.Pues sí, sonaba bien; y lo recordó con facilidad. Es un buen presagio; de todos los telegramas que he leído, éste es el más interesante. Tendría que lograr eliminar las náuseas… Bixd prosiguió su reconstrucción: el héroe se zambulle con los ojos abiertos en el océano y ve que algo fluye por el fondo. Si esto aparece en este pasaje, lograré terminar sin vomitar. Es un hechizo. Bird continuó: héroe salí del agua, regresé al hotel y recogí el siguiente telegrama. Tal como Bird lo recordaba: COULD YOU COME HOTEL MONTANA MADRID AM RATHER IN TROUBLE BRETT. Sin embargo, el héroe se había marchado de la playa y no se mencionaba ni una palabra sobre nadar con los ojos abiertos bajo el agua. Bird se sorprendió: ¿la habría confundido con otra novela de Hemingway? La duda rompió el hechizo y Bird perdió la voz. Su garganta se abrió en millones de grietas secas y la lengua se le hinchó desmesuradamente. Levantó la mirada hacia las cien caras como cabezas de moscas, y sonrió. Fueron cinco segundos de ridículo y desesperado silencio. A continuación, Bird se desplomó sobre sus rodillas, apoyó las manos sobre la madera del suelo y, con un gruñido, comenzó a vomitar. Lo hizo como un gato con náuseas, con el cuello tenso y separado de los hombros. Parecía un insignificante demonio retorciéndose bajo el pie de un enorme rey Deva. Bird esperaba que, al menos, su particular estilo de vomitar resultara gracioso, pero su actuación distaba mucho de ser divertida. Eso sí, cuando el vómito volvía a bajarle por la garganta, tenía un marcado gusto a limón, tal como había vaticinado Himiko. Como la violeta que florece en el muro del calabozo, se dijo Bird, mientras intentaba recuperar la compostura. Pero este ardid psicológico se desvaneció ante los violentos espasmos que ahora experimentaba: un gruñido que parecía un trueno le abrió la boca y su cuerpo se puso rígido. A los lados de su cabeza fue creciendo una negrura similar a las anteojeras para caballos, y su campo visual se oscureció. Anheló hundirse en algún lugar todavía más oscuro, más profundo, y saltar desde allí a otro universo.
Un segundo después constató que seguía en el mismo universo. Lagrimeando, bajó la mirada hasta el charco de vómito. Un charco pálido, ocre rojizo, sembrado de sedimentos de limón amarillo brillante. Vistas desde un avión a baja altura, en una época del año desolada y marchita, las llanuras de África tal vez fueran de ese color; acechando en la sombra de los vestigios cítricos había hipopótamos y osos hormigueros y cabras monteses salvajes. ¡Sujeta el paracaídas, coge tu rifle y salta con la velocidad de un saltamontes!
La náusea había cedido. Bird se frotó la boca con una mano sucia de bilis y se puso de pie.
– Dadas las circunstancias, hoy terminaremos antes la clase -dijo con un tono de voz moribundo.
Las cien cabezas de mosca parecían comprender. Bird empezó a recoger sus cosas. De pronto, una cabeza de mosca se puso en pie de un salto y comenzó a gritar. Los labios rosados del chico gesticulaban, y su cabeza de campesino, redonda y afeminada, adquirió un tono rojo vibrante. Pero la boca amortiguaba sus palabras y tenía un leve tartamudeo, resultaba difícil comprender lo que decía. Poco a poco, la cuestión fue aclarándose. En principio, el alumno había criticado el insólito comportamiento de Bird frente a su clase, pero cuando comprobó que éste sólo respondía con un aire de perplejidad, se lanzó al ataque como un demonio. Durante un rato disertó sobre el elevado coste de la enseñanza, el poco tiempo que restaba para los exámenes de ingreso, las esperanzas que ellos habían depositado en la academia con vistas al ingreso en la universidad, y la indignación ante lo recién sucedido, que traicionaba sus expectativas. Lentamente, como el vino se convierte en vinagre, la consternación de Bird fue convirtiéndose en temor. Sintió que se transformaba en un mono lémur aterrorizado. En breve, la indignación del que hablaba contagiaría a las restantes noventa y nueve cabezas de mosca. Bird sería rodeado por un centenar de individuos furiosos, sin la menor posibilidad de huida. Una vez más comprendió cuan poco entendía a los alumnos que instruía semana a semana. Un enemigo inescrutable apoyado en la fuerza de cien lo había acorralado. Y para peor, las sucesivas oleadas de náusea habían hecho desaparecer todas sus fuerzas.
La agitación del acusador fue en aumento hasta llegar casi a las lágrimas. Pero Bird no hubiese podido responderle, aunque lo hubiera intentado: tenía la garganta totalmente seca y no segregaba ni una gota de saliva. Lo más que podía hacer era emitir un chillido como de pájaro. ¡Ah!, se lamentó en silencio, ¿qué debía hacer? En la vida siempre me acechan estos peligros latentes, a la espera de que tropiece y me caiga. Y esto es muy diferente de los peligros que un aventurero encontraría en África. En esta trampa no puedo desmayarme ni morir en forma violenta. Sólo puedo mirar fijamente, aturdido, hacia la empalizada de la trampa por siempre. Quisiera enviar un telegrama AM RATHER IN TROUBLE… Pero ¿a quién?
En ese momento, un joven de aspecto listo que estaba sentado en medio del aula se puso en pie y dijo pausadamente:
– ¡Basta ya!, ¿quieres?… ¡Deja de quejarte!
El ambiente duro y espinoso que crecía en toda la clase desapareció al instante, como si hubiera sido un espejismo. En su lugar cobró vida una excitación divertida, y los alumnos hablaron a viva voz y soltaron carcajadas. Era el momento oportuno. Bird puso el libro sobre la caja de tizas y se dirigió hacia la puerta. Cuando salía, volvió a escuchar gritos y se dio la vuelta: el alumno de la arenga estaba a cuatro patas en el suelo, en idéntica posición a la de Bird vomitando, y olisqueaba el charco de vómito.
– ¡Apesta a alcohol! -gritó el muchacho-. ¡Es una resaca! ¡Hijoputa! ¡Apelaré al director y te denunciaré para que te echen de una patada en el culo!
¿Una denuncia?, se preguntó Bird, y de pronto comprendió: ¡Ah! ¡Una denuncia! El joven apaciguador se puso en pie nuevamente.
– ¡Oye, tú, no pensarás comértelo! -dijo con un tono de voz que provocó una carcajada general.
A salvo de su acusador, Bird bajó por la escalera de caracol. Quizá Himiko tenía razón y efectivamente existía un grupo de jóvenes dispuestos a acudir en su ayuda en cuanto se metiera en líos o problemas. Durante los minutos que tardó en descender los escalones, aunque de vez en cuando frunciera el entrecejo ante la acidez que sentía en la boca y la garganta, durante esos escasos minutos, Bird se sintió feliz.
CAPITULO VI
Bird se detuvo, indeciso, en el cruce de corredores que conducían a los diversos servicios del hospital. Un paciente joven que avanzaba en silla de ruedas le obligó a hacerse a un lado con una mirada poco amistosa; donde se suponía que debían estar sus pies llevaba una radio anticuada de gran tamaño. Bird se pegó a la pared, desconcertado. El paciente volvió a mirarlo con hostilidad, como si Bird simbolizara a todos los que llevaban su cuerpo sobre dos pies, y luego avanzó por el corredor a toda velocidad. Bird lo vio alejarse y suspiró. Si su bebé todavía estaba vivo, debía ir inmediatamente a la unidad de cuidados intensivos, en caso contrario tendría que dirigirse a las oficinas de pediatría y hacer los arreglos necesarios para la autopsia y la cremación. Tenia que decidir. Comenzó a caminar hacia las oficinas: había apostado por la muerte del bebé, y lo tuvo presente. En este momento, él era el gran enemigo de su bebé, el primer enemigo que tenía en la vida, el peor. Si la vida fuera eterna y existiera un dios que juzgase, pensó, le declararían culpable. Pero ahora su culpabilidad, al igual que la pena que había sentido en la ambulancia cuando comparó al bebé con Apollinaire, tenía el sabor de la miel.