Himiko cambió de emisora. Música popular…, un tango. Bird era incapaz de distinguir un tango de otro. El que sonaba era interminable. Al final apagaron la radio sin haber podido enterarse de la hora.
– Parece que la Liga se ha sometido al criterio soviético -dijo Himiko, inexpresiva.
– Así parece.
En un mundo que compartían todos los demás, el tiempo de la humanidad transcurría como un gigantesco destino maligno. Bird sólo era responsable del bebé que llevaba en su regazo, el monstruo que regía su destino personal.
– Bird, ¿crees que pueden existir personas que quieran una guerra nuclear, no porque se beneficien en ningún sentido, sino porque simplemente lo quieran así? La mayor parte de la gente cree, sin ningún motivo en particular, que el mundo se perpetuará y así lo esperan. Pero es probable que una minoría crea y aguarde, sin ningún motivo consciente, que la humanidad sea aniquilada. En el norte de Europa existe un animalillo similar a una rata, el lemming; a veces los lemmings se suicidan en masa. ¿No te parece que pueden existir personas como los lemmings?
– ¿Personas como los lemmings? La ONU tendría que organizar su caza y captura -bromeó Bird, aunque no tenía intenciones de salir en persecución de esas personas.
– Hace calor, ¿no? -dijo Himiko cambiando bruscamente de tema.
– Sí, es verdad.
EL calor del motor se transmitía al interior del coche a través de las delgadas placas metálicas de la carrocería, y como el techo de lona no dejaba que corriera el aire, comenzaron a sentirse como atrapados en un invernadero. Bird pensó en abrir un poco la lona, aunque entonces se mojarían por la lluvia.
– Detengámonos de vez en cuando para abrir las puertas -opinó Bird.
Enseguida vieron un gorrión empapado y muerto delante del coche. Al intentar esquivarlo, Himiko metió un neumático en un bache oculto bajo un charco. Bird se golpeó contra el tablero pero no soltó la cesta. Pensó que cuando llegasen a la clínica del médico abortista estarían llenos de magulladuras. Ninguno de los dos mencionó al gorrión muerto.
Bird volvió a acomodar la cesta sobre su regazo y por primera vez miró al bebé. Su rostro estaba enrojecido, pero no se sabía con certeza si respiraba o no. Asustado, Bird movió la cesta. Y de pronto el bebé, abriendo la boca al máximo, comenzó a berrear a todo pulmón. Lloraba a gritos, pero sus ojos cerrados estaban completamente secos. Bird tragó saliva y se calmó.
– Siempre he creído que el llanto de un bebé está lleno de significado -dijo Himiko, alzando la voz por encima del llanto que no cesaba-. Por lo que se sabe, puede significar lo que las palabras para los adultos.
El bebé continuaba llorando a todo volumen.
– Es una suerte que no comprendamos lo que dice -afirmó Bird con inquietud.
El coche siguió avanzando a toda velocidad, llevando consigo el llanto del bebé. Era como transportar una carga de cinco mil cigarras chillonas, o como si Bird e Himilco se hubiesen metido dentro de una cigarra chillona. Poco después, la atmósfera sofocante y el llanto se volvieron insoportables… Himiko paró y abrieron las puertas. El aire recalentado y húmedo del interior salió hacia, afuera como el eructo de un inválido enfebrecido. Tiritaron de frío ante la ola de aire fresco y lluvia que invadió el coche. El llanto del bebé se fue haciendo intermitente y en su lugar empezó a toser espasmódicamente. Bird se preguntó si no habría cogido alguna enfermedad del aparato respiratorio y protegió la cesta de la lluvia.
– Es peligroso exponerlo así al aire frío. Ha vivido en una incubadora…, podría coger una pulmonía.
– Ya lo sé -dijo Bird, de pronto fatigado.
– ¿Qué podemos hacer?
– ¿Qué se supone que uno debe hacer para que un bebé deje de llorar en estas circunstancias? -Bird nunca se había sentido tan inútil.
– He visto que les dan el pecho para que se calmen… -Himiko se detuvo como horrorizada y luego agregó-. Debimos haber traído un poco de leche.
– ¿Leche con agua? ¿O agua azucarada? -La fatiga le volvía cínico.
– Iré hasta una farmacia. Quizá tengan uno de esos juguetes con forma de pezón.
Himiko se apeó y corrió bajo la lluvia. Bird la vio alejarse y pensó que ninguna mujer de su edad tenía mejor educación que ella, pero hasta ahora esa inmejorable condición se estropeaba sin aplicarse en nada. Además, desconocía las cosas más elementales de la vida cotidiana. Probablemente nunca tuviera hijos. La recordó durante su primer año de universidad: la más activa del grupo. Y sintió pena de que ahora estuviera corriendo entre el barro y la lluvia. ¿Quién hubiera podido vaticinar este futuro para aquella compañera de estudios tan llena de juventud, tan pretenciosa y confiada en sí misma? Algunos camiones pasaron rugiendo como una manada de rinocerontes, y a Bird le pareció que eran como una llamada aguda y apremiante, pero ambigua. Durante un instante permaneció escuchando con atención.
Himiko luchaba contra las ráfagas de viento y lluvia en tanto se afanaba por regresar al coche. Bird advirtió en su cuerpo una fatiga tan grande como la suya propia. Sin embargo, cuando por fin llegó junto al coche, dijo alegremente:
– Les llaman chupetes. Mira. Son para succionar. He traído de dos clases,
Himiko parecía contenta del éxito, pero los chupetes no daban la impresión de ser útiles para un recién nacido.
– Mira, éste tiene dentro una sustancia azul; es para la dentición, para niños de más edad. Pero este otro más blando debe de ser el adecuado para él. -Mientras hablaba, se lo puso al bebé en la boca.
¿Por qué has tenido que comprar uno para la dentición?, estuvo a punto de preguntar Bird. Pero se distrajo viendo que el bebé no paraba de llorar y movía la boca como queriendo librarse del chupete.
– No parece gustarle. Todavía es demasiado pequeño para usar chupete, ¿no te parece? -dijo Himiko, desilusionada.
Bird se abstuvo de responder.
– No conozco otra manera de calmar un bebé.
– Entonces tendremos que continuar así… Vamonos -dijo Bird y cerró la puerta de su lado.
– El reloj de la farmacia marcaba las cuatro en punto. Llegaremos a la clínica alrededor de las cinco.
Himiko encendió el motor. Se la veía al borde de la irritación.
– No puede pasarse toda una hora llorando -dijo Bird.
Eran las cinco y media. El bebé había llorado hasta quedarse dormido, pero todavía no llegaban a destino. Hacía cincuenta minutos que recorrían la misma hondonada. Subían y bajaban colinas, cruzaron varias veces el mismo río sinuoso y lleno de barro, se metían por callejones sin salida, desembocaban en el lado incorrecto de la ladera que subía desde el valle. Cuando llegaban a la parte más alta de los repechos eran capaces de localizar la zona que buscaban, pero cuando descendían a la hondonada atestada de casas y callejones estrechos, se extraviaban una y otra vez. En cierta ocasión en que al parecer iban por la dirección correcta, se toparon con un camión que bloqueaba la calle y no les cedió el paso. Tuvieron que dar un giro de más de cien metros y luego ya no supieron cómo seguir.
Bird se mantenía silencioso. Ambos estaban molestos y preferían no abrir la boca para evitar enfados y discusiones. Pasaron varias veces delante de la misma caseta de policía, pero allí era imposible preguntar por la dirección de un médico abortista. Los ocupantes de un coche deportivo, llevando un bebé con dos cabezas, preguntan por una clínica de reputación más que dudosa. Una cosa así hubiera levantado polvareda en toda la barriada. De hecho, el mismo doctor había advertido a Himiko que no se detuviera en el vecindario, ni siquiera a comprar tabaco. Y así prosiguieron lo que parecía un recorrido interminable. Poco a poco, la angustia se apoderó de Bird: era probable que continuaran dando vueltas toda la noche sin encontrar nunca el lugar que buscaban, era probable que no existiera ninguna clínica para el exterminio de bebés anormales. Y luego de la angustia le vino sueño. ¿Y si se dormía y la cesta caía al suelo?: la protuberancia craneal estallaría, el bebé moriría lentamente en el suelo embarrado del coche… Bird luchó por mantenerse despierto. La voz de Himiko le ayudó: