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Apresuró el paso, como si fuera a reunirse con una amante. Buscaba una voz que le anunciara la muerte del bebé, para luego hacer los trámites necesarios (la autopsia sería sencilla porque el hospital cooperaría en las formalidades; la cremación resultaría más problemática). Hoy rezaré sólo yo por el alma del bebé; mañana informaré a mi esposa. El bebé ha muerto de una herida en la cabeza y ahora se ha convertido en un lazo de carne entre nosotros…, le diré algo así. Nos las arreglaremos para que nuestra vida familiar se normalice. Y entonces, una vez más, las mismas insatisfacciones, los mismos deseos postergados, África tan lejos como siempre…

A través de la ventanilla de recepción, Bird le explicó el caso a una enfermera.

– ¡Ah, sí! Usted quiere ver al bebé de la hernia cerebral -dijo ella alegremente. Era una mujer de mediana edad. Alrededor de los labios le crecían algunos pelos oscuros-. Vaya directamente a la unidad de cuidados intensivos. ¿Sabe dónde está?

– Sí, pero… -respondió Bird con voz ronca y débil-. El bebé… ¿no ha muerto?

– Desde luego que no. Se alimenta bien y tiene brazos y piernas sanos y fuertes. ¡Enhorabuena!

– Pero… la hernia cerebral…

– Sí, tiene una hernia cerebral. -La enfermera le sonrió-. ¿Es su primer hijo?

Bird asintió con la cabeza y se dirigió a toda prisa hacia la unidad de cuidados intensivos. De modo que había perdido la apuesta. ¿Cuánto tendría que pagar? En un recodo del corredor volvió a encontrarse con el paciente de la silla de ruedas, pero esta vez siguió adelante con decisión y el inválido tuvo que apartarse de su camino. Bird ni siquiera se percató de sus padecimientos y frustraciones por no tener pies. Bird estaba tan vacío por dentro como un depósito sin mercancías. En lo más profundo de su cabeza y su estómago, la resaca seguía entonando una canción venenosa. Avanzando irregularmente, Bird continuó por el corredor a toda prisa. El pasillo que enlazaba las distintas salas internas se elevaba como un puente colgante, lo cual acrecentó la sensación de desequilibrio en Bird. Y el corredor que atravesaba las salas parecía una alcantarilla oscura que se prolongaba hacia una luz débil y distante. Con el rostro ceniciento, Bird aceleró el paso hasta casi correr.

La puerta de la unidad de cuidados intensivos, como la entrada a una cámara frigorífica, estaba recubierta por placas metálicas. Bird susurró su nombre a una enfermera, como si estuviera diciendo algo vergonzoso. Otra vez se sentía incómodo por tener un cuerpo, al igual que cuando se había enterado de que el bebé era anormal. La enfermera lo condujo al interior de la sala. Mientras ella cerraba la puerta, Bird se miró en un espejo y su cara desencajada le pareció la de un maníaco sexual. Asqueado repentinamente, apartó la mirada, pero el rostro ya le había quedado grabado en la mente. Tuvo el presentimiento de que a partir de entonces sufriría mucho cada vez que recordara ese rostro.

– ¿Sabe cuál es el suyo?

De pie junto a Bird, la enfermera le hablaba como si él fuera el padre del bebé más sano y hermoso de todo el hospital. Pero no sonreía, ni siquiera tenía aspecto compasivo. Bird pensó que esa pregunta constituía el interrogatorio habitual en la unidad de cuidados intensivos. Y advirtió que el resto de enfermeras y doctores que se hallaban en la sala habían interrumpido sus quehaceres y le miraban silenciosos y expectantes.

Bird recorrió con la mirada la habitación de los bebés, al otro lado del enorme cristal. La presencia de las demás personas en la sala desapareció de su conciencia. Como un puma que recorre la planicie con ojos secos y feroces en busca de una presa débil, Bird observó a cada uno de los bebés. La sala estaba iluminada chillonamente: ya estaban en verano, en el vientre del verano. Había veinte cunas y cinco incubadoras. Los bebés que estaban en estas últimas sólo se veían como formas desdibujadas envueltas en niebla. Los que estaban en las cunas parecían demasiado desnudos. El veneno de la luz fulgurante los había marchitado a todos. Parecían un rebaño del ganado más dócil del mundo. Algunos apenas movían los brazos y las piernas, pero incluso en ellos los pañales y las batas de algodón parecían tan pesados como trajes de buzo. Todos daban la impresión de personas encadenadas. Algunos tenían las muñecas atadas a la cuna o los tobillos sujetos con tiras de gasa, y de esa manera presentaban un aspecto más nítido de prisioneros débiles y diminutos. Los bebés guardaban un silencio uniforme. Bird se preguntó si el cristal apagaría sus voces. Pero no, como tortugas afligidas y sin apetito, todos mantenían la boca cerrada. La mirada de Bird buscaba. Ya no recordaba la cara de su hijo, pero la cabeza tenía una marca inconfundible. ¿Cómo había dicho el director del hospital?: «¿Apariencia? ¡Parece que tiene dos cabezas! En cierta ocasión escuché algo de Wagner, Bajo la doble águila…». Seguro que el hijoputa era fanático de la música clásica.

Bird seguía sin encontrar al bebé con la cabeza adecuada. Una y otra vez examinó la fila de cunas. De pronto, todos los bebés abrieron la boca y comenzaron a llorar y a moverse. Bird titubeó. Se dio la vuelta hacia la enfermera, como preguntando qué sucedía. Pero nadie en la sala prestaba la menor atención al jaleo de los bebés. Todos observaban a Bird, en silencio y expectantes.

– ¿Ya lo ha adivinado? Está en una incubadora. Ahora bien, ¿qué incubadora supone usted que es la casa de su bebé? -preguntó la enfermera, continuando con el juego.

Obediente, Bird se inclinó hacia la incubadora más cercana y descubrió a un bebé tan pequeño como un pollo desplumado, con una piel extraña, cuarteada y llena de manchas oscuras. El bebé estaba desnudo, una bolsa de vinilo encerraba su pene como una crisálida y el cordón umbilical estaba envuelto en gasa. Como los enanos de los cuentos de hadas ilustrados, le devolvió la mirada a Bird con una expresión prudente similar a la de un anciano, como si él también participara en el juego de la enfermera. Aunque no se trataba de su bebé, la apariencia de viejo tranquilo que se consume sin rechistar le inspiró a Bird un sentimiento de camaradería. Luego se enderezó y se dio la vuelta hacia las enfermeras, como diciéndoles que no estaba dispuesto a continuar con el jueguecito. Los reflejos y la disposición de las incubadoras impedían ver en el interior de las otras cuatro.

– ¿Todavía no lo ha adivinado? Es la incubadora que está al fondo, junto a la ventana. La acercaré para que pueda ver al bebé.

Bird se enfureció. Pero entonces comprendió que el juego era una especie de ritual iniciático en la unidad de cuidados intensivos pues, ante esta señal de la enfermera, los demás médicos y enfermeras volvieron a sus cosas y conversaciones.

Observó con paciencia la incubadora que le habían indicado. Desde que había entrado en la sala se encontraba bajo la influencia de esta enfermera, y poco a poco iba perdiendo su resentimiento y la necesidad de resistirse. Ahora se sentía débil y resignado, incluso podría haber estado con tiras de gasa como los bebés que lloraban al unísono. Bird suspiró, se secó las manos sudorosas y luego la frente, los ojos y las mejillas. Se presionó los párpados con los dedos y saltaron llamas negruzcas, tuvo la sensación de que se despeñaba a un abismo, se tambaleó…

Cuando abrió los ojos, la enfermera ya estaba del otro lado del cristal y le acercaba la incubadora. Bird se animó, se puso tenso y apretó los puños. Entonces vio al bebé. Ya no tenía la cabeza vendada como Apollinaire. A diferencia de los demás bebés, tenía la piel tan roja como un langostino hervido y con un extraño aspecto lustroso. El rostro le resplandecía como recubierto por tejido nuevo procedente de una quemadura recién sanada. Considerando el modo en que tenía cerrados los ojos, parecía como si soportara una gran incomodidad, sin duda originada por el bulto que sobresalía de la parte posterior del cráneo como otra cabeza roja. Seguro que producía una sensación de pesadez, de molestia, como un ancla sujeta a la cabeza. ¡Esa cabeza larga y afilada, modelada por el útero! Machacaba dentro de Bird las aristas del shock con más brutalidad que el propio bulto, y le producía una náusea espantosa que afectaba su existencia de manera fundamental. Para la enfermera que observaba sus reacciones, Bird hizo un gesto con la cabeza como diciendo «¡Ya estoy harto!» o algo que ella no podía comprender. El bebé ya no estaba al borde de la muerte, ¿crecería con su bulto craneal? El bebé seguía vivo y oprimía a Bird, incluso comenzaba a atacarle. Envuelto en esa piel roja de langostino, el bebé comenzaba a vivir ferozmente con un ancla a rastras en el cráneo. ¿Una existencia vegetativa? Quizá. Un cactus mortal.