El llanto de los bebés rodeó a Bird como un remolino. Su mirada buscó enloquecida hasta dar con las cunas de la sala de recién nacidos. Huyó de allí casi corriendo; le parecía que varios bebés le habían mirado.
Frente a la puerta de la habitación de su esposa, se olió las manos, los brazos y los hombros, incluso el pecho. La situación, difícil de por sí, se complicaría mucho si ella llegara a descubrir el perfume de Himiko. Se dio la vuelta como para asegurarse de que había un camino para escapar: a lo largo del corredor en penumbra, varias mujeres de pie, enfundadas en batas, observaban a Bird. Tuvo la intención de devolverles una mirada altanera, pero se limitó a mover la cabeza y darles la espalda. Golpeó la puerta tímidamente. Estaba representando el papel del joven marido que acaba de sufrir una desgracia imprevista.
Cuando entró en la habitación, su suegra estaba de pie, de espaldas al frondoso follaje que se veía por la ventana. Su esposa miraba en dirección a la puerta, levantando la cabeza como una comadreja por encima del montículo que la manta formaba sobre sus rodillas dobladas. Ambas tenían una expresión de miedo. Bird comprobó que, en circunstancias de asombro y tristeza, el vínculo sanguíneo entre ambas mujeres se manifestaba intensamente en sus rasgos faciales y hasta en los gestos más insignificantes.
– No pretendía asustarte. Llamé, pero nadie…
Excusándose ante la suegra, se acercó a la cama de su mujer.
– Ah, Bird -suspiró ella, fijando en él sus ojos gastados y lagrimeantes. Sin maquillaje, su cara tenía el aspecto firme y varonil de la tenista que había sido cuando ambos se conocieron, varios años atrás. Bird se sintió horriblemente vulnerable a su mirada.
Dejó sobre la manta la bolsa de pomelos, se inclinó y puso los zapatos bajo la cama. Si al menos, pensó, pudiera hablar desde el suelo, arrastrándome como un cangrejo. Imposible. Bird se incorporó y se obligó a sonreír.
– ¡Hola! -dijo procurando mantener un tono ligero-, ¿ya ha desaparecido por completo el dolor?
– Todavía duele de vez en cuando. Y a veces tengo una contracción como un espasmo. Pero aunque no duela, igual me siento mal. Reír me hace daño.
– Lo siento de veras.
– Es horrible, Bird. ¿Qué tiene el bebé?
– ¿Que qué tiene?… El doctor del ojo de vidrio te lo ha explicado, ¿no es así?
Al hablar, procurando conservar el tono despreocupado, Bird miró fugazmente a su suegra, como el boxeador que no confía en sí mismo mira a su entrenador. Por detrás de la cabeza de su esposa, entre la cama y la ventana, la suegra le transmitía desesperadas señales en clave. Bird sólo entendía que no le dijera nada a su mujer.
– Si por lo menos me aclararan lo que tiene -dijo su mujer con tono solitario y hermético.
Bird comprendió que los demonios de la duda le habían hecho susurrar esas mismas palabras un centenar de veces, en el mismo tono lastimero y como para sí mismo.
– Hay un órgano defectuoso en alguna parte, ya sabes. El doctor no quiere entrar en detalles. Es probable que todavía esté haciendo pruebas y análisis. Además, los hospitales universitarios son el colmo de la burocracia.
Bird percibió el hedor de la mentira en el mismo momento que la decía.
– Presiento que es el corazón, por eso tienen que hacer tantas pruebas. Pero ¿por qué tuvo que pasarle a mi bebé?
El desaliento de su mujer hizo que Bird sintiera nuevamente ganas de escabullirse por el suelo, pero sólo dijo con aspereza y afectación:
– Ya que hay expertos en la materia, por qué no dejas que ellos diagnostiquen. ¡Especular no nos servirá de nada!
Poco seguro de sus palabras, Bird miró hacia la cama. Su mujer había cerrado los ojos. Viéndola así, se preguntó si lograría recuperar su aspecto normal y cotidiano; los párpados estaban demacrados, las aletas nasales hinchadas y los labios inmensos. Ella yacía inmóvil con los ojos cerrados, parecía estar quedándose dormida. Pero de pronto surgió un río de lágrimas por debajo de los párpados cerrados.
– En cuanto nació, oí que la enfermera exclamaba «¡Oh!». Así que sospeché que algo no iba bien. Pero entonces oí que el director se reía, o eso me pareció… Cuando volví en sí ya se habían llevado al bebé en una ambulancia. -Habló con los ojos cerrados
¡El director, aquel peludo hijoputa! La rabia se atoraba en la garganta de Bird. Había montado el numerito en la sala de partos, con su risita de gilipollas. ¡Le esperaré en la oscuridad y le aplastaré la cabeza! Pero la ira de Bird era como la de los niños: momentánea. Sabía que nunca atacaría a nadie en la oscuridad; había perdido la autoestima necesaria para ello.
– He traído algunos pomelos -dijo con voz que imploraba perdón.
– ¡Pomelos! ¿Para qué? -dijo ella, desafiante.
Bird comprendió su error.
– ¡Maldición! No recordaba que odias el olor de los pomelos. No entiendo cómo pudo pasar…
– Probablemente porque nunca has pensado en serio en mí ni en el bebé. ¿Alguna vez piensas en alguien aparte de en ti? ¿No recuerdas que hasta discutimos sobre los pomelos cuando decidíamos el postre en nuestra boda? ¿Cómo es posible que lo hayas olvidado?
Bird sacudió la cabeza en señal de impotencia y se volvió hacia su suegra, que seguía transmitiéndole mensajes en clave desde su posición entre la cama y la ventana. Los ojos de Bird imploraron ayuda.
– Quise comprarte algo de fruta y recordé que los pomelos tenían un significado especial para nosotros. No me paré a pensar qué era ese significado especial…
Bird había ido con Himiko a la frutería, y sin duda su presencia le había impedido pensar en los pomelos y sus consecuencias. A partir de ahora, pensó, la sombra de Himiko influirá en todos los detalles de mi vida.
– Tendrías que saber muy bien que no soporto los pomelos. El olor que despiden me irrita -dijo la esposa. Bird se preguntó si acaso habría detectado la sombra de Himiko-. Llévatelos a la oficina de las enfermeras. O a cualquier sitio, pero sácalos de aquí.
La suegra no paraba de enviarle mensajes cifrados. La luz que se filtraba por la ventana a sus espaldas rodeaba sus ojos, profundamente hundidos, y los laterales anchos y chatos de su nariz respingona, dándoles un tono verdoso. Bird lo comprendió al fin: su suegra, como una aparición radiactiva, intentaba decirle que le esperaría en el corredor cuando él regresara de la oficina de las enfermeras.
– Enseguida vuelvo -dijo-. ¿La oficina está en la planta baja?
– Junto a la sala de espera de la clínica -contestó la suegra, mirándole.
Bird salió al corredor en penumbra llevando la bolsa de pomelos bajo el brazo. Mientras caminaba, olfateó el aroma típico de los pomelos. Podría provocarle crisis a los asmáticos, reflexionó. Luego pensó en su mujer que yacía, obstinada, en cama. Y en esa mujer que tenía la nariz verdosa y le hacía señales como en una danza kabukt. Y en él mismo, especulando sobre las relaciones entre los pomelos y los asmáticos. Todo el mundo no hacía más que representaciones teatrales, todo era una comedia de segunda; menos el bebé con una protuberancia craneaclass="underline" él era lo único real. El bebé que se debilitaba poco a poco con su dieta de agua azucarada en lugar de leche. Pero ¿para qué azucarar el agua? Una cosa era retirarle la leche, pero darle sabor al sustituto ¿no convertía el desagradable asunto en un truco aún más despreciable?