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– Todavía es de día, Bird. Si quieres dormir puedes utilizar mi cama. Yo me iré en cuanto anochezca.

– O sea, abandonas a un amigo en desgracia, te marchas en un coche deportivo escarlata y me dejas aquí.

– Cuando un amigo en desgracia está ebrio, lo mejor que puedes hacer es dejarlo en paz. De lo contrario, ambos podríamos lamentarlo más adelante.

– ¡Tienes toda la razón! Dominas lo mejor de la sabiduría humana. ¿Por eso vas a toda velocidad en el MG hasta el amanecer?

– Algunas veces, Bird. Necesito hacer rondas… Como el personaje del cuento que hace dormir a los niños con su arena mágica, yo busco a los niños que no consiguen dormir.

Cuando Bird logró por fin levantarse de la silla, débil y pesado, pasó un brazo alrededor de los hombros robustos de Himiko y se encaminó al dormitorio. Se sentía como si fuese el cuerpo de otro hombre. Un enano alegre bailaba dentro del sol ardiente de su cabeza, desparramando polvo de luz como el hada de Peter Pan en la película de Disney. Bird rió, la alucinación le hacía cosquillas. Al derrumbarse sobre la cama alcanzó a exclamar:

– ¡Himiko! ¡Eres como una dulce y comprensiva tía abuela!

Bird se durmió. En su sueño, un hombre cubierto de escamas se movía a través de una plaza crepuscular. Tenía ojos oscuros y tristes, y una boca horrible como de salamandra. Pero enseguida le envolvió el remolino de un crepúsculo negro rojizo: el ruido de un coche deportivo alejándose. Un sueño profundo, completo.

Durante la noche Bird despertó dos veces. Himiko no estaba. Lo despertaron voces sofocadas y persistentes desde el exterior.

– ¡Himiko! ¡Himiko!

La primera voz todavía tenía eco de adolescente. A la siguiente vez oyó la voz de un hombre de mediana edad. Saltó de la cama, separó las cortinas y espió al visitante nocturno. A la pálida luz de la luna vio a un caballero menudo vestido de esmoquin. Con su cabeza redonda, en forma de huevo, alzada hacia la ventana, el hombrecillo llamaba a Himiko con expresión sombría, como desconcertado y asqueado de sí mismo. Bird se dirigió a la habitación contigua en busca de la botella de whisky. Bebió de un trago lo que quedaba, se refugió nuevamente en la cama de su amiga y se durmió al instante.

CAPÍTULO V

El gemido invadió su sueño una y otra vez hasta que, a regañadientes, se despertó. Al principio pensó que él mismo había gemido; de hecho, al abrir los ojos, los numerosos demonios que se reproducían en su vientre perforaron sus entrañas con minúsculas flechas y le obligaron a suspirar de dolor. Pero ahora volvió a oír un gemido que no provenía de su garganta. Sin moverse, levantó sólo la cabeza y miró hacia abajo: Himiko dormía sobre el suelo, en el espacio que había entre la cama y el televisor. Y gemía como un animal poderoso, transmitiendo sonidos como señales del mundo de su sueño. Las señales indicaban temor.

Bird observó que el rostro joven, redondo y ceniciento de Himiko se endurecía, como dolorido, y luego se aflojaba en una expresión estúpida. La sábana se le había deslizado hasta la cintura. Bird le escudriñó el cuerpo. Tenía los pechos como hemisferios perfectos, pero le colgaban a ambos lados de forma poco natural, evitándose el uno al otro. La zona entre ambos era ancha, plana y algo sosa. Bird sintió que ese pecho inmaduro le era familiar: debía de haberlo visto aquella noche invernal en el depósito de madera. Sin embargo, los costados de Himiko y su prominente vientre, casi oculto bajo la sábana, no le producían nostalgia alguna. Podía percibirse un atisbo de la grasitud que la edad comenzaba a instalar en su cuerpo, pero eso pertenecía a una parte de la vida de Himiko que Bird ignoraba por completo. Probablemente esas raíces adiposas se extenderían como el fuego y modificarían por completo la forma de su cuerpo. Incluso sus pechos perderían la poca juventud y frescura que aún conservaban.

Himiko volvió a gemir y de pronto sus ojos se abrieron como sobresaltados. Bird simuló dormir. Cuando un minuto después abrió los ojos, Himiko dormía nuevamente. Ahora permanecía inmóvil como una momia, tapada hasta el cuello por las sábanas, sumida en un sueño tan silencioso e inexpresivo como el de un insecto. Seguramente había llegado a un acuerdo con los ogros que poblaban su sueño. Aliviado, Bird cerró los ojos y volvió a concentrarse en su estómago, que se comportaba como un chantajista amenazante. De pronto, el estómago se le hinchó hasta invadir todo su cuerpo y su conciencia. Algunos fragmentos de pensamiento pretendieron escapar hacia el centro de su cerebro: ¿cuándo había regresado Himiko? ¿Ya habrían llevado al bebé a la mesa de disección, con la cabeza vendada como Apollinaire? ¿Sería capaz de acabar la clase de hoy sin ningún contratiempo? Pero la presión ejercida por su estómago los desalojó uno a uno. Bird se sintió a punto de vomitar y el temor enfrió la piel de su cara.

¿Qué pensará de mí si vomito en la cama? En cierta ocasión, cuando era un buen hombre, le robé la virginidad mediante una especie de violación, a la intemperie, en pleno invierno, ¡y ni siquiera fui consciente de lo que hacía! Años después, vengo a pasar la noche en su habitación, me emborracho por completo y cuando despierto estoy a punto de vomitar en su cama. ¡Cómo se puede llegar a ser tan despreciable! Bird eructó varias veces y se incorporó en la cama, padeciendo un intenso dolor de cabeza. Le costó mucho alejarse de la cama pero, finalmente, logró encaminarse hacia el cuarto de baño. Comprobó sorprendido que sólo llevaba puesta la ropa interior.

Cuando cerró la puerta de cristal y estuvo recluido en el baño, vislumbró con satisfacción cierta posibilidad inesperada: quizá lograse vaciar su estómago sin que Himiko lo pillara. Si al menos pudiera vomitar con la delicadeza de un saltamontes…

De rodillas, apoyó los codos en la taza del retrete, bajó la cabeza y esperó, en actitud de piadosa oración, a que la tensión de su estómago explosionara. Su rostro, antes frío por completo, ahora se sonrojaba de calor, y enseguida volvía a entumecerse y helarse. Visto desde su posición, el retrete era una inmensa garganta blanca, con agua clara en su estrecho fondo.

La primera oleada de náusea lo golpeó. Bird emitió un sonido como un ladrido. El cuello estirado se le endureció y vomitó violentamente. Un líquido picante le llenó la nariz, y las lágrimas se le escurrieron hasta la porquería que tenía pegada alrededor de la boca. Sintió nuevas náuseas y vomitó débilmente los restos que le quedaban en el esófago. La cabeza le daba vueltas; era hora de darse un respiro momentáneo. Se enderezó como un fontanero tras realizar su trabajo, se secó la cara y se sonó la nariz ruidosamente. ¡Ah!, suspiró. Pero aún no había terminado. Una vez empezaba a vomitar, generalmente lo repetía al menos dos veces. Y la segunda vez tenía que valerse de los dedos en la garganta. Volvió a suspirar, previendo la agonía, y bajó la cabeza. El interior del water ofrecía un aspecto desolador. Bird cerró los ojos, asqueado. Buscó a tientas la cadena y tiró de ella. Cuando abrió los ojos, la gran garganta estaba nuevamente limpia, boquiabierta como antes. Bird se metió un dedo en su garganta y vomitó otra vez. Lamentos y lágrimas, chispas amarillas en su cabeza… Cuando terminó, se secó los dedos, las mejillas y la boca, y se desplomó contra el water. ¿Compensaría esto, por lo menos en parte, los sufrimientos del bebé?, se preguntó, y en seguida se ruborizó de su propia desvergüenza. No hay padecimiento más estéril que la agonía de una resaca: a través de él no puede expiarse el sufrimiento de ninguna persona.

No puedes ser tan cretino como para permitirte una compensación tan falsa, ni siquiera el tiempo que dure un parpadeo de tu cerebro, se amonestó Bird severamente. Sin embargo, el alivio que sentía después de vomitar y el relativo silencio momentáneo de los demonios en su estómago, le concedieron los primeros momentos tolerables del día. Hoy tenía que dictar una clase y luego probablemente rellenar impresos en el hospital, si el bebé ya había muerto. También tendría que contactar con su suegra para comunicarle la muerte del bebé y para decidir de común acuerdo cuándo convendría informar a su esposa. Sin duda, un programa abrumador. Y heme aquí, en el cuarto de baño de Himiko, desplomado contra el water y aturdido al máximo. ¡Qué historia más extraordinaria! Pese a ello, Bird no sentía temor ante una situación tan acuciante. Por el contrario, esta media hora de total irresponsabilidad tenía el dulce sabor de la autosalvación. Encogido sobre el suelo, consciente tan sólo del picor que sentía en la nariz y la garganta, Bird era como una especie de hermano del bebé al borde de la muerte. Mi única gracia es que no berreo a gritos como los recién nacidos, pero mi conducta es diez veces más lamentable…