A Bird le preocupaba el deseo, oculto pero arraigado en lo más profundo de sí, que todavía le atraía hacia el alcohol. Tras cuatro semanas sumido en el infierno del whisky, muchas veces se preguntó cómo pudo permanecer borracho durante setecientas horas. Pero nunca llegó a una respuesta definitiva. Y mientras su descenso a los abismos del whisky constituyera un enigma, cabía un riesgo constante de recaída repentina.
En uno de los libros sobre África que leía tan ávidamente, había encontrado el siguiente pasaje: «Los exploradores coinciden invariablemente en que las celebraciones con abundante alcohol siguen siendo frecuentes en las aldeas africanas. Ello permite suponer que la vida en este hermoso país todavía carece de algo fundamental. Profundas insatisfacciones llevan a sus habitantes a la desesperación y el abandono de sí mismos». Releyendo este trozo, referido a las pequeñas aldeas de Sudán, Bird comprendió que se negaba a reconocer y analizar las carencias e insatisfacciones existentes en su propia vida. Pero como estaba seguro de que las había, se cuidaba de no volver a recaer en el alcohol.
Bird llegó a la plaza situada en el centro del barrio del placer, donde todo el bullicio y la actividad de las calles aledañas parecían concentrarse como los radios de una rueda. El reloj de bombillas eléctricas del teatro situado en medio de la plaza marcaba las siete de la tarde: era hora de averiguar cómo estaba su esposa. Desde las tres de la tarde Bird había telefoneado cada hora a su suegra, que permanecía en el hospital. Echó un vistazo a la plaza. Había varias cabinas telefónicas, pero todas ocupadas. Más que en el parto de su mujer, pensó en los nervios de su suegra rondando el teléfono reservado para los pacientes internos. Esto le irritó. Desde que había llegado al hospital con su hija, la mujer estaba obsesionada con la idea de que el personal hospitalario intentaba humillarla. Si por lo menos el teléfono estuviera ocupado por los familiares de otros pacientes… Con una débil esperanza, Bird volvió sobre sus pasos y miró en bares y cafeterías. Había tiendas de tallarines chinos, restaurantes que servían cerdo rebozado y camiserías. Podía entrar en algún sitio y telefonear. Pero en lo posible no quería entrar en un bar, y ya había cenado. ¿Y si compraba polvos de bicarbonato para apaciguar su estómago?
Mientras buscaba una farmacia, se detuvo en una esquina ante un curioso establecimiento. En el gigantesco anuncio colgado encima de la puerta, había un vaquero en cuclillas empuñando un revólver y a punto de disparar. Bird leyó el nombre de la tienda, escrito sobre la cabeza del indio caído a los pies del vaquero: Gun Comer. En el interior, bajo banderas de papel de todos los países y espirales de papel crepé verde y amarillo, un montón de gente mucho más joven que Bird se movía en torno a las máquinas de juegos que, como grandes cajas multicolores, llenaban la tienda. A través de las puertas de cristal ribeteadas con cinta roja y añil, comprobó que había un teléfono público en un rincón del fondo. Bird entró en el Gun Comer. Pasó junto a una máquina de coca-cola y un jukebox que aullaba un viejo rock and roll, y se dispuso a cruzar el polvoriento suelo de madera. Sintió que en sus oídos estallaban naves espaciales. Bird atravesó la sala con dificultad, como si se tratase de un laberinto; pasó junto a las máquinas pinball, los juegos de dardos, y un diminuto bosque poblado de ciervos, conejos y gigantescos sapos verdes que se movían sobre una cinta sin fin. Al pasar entre los adolescentes, Bird vio que uno de ellos abatía un sapo ante las miradas de admiración de sus amigas, y el tablero lateral del juego indicaba cinco puntos. Finalmente llegó al teléfono. Puso una moneda y marcó de memoria el número del hospital. Uno de sus oídos percibía la distante señal de llamada; el otro estaba abocado al estrépito del rock and roll y a un ruido como de diez mil cangrejos corriendo: los adolescentes, ensimismados en los juegos automáticos, refregaban contra la desgastada madera del suelo las suaves suelas de sus zapatos italianos. ¿Qué opinaría su suegra sobre semejante barullo? Tal vez sería mejor que cuando se excusase por llamar tarde también comentase algo sobre aquel ruido.
El teléfono sonó cuatro veces antes de que respondiera la voz de su suegra, parecida a la de su mujer pero más pueril. Bird preguntó enseguida por su esposa, sin ningún preámbulo.
– Nada todavía. Se resiste a venir. La pobrecilla está sufriendo lo indecible y el bebé se resiste a venir.
Sin conseguir articular palabra, Bird contempló por un instante los numerosos agujeros del auricular. La superficie, como un cielo nocturno salpicado de estrellas negras, se nublaba y aclaraba al ritmo de su respiración.
– Volveré a llamar a las ocho -dijo luego. Colgó el auricular y suspiró.
Junto al teléfono había un juego de conducir coches, y un muchacho con aspecto de filipino estaba sentado al volante.
Por debajo del Jaguar modelo E en miniatura, montado sobre un cilindro en el centro del tablero, pasaba continuamente la representación de un paisaje campestre tal como si el coche fuera a toda velocidad por una hermosa autopista suburbana. A medida que el camino se prolongaba en zigzag, aparecían obstáculos amenazantes: ovejas, vacas, ayas con niños. La habilidad del jugador consistía en evitar las colisiones girando el volante y variando la velocidad. El joven filipino estaba encorvado, plenamente concentrado; profundas arrugas surcaban su entrecejo corto y moreno. Conducía sin parar, mordiéndose los finos labios con sus agudos caninos y salpicando el aire con una saliva sibilante, como convencido de que su Jaguar modelo E llegaría a destino alguna vez. Pero el camino presentaba más y más obstáculos. De tanto en tanto, cuando la cinta disminuía la velocidad, el muchacho metía una mano en el bolsillo, rebuscaba una moneda y la insertaba en la máquina. Bird se quedó donde estaba, en una línea oblicua por detrás del joven, y observó el juego durante un rato. De pronto, sus pies experimentaron una insoportable sensación de fatiga. Se encaminó hacia la salida posterior, pisando el suelo como si fuera una placa metálica chamuscada. En la parte trasera de la tienda encontró un par de máquinas realmente extrañas.
El juego de la derecha estaba rodeado por una pandilla de jóvenes con idénticas cazadoras de seda, bordadas con dragones de oro y plata, el tipo de souvenir de Hong Kong para turistas norteamericanos. Producían fuertes ruidos que resonaban como impactos duros y pesados. Bird se acercó al otro juego, en ese momento libre. Parecía un instrumento de tortura medieval. Una hermosa doncella de tamaño natural, hecha con tiras de acero rojas y negras, protegía su pecho desnudo con unos brazos cruzados firmemente. El jugador debía intentar apartar esos brazos para poder ver los ocultos senos metálicos; la fuerza aplicada se cuantificaba en números que aparecían en los ojos de la doncella. Encima de su cabeza había una tabla cronológica que indicaba la fuerza de asimiento y la tracción promedio para cada edad.