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La enfermera asintió con la cabeza, como satisfecha por las reacciones de Bird, y retiró la incubadora. Una ráfaga de llanto infantil volvió a soplar. Bird bajó los hombros y dejó la cabeza colgando. El llanto cargaba su cabeza inclinada, como la pólvora carga una pistola de pedernal. Deseó que hubiera una cuna o una incubadora para él, llena de vapor flotando como niebla; Bird estaría acostado en ella, respirando a través de sus branquias como un pez.

Cuando regresó, la enfermera le dijo:

– Por favor, haga el trámite de hospitalización cuanto antes. Deberá dejar un depósito de treinta mil yenes.

Bird asintió.

– El bebé toma leche y mueve los brazos y las piernas sin problemas.

¿Por qué diablos tenía que tomar leche y hacer ejercicio?, se preguntó Bird… y se contuvo. Sus continuas quejas, que estaban convirtiéndose en un hábito, le asqueaban.

– Si espera aquí, llamaré al pediatra que lleva el caso.

Bird quedó solo. Nadie le prestaba atención. Las enfermeras que pasaban con pañales y bandejas de biberones lo empujaban con sus codos extendidos, pero nadie lo miraba a la cara. Bird se disculpaba con un susurro. Entretanto, había aparecido un hombrecillo que parecía enfadado con uno de los médicos:

– ¿Cómo puede estar seguro de que no hay hígado? ¿Y cómo puede ocurrir semejante cosa? Ya he oído la explicación un centenar de veces, pero no acabo de comprenderlo. ¿Es verdad que el bebé no tiene hígado? ¿Es verdad, doctor?

Bird se instaló en un lugar que no estorbara los desplazamientos apresurados de las enfermeras. Allí permaneció, inclinado como un sauce, mirándose las manos sudorosas. Parecían guantes húmedos. Bird recordó las manos del bebé, manos grandes como las suyas, de dedos largos. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró al hombrecillo. Rondaba los cincuenta años y desarrollaba una lógica pertinaz en su conversación con el doctor; llevaba calzones marrones y camisa deportiva demasiado grande para su cuerpo delgado. Sus brazos y cuello estaban tostados en una tonalidad tan oscura como el cuero; eran nervudos y le daban un aspecto de notable vulgaridad. Era la clase de piel y de músculos que tienen los trabajadores manuales que no poseen capacidad física para realizar su tarea y sufren fatiga crónica. El cabello ensortijado del hombrecillo estaba pegado a la frente y tenía un gran cráneo plano; el conjunto daba un aspecto aceitoso e indecente. La frente era demasiado ancha y los ojos, opacos. La pequeñez de los labios y la mandíbula rompía el equilibrio del rostro. Era un obrero manual, evidentemente, pero no un simple operario. Probablemente colaboraba tanto en el trabajo pesado como en la responsabilidad de llevar una pequeña empresa. La forma de hablar y comportarse del doctor correspondían a las de un funcionario de rango secundario, y el hombrecillo parecía querer inclinar los argumentos en su favor, aduciendo una ambigua autoridad. Pero de tanto en tanto se daba la vuelta y miraba a las enfermeras y a Bird con ojos que traslucían una inminente derrota, como si reconociera una desgracia de la que nunca conseguiría recuperarse. Un hombrecillo extraño.

– No sabemos cómo ha podido ocurrir. Supongo que no es más que un accidente. Pero de hecho su bebé no tiene hígado. Las deposiciones son blancas, ¡completamente blancas! ¿Alguna vez ha visto algo así? -interrogó el doctor con soberbia, intentando desembarazarse del tozudo hombrecillo.

– He visto pollos recién nacidos deponer blanco. Y los pollos tienen hígado, ¿no es cierto? La mayoría de los pollos tienen hígado, ¡pero los recién nacidos deponen blanco!

– Ya lo sé, pero no estamos hablando de pollos… Se trata de un bebé humano.

– Pero ¿de verdad es tan raro un bebé con disposiciones blancas?

– ¿Disposiciones blancas? -interrumpió el doctor, enfadado-. Un bebé con disposiciones blancas sería algo más que raro, sin duda. ¿Acaso se refiere usted a deposiciones blancas?

– Sí, eso, deposiciones blancas. Las criaturas sin hígado hacen blanco, eso lo comprendo. Pero ¿automáticamente todos los bebés que hacen deposiciones blancas no tienen hígado? ¿Es así, doctor?

– ¡Se lo he explicado cien veces, señor mío!

La voz indignada del médico sonó como un grito de dolor. Pretendía mofarse del hombrecillo pero su rostro estaba contraído y los labios le temblaban.

– ¿Sería tan amable de repetírmelo una vez más, doctor? -La voz del hombrecillo de pronto sonaba tranquila y amable-. El hecho no es cuestión de risa, ni para mí ni para mi hijo. Es un problema serio, ¿verdad, doctor?

El médico se rindió. Sentó al hombrecillo frente a su escritorio, cogió un historial médico y comenzó a explicar. El diálogo entre ellos ahora no se oía, salvo cuando la voz del hombrecillo sobresalía con un tono de duda. Bird intentaba escuchar lo que hablaban, cuando un hombre de bata blanca entró presuroso por la puerta y cruzó enérgicamente la sala hasta un punto situado a espaldas de Bird.

– ¿Está aquí el padre del bebé de la hernia cerebral? -preguntó el hombre, seguramente un médico, con voz aguda.

– Sí -dijo Bird dándose la vuelta-, soy el padre…

El doctor le examinó con ojos de tortuga. También la barbilla y la garganta colgante y fláccida recordaban a una tortuga…, una tortuga brutal y altanera. Sin embargo, en sus ojos blancuzcos e inexpresivos se advertía un atisbo de sencillez y bondad.

– ¿Es su primer hijo? -preguntó el doctor, mientras observaba a Bird desconfiado-. Debe de sentirse desconcertado…

– Sí…

– Hasta ahora no se detectan cambios dignos de mención. En los próximos días lo examinará un experto en cirugía cerebral. Nuestro subdirector es una eminencia en ese campo. Desde luego, antes de la operación el bebé tendrá que fortalecerse, de lo contrario sería un fracaso. ¿Sabe?, tenemos demasiado trabajo de cirugía cerebral, los cirujanos no pueden perder tiempo innecesariamente.

– Entonces… ¿Lo someterán a una operación?

– Si el bebé se fortalece lo suficiente como para resistirla, sí -respondió el doctor, malinterpretando la vacilación de Bird.

– ¿Existe posibilidad de que crezca con normalidad si lo operan? En el hospital donde nació dijeron que, a lo sumo, podría esperarse una especie de vida vegetativa.

– Vegetativa… no sé si es la denominación adecuada…

El doctor no dijo más. Bird lo miró a la cara, esperando que volviera a hablar. Y de pronto sintió crecer en su interior una pregunta de extrema bajeza, una especie de neblina negra que había nacido cuando se enteró de que el bebé seguía vivo: ¿Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, pasar el resto de nuestras vidas prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso? Tengo que… librarme de él. Además, ¿qué ocurriría con mi viaje a. África? En un impulso de autodefensa, como si el bebé estuviera atacándole desde la incubadora, Bird se preparó para la batalla. Al mismo tiempo se ruborizó y comenzó a sudar, avergonzado de sí mismo. Tenía un oído sordo a causa del ruido de la sangre que se precipitaba a su través, y los ojos se le enrojecieron como golpeados por un puño inmenso e invisible. El sentimiento de vergüenza le hizo lagrimear. Si al menos pudiera librarme de la carga que implica un bebé vegetal, pensó. Pero no podía preguntarle al doctor cómo hacerlo, su bochorno era demasiado pesado. Desesperado, con la cara roja como un tomate, inclinó la cabeza.