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– Oiga, ¿acaso no quiere que operen al bebé y se recupere al menos en parte?

Bird se estremeció: sentía como si un dedo sabio acabara de tocar la parte de su cuerpo más horripilante y más sensible al placer, como los pliegues carnosos de su escroto. Bird habló en un tono de voz tan ruin que apenas pudo soportarlo:

– Incluso con cirugía… si hay tan pocas probabilidades… de que crezca normalmente…

Se dio cuenta de que acababa de dar el primer paso hacia el precipicio de la infamia. Y todo indicaba que correría hacia allí a toda velocidad: su infamia crecería como una bola de nieve, mientras él la contemplaba. Volvió a estremecerse, consciente de la inevitabilidad de los acontecimientos. Sin embargo, sus ojos nublados y febriles miraban implorantes al médico.

– ¡Se dará cuenta de que no puedo tomar ninguna medida directa para acabar con la vida del bebé!

Despectivo, el doctor miró a Bird con un destello de repugnancia en los ojos.

– Desde luego que no… -dijo Bird atropelladamente, como si acabara de escuchar algo inesperado.

Entonces se dio cuenta de que el doctor no se había dejado engañar ni un solo momento. La humillación de Bird se duplicó y ni siquiera intentó explicarse.

– Ciertamente es usted un padre joven…, vamos, de mi edad, más o menos.

El doctor giró lentamente su cabeza de tortuga y miró a los demás miembros del personal hospitalario que estaban allí. Bird sospechó que el médico intentaba burlarse y se aterrorizó. Si intenta pasarse de listo ¡lo mataré!, murmuró inútilmente en el fondo de su garganta. Pero el doctor tenía intenciones de colaborar en el abyecto plan de Bird. En voz muy baja, le dijo:

– Procuraremos regularle la leche. O darle una mezcla de agua con azúcar. Veremos qué sucede, pero si ni siquiera así se debilita no tendremos otra opción que operar.

– Gracias -dijo Bird y suspiró ambiguamente.

– De nada. -El tono de voz del doctor le hizo pensar otra vez si no estaría tomándole el pelo. Entonces, con voz tranquilizadora, agregó-: Venga dentro de tres o cuatro días. No habrá cambios significativos hasta esa fecha. Tampoco tiene sentido inquietarnos y apresurar las cosas. -Luego cerró la boca como una rana que engulle una mosca.

Bird apartó la mirada del doctor, inclinó la cabeza y se dirigió hacia la puerta. La voz de la enfermera le llegó antes de abandonar el recinto:

– ¡Lo antes posible, por favor, los trámites de hospitalización!

Bird atravesó rápidamente el corredor en penumbra, como si escapara de la escena de un crimen. Hacía calor, y se dio cuenta de que la sala de cuidados intensivos estaba climatizada. Bird se secó furtivamente las lágrimas calientes de la humillación. Pero el interior de su cabeza estaba más caliente que la atmósfera y que las lágrimas. Torció por el corredor con andar inseguro. Cuando pasó, sollozando todavía, frente a la puerta abierta del pabellón de ingresados, los enfermos, parecidos a animales sucios, acostados o sentados en las camas, lo observaron con gestos inexpresivos. El llanto se le calmó cuando pasó por una zona de habitaciones particulares, cuyas puertas daban al corredor, pero la vergüenza se había convertido en un grano alojado detrás de los ojos, como un glaucoma. Y no sólo allí sino en todas las partes del cuerpo, a la vez que se endurecía. La vergüenza: un tumor maligno. Bird era consciente de ese cuerpo extraño, pero no podía repelerlo: su cerebro se había quemado, consumido. Una de las habitaciones estaba abierta, pero una joven delgada, joven y completamente desnuda permanecía de pie junto a la puerta como impidiendo el paso y miraba a Bird con ojos agudos. En la penumbra, su cuerpo parecía no haber llegado todavía a la plenitud. Mientras se apretaba con una mano los diminutos pechos, con la otra se acariciaba un vientre plano y se tironeaba el vello púbico. Luego separó los pies poco a poco y hundió un dedo suavemente en su vulva perfilada con toda claridad, durante un momento, por la escasa luz que penetraba por una ventana a sus espaldas. Bird se compadeció de la ninfómana y pasó a su lado sin darle tiempo a que alcanzara su climax solitario en presencia suya. La vergüenza que sentía era demasiado intensa como para permitirse pensar en nadie que no fuera él mismo.

Cuando Bird salió al exterior, el hombrecillo del cráneo plano y el pelo pegado a la frente le alcanzó y se puso a caminar a su lado. Mostraba el mismo aire arrogante de antes y avanzaba brincando entre las plantas para compensar la diferencia de altura con Bird. Empezó a hablar con firme determinación. Bird le escuchó en silencio.

– Hay que presentarles batalla, ¿sabe? ¡Luchar! ¡Luchar! ¡Luchar! -dijo-. ¡Es una lucha contra el hospital y en especial contra sus médicos! Pues bien, hoy les he golpeado duro. Lo ha oído, ¿no?

Bird asintió, mientras recordaba las «disposiciones» blancas del hombrecillo.

– Mi hijo no tiene hígado, ¿sabe usted? Así que tengo que luchar y seguir luchando. De lo contrario podrían cortarle en rebanadas aunque siguiera vivo. Pues no, ¡es una verdad como un templo! Si uno quiere que las cosas funcionen en un hospital, lo primero es hacerse a la idea de que hay que luchar. Es inútil comportarse correctamente, con tranquilidad, e intentar caerles bien. Los pacientes moribundos están tan quietos como cadáveres, pero sus familiares no podemos hacer lo mismo. ¡Hay que luchar! Verá usted, hace unos días les dije directamente: si el bebé no tiene hígado, ustedes le hacen uno. Y agregué que hay bebés sin recto a los que les ponen recto artificial, así que también podrán hacer un hígado artificial. Además, les dije, ¡un hígado artificial no se ve todos los días!

Se encontraban ante la puerta principal del hospital. A Bird le parecía que el hombrecillo pretendía alegrarlo, pero él no tenía ningunas ganas de alegrarse.

– ¿Se recuperará su bebé antes del otoño? -preguntó como disculpándose por su indiferencia.

– ¿Recuperarse? ¡Ni en sueños! ¡Mi hijo no tiene hígado! Yo simplemente presento batalla a los dos mil funcionarios que tiene este hospital.

Bird quedó atónito. El hombrecillo se ofreció a llevarle en su extraño vehículo de tres ruedas hasta la estación. Bird declinó el ofrecimiento y se dirigió solo a la parada de autobús. Pensaba en los treinta mil yenes para el hospital. Decidió de dónde cogería el dinero, pero cuando tomó la decisión una ira ciega desplazó a la vergüenza: tenía algo más de esa cantidad en el banco, pero era dinero ahorrado para el viaje a África. Ese dinero en su cuenta era un indicador de su voluntad. Pero ahora estaba a punto de desaparecer. A excepción de los mapas Michelin, ya no le quedaría nada que lo vinculase a África. Sudaba intensamente y sintió frío en los labios, las orejas y las yemas de los dedos. Se puso al final de la cola para el autobús y, con una voz que parecía el zumbido de un mosquito, dijo:

– ¿África? ¡Una mierda!

El anciano que estaba delante comenzó a darse la vuelta, pero desistió y lentamente irguió su gran cabeza calva. Todo el mundo parecía extenuado a causa del verano que consumía la ciudad antes de tiempo.

Bird entrecerró los ojos y, estremeciéndose por un escalofrío, continuó sudando. Poco después advirtió que su cuerpo empezaba a apestar. El autobús no llegaba y el calor era intenso. Avergonzado, Bird se sintió aletargado e insensible a la luz y el ruido de alrededor. Y entonces, un incipiente deseo sexual fue abriéndose paso a través de la oscuridad de su mente, y ante la sorpresa de Bird creció como un árbol de caucho joven. Manteniendo los ojos cerrados, se tanteó por dentro del bolsillo y comprobó que tenía una erección. Se sintió miserable, ruin; deseó lo peor del sexo más corrompido que pudiera existir. Abandonó la cola y buscó un taxi, cegado por el resplandor; veía la plaza como si fuera un negativo. Tenía la intención de regresar a la habitación de Himiko, donde no entraba la luz del sol. Si me rechaza, pensó irritado, la golpearé hasta dejarla inconsciente y luego la follaré.