– No te dejes engañar por su benigna cabeza de huevo. Ha hecho cosas verdaderamente espantosas… Por ejemplo…
Himiko se interrumpió y se pasó la lengua por los labios. De modo que el hombrecillo se las traía. ¿Tan horribles serían sus actividades que Himiko no se atrevía a mencionarlas? Bird sintió náuseas. Descartó por completo una comida a base de salchichas.
– Después de telefonear deberíamos comprar algo para el bebé -dijo-. Ropa, una cesta, cosas así. Oye, mejor olvidemos esas salchichas. Lo más rápido será ir a unos grandes almacenes, aunque no me entusiasma comprar cosas de bebé.
– Yo compraré lo necesario. Tú puedes esperar en el coche.
– Poco después de que mi mujer quedara embarazada, fuimos de compras. El lugar estaba lleno de futuras madres y de niños… La atmósfera tenía algo de animal. -Bírd miró a Himiko y la vio ponerse pálida; también debía de sentir náuseas.
Continuaron avanzando, pálidos y silenciosos. Cuando él volvió a hablar, lo hizo llevado por la necesidad de humillarse:
– Cuando todo haya pasado, imagino que nos divorciaremos. Entonces seré realmente libre. Ni siquiera tendré que ir a la academia pues me han despedido. Durante años he soñado con esto. Sin embargo, no me siento entusiasmado.
– Bird, cuando realmente seas libre, podremos vender la casa e irnos juntos a África -casi gritó Himiko, debido al viento que apagaba las palabras.
¡África! Pero el continente que Bird podía imaginar ahora era desolado e insípido. Por primera vez, desde que siendo muchacho se apasionara por ella, África perdía todo atractivo. Un hombre libre se detenía, desolado, en medio del Sahara. Había asesinado a un bebé en la isla con forma de libélula a ciento cuarenta grados longitud este. Después había huido a África, la había recorrido de punta a punta sin lograr atrapar ni una musaraña. Y ahora estaba de pie, como un imbécil, en medio del Sahara.
– ¿África? -dijo casi sin fuerzas.
– Ahora te sientes retraído, como un caracol en su concha. Pero una vez pises suelo africano recuperarás tu vieja pasión.
Bird permaneció en silencio, melancólico.
– Tus mapas me fascinan. Quiero viajar a África con un Bird divorciado y libre. Usar tus mapas sobre el terreno. Anoche los estuve estudiando, durante horas, sabes, durante horas. Bird, te necesito como hombre libre, de veras. Por eso seremos cómplices en todo, incluso en el viaje a África, ya lo verás.
Como vomitando una dolorosa flema, Bird dijo:
– Como quieras.
– En principio nuestra relación se limitaba a lo sexual. He sido un refugio sexual contra tu angustia y vergüenza, ésa es la verdad. Pero anoche surgió en mí la pasión por África. Ahora hay una nueva relación entre nosotros, Bird, ahora tenemos un mapa de África entre nosotros. Siempre esperé que esto ocurriese, ¿lo comprendes? Nos hemos elevado sobre lo meramente sexual. Siento una intensa pasión por África. ¡Por eso te llevo a ver a mi amigo el doctor! ¡Por eso seré tu cómplice!
Una fina lluvia comenzó a caer y el cielo se oscureció por completo, como si de pronto hubiera llegado el crepúsculo.
– ¿Este trasto tiene algún techo que se le pueda poner? -preguntó Bird como un pobre idiota-. De lo contrario el bebé se empapará.
CAPITULO XII
Cuando Bird terminó de instalar la capota negra del coche, el viento soplaba a ráfagas por todo el callejón, trayendo olor a salchicha y ajo quemado. Recordó una receta que le había enseñado el señor Delchef: fríase en mantequilla ajo bien picado, añádase la salchicha y agua suficiente para que se cueza al vapor. Bird se preguntó qué le habría ocurrido a Delchef. Probablemente ya lo habían apartado de la chica japonesa y ahora permanecía en la legación, o en su país. ¿Se habría resistido, haciendo uso de la violencia incluso, en la guarida de su amante al final del callejón? ¿La muchacha habría gritado cosas en japonés, incomprensibles para Delchef y los miembros de su legación? Al fin y al cabo, no les quedaba otra cosa que capitular, rendirse.
Bird miró el coche deportivo. Con el techo negro sobre su carrocería escarlata parecía una herida abierta en carne viva y sus costras aledañas. Sintió un asco inexpresable. El cielo continuaba oscuro, y la atmósfera húmeda y agobiante. La lluvia descendía como una neblina hasta que el viento la arremolinaba, y así sucesivamente. Los árboles estaban cargados de agua y el follaje tenía un verde sombrío e intenso. Quizá, pensó, desde su lecho de muerte volvería a ver esa clase de verde. Le pareció que era él, y no el bebé, quien estaba a punto de morir a manos de un abortista inescrupuloso.
Puso la cesta y la ropa del bebé dentro del coche. Ropa interior, calcetines, una chaquetilla de lana, pantalones y hasta una gorra diminuta. Éstas eran las cosas que Himiko había tardado más de una hora en comprar, mientras él aguardaba en el coche, intranquilo por la tardanza. Incluso llegó a pensar que Himiko le había abandonado, tanto se demoraba.
– Bird, la comida está lista -dijo la chica cuando Bird entró.
Himiko estaba comiendo una salchicha de pie en la cocina. A Bird le asqueó el olor a ajo que desprendía la sartén y sacudió la cabeza. Himiko tomó un sorbo de agua y, con el vaso en la mano y expeliendo un fuerte olor a ajo, dijo:
– Si no tienes hambre, dúchate.
– Eso haré -dijo Bird, aliviado.
Generalmente cuando se duchaba sentía deseos sexuales, pero hoy sólo sentía un doloroso martilleo en el corazón. Cerró los ojos bajo la lluvia tibia, inclinó la cabeza hacia atrás e intentó frotarse detrás de las orejas. Poco después, Himiko se metió con él bajo la ducha y comenzó a lavarse rascándose enérgicamente en todo el cuerpo. Bird salió del cuarto de baño. Mientras se secaba oyó un golpe seco, como el golpe de algo pesado contra el suelo, fuera de la casa. Se asomó a la ventana y vio que el MG escoraba peligrosamente, semejante a un barco naufragando: el neumático delantero derecho había desaparecido. Se vistió en un santiamén y salió: las pisadas se alejaban por el callejón pero Bird se entretuvo examinando el coche. Alguien lo había levantado con un gato, había quitado el neumático y desaparecido en un momento. El gato estaba bajo el coche, como un brazo fracturado. Un faro delantero se había roto.
– ¡Han robado un neumático! -gritó a Himiko, que aún seguía en la ducha-. ¿Tienes repuesto?
– Al fondo del trastero.
– Pero ¿a quién se le ocurriría robar sólo un neumático?
– ¿Recuerdas el chico joven que viste por la ventana aquella noche, antes de que llegara el doctor de cabeza de huevo? Pues ha sido él. Es uno de sus numeritos. Seguro que nos está observando desde algún sitio -explicó Himiko a gritos, como si no hubiera sucedido nada-. Si no le damos importancia y nos ve partir, seguro que llorará en su escondite como un niño. Intentémoslo.
– Si, muy bien, pero antes hay que ver si el coche funciona.
Bird puso el neumático de recambio y encendió el motor. Funcionaba, pero él estaba sucio de barro y grasa, y sudaba a mares. Tuvo ganas de darse otra ducha, pero Himiko ya estaba lista. Partieron como estaban y al salir del callejón alguien les arrojó guijarros al techo.
– Ven tú también -instó a Himiko cuando ella no hizo nada por salir del coche.
Avanzaron juntos y de prisa por el corredor que conducía a la sala de cuidados intensivos. Bird sujetaba la cesta e Himiko la ropa del bebé. En el hospital había una atmósfera extraña, ningún paciente les prestaba atención. Tal vez se debía a la lluvia y el viento, y a los truenos que retumbaban a lo lejos. Bird buscaba las palabras para hacer entender a las enfermeras que se llevaría al bebé. Pero en la sala ya se sabía que venían por el bebé, lo que alivió a Bird. Igual se mantuvo inexpresivo, con la mirada fija en el suelo, y respondió lo imprescindible a las preguntas rutinarias. No deseaba que ninguna enfermera se pusiera a hacer preguntas inoportunas.