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– Por el amor de Dios, Bird, no te duermas.

La cesta se le deslizaba del regazo. Estremecido, la sujetó con ambas manos.

– Bird, despierta. Yo también tengo sueño. Temo que no podré conducir mucho más.

El aura oscura del atardecer descendía sobre la hondonada. El viento había cesado, pero la lluvia continuaba y se había convertido en una niebla que desdibujaba el campo visual. Himiko encendió el único faro delantero en condiciones: la iracundia de la joven comenzaba a. hacerse seatir. Al acercarse nuevamente a la caseta de policía, un oficial con aspecto de campesino les hizo señas de que se detuvieran.

Pálidos, sudorosos y con aspecto francamente sospechoso, Bird e Himiko quedaron expuestos a la mirada del policía que, agachándose, echó un vistazo al interior del coche.

– Su permiso de conducir, por favor. -Su voz sonó como si fuera la del policía más experimentado del planeta, aunque en realidad tenía la misma edad que los alumnos de Bird. Pero sabía que los intimidaba y disfrutaba con ello.

– ¿Sabe que tiene un faro delantero estropeado? Lo he visto la primera vez que pasaron por aquí e hice la vista gorda. Pero si continúan pasando una y otra vez, me obligan a detenerles…

– Naturalmente -dijo Himiko inexpresiva.

– ¿Qué lleva ahí? ¿Un bebé o qué? -Parecía enfadado por la respuesta de Himiko-. Quizá sea mejor que deje el coche aquí y se lleve al bebé.

La cara del bebé se le había puesto morada y respiraba irregularmente por la boca. Bird se olvidó del policía y pensó si no habría cogido una pulmonía. Le tocó la frente. Sin duda tenía fiebre. Bird emitió un grito.

– ¿Qué sucede? -exclamó el oficial, sobresaltado.

– El bebé está enfermo -dijo Himiko-. Por eso estamos aquí, aunque un faro esté estropeado. -Himiko intentaba sacar ventaja de la sorpresa del policía-. Nos hemos extraviado, no sabemos por dónde seguir.

– ¿Adonde quiere ir? ¿Cómo se llama el médico?

Himiko vaciló pero finalmente dio el nombre de la clínica. El oficial dijo que la encontrarían al final de la callejuela en que estaban. Pero no cedió:

– Está muy cerca. Quizá convenga que vayan andando y el coche se quede aquí.

Decidida, Himiko extendió la mano y quitó la gorra de la cabeza del bebé. Fue un golpe decisivo.

– ¿Le parece que podemos sacudirle mucho? -remachó Himiko.

Abrumado, el policía le devolvió el permiso de conducir.

– Ocúpese de ese faro en cuanto deje al bebé -dijo estúpidamente, con los ojos fijos en el cráneo del bebé-. Pero… ¿qué diablos es eso? ¿Fiebre cerebral?

El coche avanzó por la calle indicada y aparcaron frente a la clínica. Himiko ya había recuperado la compostura.

– No tomó el número del permiso de conducir, ni mi nombre ni nada… ¡Qué tío tan despistado!

La clínica era de madera y argamasa. Entraron al vestíbulo. No había indicios de enfermeras ni pacientes. En cuanto Himiko llamó, apareció el hombre de la cabeza de huevo. Esta vez no llevaba esmoquin sino una bata corta y salpicada de manchas sanguinolentas.

Ignoró por completo a Bird y, sin dejar de mirar la cesta, como si estuviera comprándole pescado a un vendedor ambulante, regañó a Himiko:

– Llegas tarde, Himi. Ya comenzaba a pensar que me habías gastado una broma.

Bird tuvo la impresión de que el vestíbulo estaba en ruinas. Se sintió abrumado y amenazado.

– Tuvimos problemas para encontrar el lugar -respondió Himiko con frialdad.

– Temí que por el camino se les hubiera ocurrido lo peor. Hay personas radicales, sabes. Una vez que han tomado una decisión les da igual que el bebé muera de debilidad o estrangularlo… ¡Dios mio! -exclamó el doctor alzando la cesta-, como si no tuviera bastante, ha cogido una pulmonía. Al igual que antes, el médico habló con voz tranquila.

CAPITULO XIII

Dejaron el coche en un aparcamiento y se dirigieron en taxi al bar Kikuhiko. Estaban agotados y necesitaban dormir, pero tenían la boca seca y, secretamente, les inquietaba regresar solos a la casa.

El taxi se detuvo frente a un farol de gas que tenía la palabra KIKUHIKO pintada en azul sobre el globo de cristal. Bird empujó una precaria puerta de madera y accedió a una habitación desolada y estrecha como un cobertizo para ganado. No había más que una barra corta y al otro lado dos grupos de sillas rústicas con respaldos excesivamente altos. El bar estaba vacío, a excepción de un hombrecillo detrás de la barra. Sus labios parecían de jovenzuela y sus ojos de oveja los observaban con cautela. Bird permaneció de pie junto a la puerta y a su vez miró al hombrecillo. Poco a poco, la imagen de su joven amigo Kikuhiko se sobrepuso a la ambigua cara tras la barra.

– ¡Increíble! ¡Pero si es Himi! -Habló con los labios fruncidos, sin apartar la mirada de Bird-. A éste lo conozco. Ha pasado mucho tiempo, pero ¿no es Bird?

– Será mejor que nos sentemos -dijo Himiko.

El dramatismo de este reencuentro no lograba despertar las emociones internas de ninguno de ellos. Bird se sentó un poco alejado de Himiko.

– ¿Cómo le llaman ahora, Himi?

– Bird.

– No me lo creo. ¿Todavía? Han pasado siete años. ¿Qué bebes, Bird? -preguntó Kikuhiko.

– Whisky solo.

– ¿Y tú, Himi?

– Lo mismo.

– Tenéis aspecto cansado. Aún es temprano, la noche acaba de comenzar.

– Venga, Kikuhiko, no hay nada sexual. Sólo hemos estado por ahí en el coche… -dijo Himiko.

Bird se acercó el vaso de whisky y vaciló. Kikuhiko… no puede tener más de veintidós años y parece tan mayor, aunque conserva mucho de lo que tenía a los quince… Kikuhiko, un híbrido navegando entre dos edades.

Kikuhiko también bebía whisky solo. Sirvió más para él e Himiko, que se había bebido el primer vaso de un trago. Bird y Kikuhiko se miraban de vez en cuando. Por último, le dijo:

– Bird, ¿me recuerdas?

– Por supuesto.

Le resultaba extraño, pero le parecía estar hablando con el propietario de un bar gay y no con un antiguo amigo al que no veía desde hacía años.

– Han pasado siglos, ¿no es cierto, Bird? Desde aquel día en que fuimos al pueblo vecino y vimos aquel soldado americano asomado a la ventanilla de un tren, con la mitad de la cara destrozada.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Himiko.

– Fue durante la guerra de Corea. Volvían a Japón tras haber sido heridos como obedientes soldaditos. Los trenes pasaban repletos de heridos, y ese día vimos uno de ellos. Bird, ¿crees que pasarían a menudo por nuestra provincia?

– No lo creo.

– Corrían rumores acerca de unos mañosos que cogían estudiantes japoneses y los vendían como soldados. Incluso se rumoreó que el gobierno pensaba embarcarnos rumbo a Corea… En esa época vivía aterrado.

Kikuhiko había sentido un miedo demencial. La noche en que riñeron y se separaron, le había gritado: «Bird, ¡tenía miedo!». Pensó en su bebé y supuso que era incapaz de sentir miedo. Sintió alivio, un alivio poco claro y frágil.

– Sin duda eran rumores infundados -dijo, intentando olvidarse del bebé.

– Eso te lo crees tú, pero yo hice toda clase de cosas a causa de esos rumores. Ahora que lo pienso, Bird, ¿atrapaste finalmente al loco que perseguíamos?

– Lo encontré ahorcado en Shiroyama… Fue en vano. -Sintió en la punta de la lengua el sabor agrio de aquel recuerdo-. Lo hallamos al amanecer, los perros y yo al mismo tiempo. Fue una de las cosas más absurdas que he hecho en mi vida.

– Yo no diría eso. Tú continuaste la búsqueda hasta el amanecer y yo deserté en medio de la noche. Desde entonces nuestras vidas han sido completamente diferentes. Dejaste de relacionarte conmigo y con la gente como yo y marchaste a la universidad de Tokio. En cambio yo caí sin interrupción. Mírame ahora…, oculto en este antro de maricas. Bird, si no me hubieras abandonado aquella noche… tal vez estaría mejor de lo que estoy.