– ¿Sí?
– Te contaré una historia hasta que te duermas…, un episodio de esa novela africana. ¿Has leído el capítulo sobre los demonios piratas?
Bird negó.
– Cuando una mujer concibe, los demonios piratas eligen a uno de los suyos para que se cuele en casa de la mujer. Durante la noche, este diablo quita el feto y se mete él mismo en el vientre de la mujer. Y así, el día del parto, nace el demonio pirata en lugar del bebé…
Bird escuchaba en silencio. Este demonio recién nacido enfermaba indefectiblemente, y las ofrendas y ruegos de la madre eran frustrados por el resto de diablos. Muerto el supuesto bebé, en el momento del entierro el demonio pirata recuperaba su forma verdadera y regresaba a la ciudad…
– … al parecer, el diablo nace con un aspecto de bebé muy hermoso para así conquistar el corazón de su madre, que luego, cuando su hijo enferma, no duda en ofrecer todo lo que tiene con tal que su hijo se salve. Según los africanos, estos bebés «llegan al mundo para morir». ¿No te parece que han de ser muy hermosos cuando nacen?
Bird pensó en contarle esa historia a su mujer, a ver si ella lograba imaginar que su hijo era un bebé hermosísimo, ya que había nacido para morir. Sería el engaño más grande de toda mi vida, supuso Bird. Mi bebé monstruo ha muerto con una cabeza horrible, mi bebé tendrá dos cabezas por toda la eternidad… Bird cayó en las profundidades de un sueño hermético. Himiko le miró dormir y se preguntó si él no habría entendido mal la llamada del hospital. Quizá el bebé no había muerto y volvían a darle leche normal, quizá se estaba recuperando. Tal vez querían que fuese al hospital para hablar sobre la operación… Observó a Bird y le pareció un ser patético, digno de compasión. Bajó de la cama para dejarle todo el sitio y se dirigió a la sala de estar envuelta en una sábana. Tenía intención de estudiar los mapas de África hasta el amanecer.
Bird se sonrojó, como si lo hubiesen puesto en ridículo a plena conciencia: acababa de llegar a la oficina del director adjunto, donde le esperaban varios doctores jóvenes, incluido el pediatra a cargo del caso, y ya sabía que el bebé no había muerto. Se sentó en medio del círculo que formaban los médicos, sintiéndose como un convicto recién capturado. Su fuga del bebé monstruo había fallado.
El pediatra lo presentó:
– Este señor es el padre del bebé. -Sonrió y se retiró.
– He examinado a su hijo ayer y hoy. Creo que podremos operar si se fortalece un poco más -dijo el cirujano de cerebro.
¡No cedas!, se ordenó Bird antes de que le dominara el pánico. Debes resistirte a estos bastardos, protegerte de esa monstruosidad. Rechaza que lo operen, no permitas que el bebé irrumpa en tu mundo como un ejército de ocupación.
– ¿Hay posibilidad de que crezca con normalidad si lo operan? -preguntó Bird fingiendo indiferencia.
– Todavía no lo sabemos con certeza -contestó el director adjunto.
Bird hizo un gesto para dar a entender que a él no se le engañaba fácilmente. En su cerebro se encendió el fuego de la vergüenza y se preparó para hacerle frente.
– ¿Qué es más probable, que crezca con normalidad o no?
– Tampoco lo sabemos con certeza, al menos antes de operar.
Sin ruborizarse siquiera, Bird se desembarazó del fuego de la vergüenza.
– Creo que será preferible que no lo operen -dijo con decisión.
Le pareció que todos los médicos le observaban y contenían el aliento. Bird ya era capaz de hacer las afirmaciones más desvergonzadas a voz en cuello. El cirujano de cerebro intervino para decir que Bird se había expresado con suficiente claridad.
– En tal caso, ¿se llevará usted al bebé? -preguntó bruscamente el pediatra.
– Sí, eso haré -respondió Bird casi sin darse cuenta,
Bird se puso de pie y los doctores le imitaron. He vencido al monstruo, he librado la última batalla, pensó.
– ¿Está seguro de su decisión? -le preguntó el pediatra cuando llegaron al corredor.
– Vendré por él esta tarde.
El doctor apartó la mirada y se alejó por el corredor.
Bird salió a toda prisa a la plaza que había frente al hospital, donde le esperaba Himiko en el coche. Se acercó a grandes zancadas y dijo con claro resentimiento:
– No ha sido más que un malentendido. Se han reído a mi costa.
– Me lo temía.
– ¿Por qué? -dijo Bird, furioso.
– Lo supuse… -respondió Himiko tranquilamente.
– He decidido llevarme al bebé.
– ¿Adonde? ¿A otro hospital? ¿Con tu mujer? ¿A tu apartamento?
Bird se paró en seco. Ni siquiera se había detenido a pensar en eso, sólo había querido librarse de esos médicos que pretendían probar sus conocimientos en el bebé y luego cargárselo a él por el resto de sus días. El otro hospital jamás aceptaría que le devolvieran «la cosa». Y en su apartamento no podría quitarse de encima a la curiosa de la casera, aparte de que los berridos del bebé serían insoportables. Y si moría tras algunos días de berrear, ¿qué doctor le extendería un certificado de defunción? Bird se vio a sí mismo arrestado por infanticidio y no quiso ni imaginar las historias que aparecerían en la prensa.
– Mierda, tienes razón. No puedo llevarle a ningún sitio. -Se dejó caer en el asiento completamente abatido.
– Pues a mí se me ocurre algo…
– ¿Qué?
– Conozco a un doctor que estaría dispuesto a echar una mano… Hace un tiempo me hice un aborto en su consulta… Creo que comprendería tus motivos, Bird.
Bird se sobresaltó y le invadió el pánico. Se sentía como el último soldado de un pelotón aniquilado por el ataque del bebé monstruo. Entonces doblegó aún más el fuego de la vergüenza:
– De acuerdo. Si él está dispuesto…
– Naturalmente, comprendes las implicaciones… Seremos cómplices de un delito muy grave.
– ¿Seremos? ¡No! ¡Yo seré el único cómplice! -Esas palabras eran como descender un escalón más hacia el calabozo.
– Seremos cómplices… Ya lo verás… ¿Te importa… conducir? -Himiko hablaba lentamente a causa de la tensión.
Bird se sentó en el asiento del conductor y vio que el rostro de Himiko tenía un color ceniciento y pálido. Su propia cara debía de tener un aspecto igualmente lastimoso. Encendió el motor y partieron a toda velocidad.
– Bird, ese doctor es aquel hombre que viste por mi ventana, el de la cabeza de huevo. ¿Lo recuerdas?
– Sí, lo recuerdo -dijo, y pensó que en algún momento le había parecido posible vivir toda su vida sin relacionarse con esa clase de personas.
– Primero le telefonearemos. Luego nos ocuparemos del bebé y de lo que necesita para salir del hospital.
– El doctor me dijo que llevase ropa.
– Vayamos a tu apartamento. Ahí tendrás ropa de bebé, supongo.
– Mejor no, a mi apartamento no.
Bird recordaba claramente los preparativos en su apartamento: la cuna blanca, el tocador de marfil blanco, la ropa.
– No puedo coger esa ropa…
– Sí, lo entiendo. Tu mujer no te lo perdonaría nunca…
Aunque no cogiera nada del apartamento, pensó Bird, su esposa no le perdonaría la muerte del bebé. Ya no le sería posible prolongar su vida matrimonial, por más engaños que intentara.
El coche se aproximaba a la intersección con una avenida de varios carriles. El semáforo los detuvo. El cielo encapotado estaba muy bajo, soplaba viento y la lluvia era inminente. Bird se sintió atraído por ese cielo nublado y gris, a la vez que lo desconcertaba estar detenido frente a un semáoro junto a muchos coches cuyos conductores nunca habían planeado un infanticidio.
– ¿Desde dónde quieres telefonear? -preguntó, sintiéndose como un delincuente que huye.
– Desde una tienda de comestibles. Así también podremos comprar algo de comida. Salchichas.
– De acuerdo -dijo sumiso, pese a la desagradable resistencia que sentía crecer en su interior.- Pero ¿crees de verdad que tu amigo estará dispuesto a colaborar?