescó el cerebro.
Comenzó a cruzar la plaza del hospital, ancha y larga como un campo de fútbol. A mitad de camino, se dio la vuelta y contempló el edificio donde acababa de abandonar a su primer hijo, un bebé al borde de la muerte. El edificio era gigantesco, de aspecto altanero, como una fortaleza. Brillante a la luz del sol de comienzos de verano, hacía que el bebé que gemía en alguno de sus rincones pareciera más insignificante que un grano de arena.
¿Qué ocurrirá si, efectivamente, vuelvo mañana? Podría extraviarme en el laberinto de esa fortaleza, vagar aturdido por pasillos y escaleras. Quizá no encontraría nunca a mi bebé moribundo, o tal vez ya muerto. Esta idea apartó todavía más a Bird de su infortunio. Atravesó el portal de entrada y se alejó calle abajo.
Media mañana: las horas más estimulantes de un día a principios de verano. La brisa le hacía recordar las excursiones escolares, y sintió que las mejillas y los lóbulos de las orejas se le estremecían de placer. Alejadas de cualquier restricción consciente, las neuronas de su piel absorbían la dulzura de la estación y la hora. Y al poco una sensación de liberación alcanzó la superficie de su conciencia.
Antes que nada me lavaré y afeitaré. Bird entró en la primera peluquería que encontró. Y el peluquero le condujo al sillón como a un cliente cualquiera, sin advertir ninguna señal de desgracia. Convirtiéndose en la persona que veía el peluquero, Bird lograría escapar de su tristeza y aprensión. Cerró los ojos. Una toalla caliente y pesada, con olor a desinfectante, bañó en vapor sus mejillas y su mandíbula. Cuando niño, Bird había oído un Rakugo sobre una peluquería: el joven peluquero tiene una toalla endiabladamente caliente, demasiado caliente para enfriarla en las manos o incluso para sujetarla, así que la arroja, tal y como está, sobre la cara del cliente. Desde entonces, Bird no podía contener la sonrisa cuando cubrían su rostro con una toalla caliente. Incluso ahora sonreía. Algo intolerable. Bird se estremeció y borró la sonrisa. Pensó en el bebé. La sonrisa había delatado su culpabilidad.
La muerte de un bebé vegetal. Contempló la desgracia de su hijo desde el ángulo más doloroso. La muerte de un bebé vegetal, que sólo tiene funciones vegetativas, no iba acompañada de sufrimiento. Muy bien, pero ¿qué significa la muerte para un bebé así? ¿O la vida? El germen de una existencia aparece sobre una llanura de nada extendida durante millones de años, y allí crece durante diez meses. Evidentemente, un feto no tiene conciencia; tan sólo se acurruca formando una bola y existe en un mundo oscuro y mucoso. Luego sale peligrosamente al mundo exterior, donde todo es duro, frío, estridente, seco y de un fulgor impetuoso. Un mundo que el bebé no puede abarcar por entero y se ve obligado a vivir con numerosos entes extraños. Pero, para un bebé vegetal, esa estancia en el mundo exterior sólo consiste en unas pocas horas de sufrimiento incomprensible. A continuación, el instante de sofocación y, una vez más, vuelve a ser la fina arena de la nada en la llanura que abarca infinitos años. ¿Y si en realidad existía un juicio final? ¿En qué categoría de los Muertos podría emplazarse, juzgarse y sentenciarse a un bebé vegetal muerto a poco de nacer? ¿Acaso las pruebas no resultarían insuficientes para cualquier juez? ¡Pruebas totalmente irrelevantes!, pensó Bird sofocándose. Podrían llamarme como testigo y ni siquiera sería capaz de identificar a mi propio hijo, a no ser por la protuberancia de la cabeza. Bird sintió un dolor agudo en el labio superior.