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De ser posible, Bird hubiese preferido arrojarse dentro del water cuando tiró de la cadena, y ser arrastrado al infierno de una cloaca. En vez de ello, escupió, se apartó trabajosamente del water y abrió la puerta de cristal. Casi había olvidado a Himiko, pero ahora vio que estaba totalmente despierta y seguramente intuyendo el ridículo drama desarrollado en el cuarto de baño y el silencio que le siguió. La muchacha continuaba acostada en el suelo, con los ojos abiertos e iluminada oblicuamente por un tenue rayo de luz que se filtraba por la ventana. Lo único que podía hacer era escurrirse hacia su ropa, que permanecía al pie de la cama. Mientras tanto, Himiko probablemente observaría su vientre fláccido y sus muslos fibrosos.

– ¿Me has oído vomitar como un perro? -preguntó con voz tímida.

– ¿Como un perro? Los perros no suelen hacer semejante escándalo -respondió Himiko con voz soñolienta, mirando a Bird con sus apacibles ojos abiertos.

– Era un San Bernardo grande como una vaca -dijo Bird.

– Sonaba doloroso… ¿Has terminado?

– De momento, sí.

Bird se tambaleó en dirección a la cama y tropezó con las piernas de Himiko. Finalmente logró llegar hasta los pantalones y, mientras se los ponía, dijo:

– Creo que esta mañana volveré a tener náuseas. Siempre me sucede. Hacía tiempo que no bebía y que no tenía resaca. Así que probablemente ésta será la peor de mi vida. Ahora que lo pienso, me parece que sé el motivo de aquella borrachera interminable: intentaba curarme una resaca con un nuevo trago, y de ese modo caí en una infinita espiral alcohólica.

Bird trató de imprimir a sus palabras un aire burlón, pero terminó con una nota amarga imposible de ocultar.

– ¿Por qué no vuelves a intentarlo?

– Hoy no puedo permitirme estar borracho.

– Un zumo de limón te reanimará. En la cocina encontrarás algunos limones.

Bird fue a la cocina. En el fregadero, bañados por un rayo de luz típico de la escuela flamenca -que penetraba a través de una ventana con vidrios mate-, una docena de limones brillaban tan intensamente que los nervios del estómago se le estremecieron.

– ¿Siempre compras tantos limones?

Tras ponerse los pantalones y abotonarse la camisa, Bird había recuperado el dominio sobre sí mismo.

– Depende, Bird -respondió Himiko, indiferente a la pregunta.

Bird, otra vez sofocado, preguntó:

– ¿A qué hora regresaste? ¿Toda la noche fuiste por ahí en ese MG?

Himiko no contestó y le miró con sorna. Bird agregó apresuradamente, como si tal información fuese cruciaclass="underline"

– En plena noche estuvieron aquí dos amigos tuyos. Uno parecía joven, y el otro un señor maduro con una cabeza como un huevo. Le vi pero no lo saludé.

– ¿Saludarlo? Naturalmente que no tenías por qué saludarlo -dijo Himiko.

Bird miró su reloj de pulsera: eran las nueve. Su clase comenzaba a las diez. Un instructor de academia preuniversitaria que tuviera la valentía de quedarse en casa sin dar parte o de llegar retrasado a una clase, sin duda sería un hombre extraordinario. Bird no era ni tan intrépido ni tan tonto. Se anudó la corbata al tacto.

– Me he ido a la cama con ellos algunas veces. Creen que eso les da derecho a presentarse aquí en medio de la noche. El joven es un tipo raro; no le interesa especialmente dormir conmigo, pero sí estar presente cuando estoy en la cama con otro, por si lo necesitamos. Ya sabes, espera a que alguien esté conmigo para presentarse. ¡Y eso que los celos lo consumen!

– ¿Le has brindado la oportunidad que está buscando?

– ¡Desde luego que no! -replicó Himiko-. Ese chico tiene algo con los adultos. Si alguna vez te lo encuentras, haría lo imposible por complacerte. Tú has recibido esa clase de atenciones muchas veces. ¿Acaso no había chicos en los cursos inferiores que te adoraban? También los habrá en tus clases. Siempre he pensado que los chavales de esas características te considerarían un héroe.

Bird negó con la cabeza y entró en la cocina. Sintió frío en la planta de los pies y se dio cuenta de que todavía no se había puesto los calcetines. No le sería fáciclass="underline" si contraía el estómago al agacharse por los calcetines, quizá vomitara nuevamente. Se estremeció. Pero era agradable sentir el suelo. Lo mismo que sujetar un limón bajo el grifo abierto. Escogió un limón grande, se hizo el zumo y lo bebió. Una sensación de alivio, que recordaba de otras ocasiones similares, fría y estimulante, le bajó desde la garganta hasta el estómago. Regresó al dormitorio en busca de los calcetines.

– Ese limón ha hecho un buen trabajo -le dijo a Himiko.

– Si vomitas otra vez, tendrá gusto a limón. Quizá te agrade.

– Gracias por alentarme.

Bird sintió que el alivio producido por el zumo se diluía como la niebla bajo el viento.

– ¿Qué buscas? Pareces un oso persiguiendo un cangrejo.

– Mis calcetines -murmuró. Sus pies desnudos le parecían ridículos.

– Están dentro de tus zapatos. Los he puesto ahí.

Bird dirigió a Himiko, que yacía aún en el suelo envuelta en una manta, una mirada de duda. Supuso que se trataría de una costumbre de Himiko en cuanto sus amantes se acomodaban en la cama. Probablemente tomaba esa precaución para que ellos pudieran huir, descalzos y zapatos en mano, en caso de que se presentara un amante más grande y apasionado.

– Tengo que irme -dijo Bird-. Esta mañana tengo dos clases. Has sido muy amable.

– ¿Volverás? Bird, es posible que nos necesitemos.

El grito de un mudo no hubiese dejado más atónito a Bird. Himiko lo miraba con sus gruesos párpados bajos y el ceño fruncido.

– Quizá tengas razón. Quizá nos necesitemos el uno al otro.

Como un explorador que atraviesa un terreno pantanoso, lleno de espinas, vegetación y alambradas, Bird se abrió camino medrosamente a través de la sala de estar en penumbra. Una vez en el vestíbulo, se inclinó y se calzó calcetines y zapatos a toda prisa, temeroso de una nueva náusea.

– Hasta pronto -dijo Bird-. Que duermas bien.

Himiko permaneció en silencio.

Bird salió afuera. Una mañana de verano, llena de luz tan acre como el vinagre. Al pasar junto al MG observó que la llave de encendido estaba puesta. Cualquier día lo robarían. La idea lo entristeció. ¡Himiko! ¿Cómo una compañera de estudios diligente, cuidadosa y astuta, se había convertido en una persona tan desconcertante? Se había casado y al poco tiempo su joven esposo se había suicidado. Y ahora, tras la catarsis de conducir a toda velocidad en plena noche, tenía sueños que la hacían gemir de terror.

Bird pensó en retirar la llave. Pero si regresaba a la habitación donde su amiga yacía en la oscuridad, le resultaría muy difícil volver a salir. Bird desechó la idea y miró a su alrededor: en ese momento no había ladrones de coches en la vecindad, se consoló. En el suelo, junto a una de las ruedas, había una colilla de cigarro. Seguramente el hombre con cabeza de huevo la había arrojado allí. Sin duda habría muchas personas que querían cuidar de Himiko con más devoción y afecto que Bird.

Sacudió la cabeza bruscamente y aspiró hondo varias veces para defenderse del cangrejo de la resaca. Pero no pudo librarse de cierto sentimiento que le intimidaba, y abandonó el callejón radiante de luz con la cabeza gacha.