Agachó la cabeza, se puso de pie sobre los pedales y cogió velocidad. Revivió la inútil impresión de huida que lo había acompañado en su sueño. Pero igual continuó pedaleando. Una rama delgada de gingco se le enganchó en el hombro y le rasguñó la oreja. Tampoco esto le hizo disminuir la velocidad. Sintió que las gotas, silbantes como balas debido al viento, le rozaban la oreja palpitante.
Bird dio un patinazo a la entrada del hospital y se detuvo con un chirrido de frenos como salido de su propia garganta. Estaba calado hasta los huesos y temblaba como un perro después de nadar. Mientras se sacudía el agua, le pareció que acababa de recorrer un largo trayecto, inmensamente largo, a toda velocidad.
Se detuvo frente a la sala de consulta y recuperó el aliento. Luego se asomó y se dirigió a los desdibujados rostros que le esperaban en la penumbra.
– Soy el padre -dijo con voz ronca, y se preguntó por qué estarían sentados en una habitación a oscuras.
Entonces reconoció a su suegra, con la cara medio escondida en la manga de su kimono, como esforzándose por no vomitar. Bird se sentó en una silla a su lado y sintió que la ropa se le pegaba a la espalda y el trasero. Empezó a temblar, no con la intensidad de cuando había aparcado la bicicleta en la entrada, sino con la desvalidez de un polluelo. Poco a poco, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad de la habitación. Descubrió el tribunal de tres médicos que lo observaban en silencio desde que se instalara en la silla. Al igual que la bandera nacional en la sala de un juzgado, el diagrama anatómico colgado en la pared a sus espaldas constituía un símbolo de sus prerrogativas.
– Soy el padre -repitió Bird, irritado. La voz denotaba que se sentía amenazado.
– Desde luego que sí -replicó un poco a la defensiva el doctor que permanecía en el centro, flanqueado por sus colegas, como si hubiera notado cierta desmesura en la voz de Bird.
Era el director del hospital; Bird recordó haberlo visto restregándose las manos junto a su mujer. Le miró, esperando que dijera algo. Pero en vez de comenzar las explicaciones, el director sacó una pipa de su arrugada bata de cirujano y la llenó de tabaco. Era un hombre bajo, con aspecto de tonel, obeso en extremo, lo que le daba un aire melancólico, pesado y de pretenciosa pompa. Tenía la bata sucia y abierta a la altura del pecho, tan peludo como el lomo de un camello. Las mejillas, el labio superior y el buche de grasa que le colgaba hasta la garganta estaban cubiertos de barba. Quizá no había tenido tiempo de afeitarse esta mañana: desde ayer por la tarde luchaba por salvarle la vida al bebé. Bird se sintió agradecido, por supuesto, pero algo sospechoso en ese doctor peludo y de mediana edad le impedía bajar la guardia. Como si, por debajo de su piel hirsuta, se ocultara algo peligroso.
Finalmente, el director se quitó la pipa de sus gruesos labios y, sosteniéndola con una mano regordeta, enfrentó de pronto la mirada firme de Bird y preguntó:
– ¿Quiere ver la cosa antes? -La voz sonó excesivamente alta para las circunstancias.
– ¿El bebé está muerto? -preguntó Bird.
Durante un segundo, el director lo miró con extrañeza, pero en seguida borró la expresión con una sonrisa ambigua.
– Claro que no -dijo-. De momento, tiene voz fuerte y movimientos vigorosos.
Bird escuchó el suspiro profundo y grave de su suegra, como queriendo insinuarle algo. Si no hubiera tenido la boca bajo la manga del kimono, el suspiro habría sonado tan grotesco como el de un borracho y atemorizado a todos los presentes. O la mujer estaba por completo agotada o, caso contrario, había querido indicarle cuan profundamente era la ciénaga de la calamidad en que él y su esposa estaban metidos. Una de dos.
– Pues bien, ¿quiere usted ver la cosa?
El doctor situado a la derecha del director se puso de pie. Era un hombre joven, alto y delgado, con un rostro de pómulos salientes y ojos que en cierta forma desequilibraban su simetría horizontaclass="underline" un ojo era móvil y de mirar tímido; el otro, sereno e inmóvil. Bird, que también se había puesto de pie, se derrumbó en la silla al darse cuenta que un ojo era de vidrio.
– ¿Podría informarme antes, por favor? -dijo Bird con voz cada vez más atemorizada. En su mente, las palabras del director le inspiraban repulsión: «¡la cosa!».
– Quizá tenga usted razón. Cuando se lo ve por primera vez, resulta chocante. Yo mismo me sorprendí cuando salió.
Inesperadamente, los gruesos párpados del director enrojecieron y prorrumpió en una risita infantil. Bird había intuido algo peligroso bajo la piel peluda, y ahora supo que era esa risita que, antes de manifestarse, se revelaba como una sonrisa vaga. Lanzó al sonriente doctor una mirada airada, pero se dio cuenta de que reía porque se sentía incómodo: había extraído de entre las piernas de la mujer de otro hombre una especie de monstruo inclasificable. Tal vez se trataba de un monstruo con cabeza de gato y cuerpo hinchado como un globo. Aparte lo que fuera la criatura, el doctor se sentía avergonzado por haberla traído al mundo. Por eso reía de esa manera. Su comportamiento no era propio de la dignidad profesional de un obstetra experimentado y director de un hospital, sino más bien de un comediante barato y avergonzado.
Inmóvil, Bird esperó a que el director se recuperara de su ataque de risa. Un monstruo. Pero ¿de qué tipo? La palabra empleada, «la cosa», se asociaba en Bird a «el monstruo»; las espinas de semejante palabra le rasguñaban el plexo solar. Al presentarse había dicho: «Soy el padre», y los doctores habían hecho una mueca. Porque en sus oídos quizá sonó algo muy diferente: Soy el padre del monstruo.
Enseguida el director dominó la risita y recuperó su dignidad melancólica. Pero conservó el tono rosáceo en los párpados y mejillas. Bird apartó la mirada, luchando contra un repentino torbellino de rabia y miedo. Luego dijo:
– ¿Qué es lo que resulta tan sorprendente?
– ¿Se refiere a la apariencia, al aspecto que tiene? Pues, verá usted…, parece que tuviera dos cabezas. ¿Conoce la obra de Josef Wagner Bajo la doble águila?… De todos modos, impresiona.
El director estuvo a punto de comenzar otra vez con su risita, pero se contuvo justo a tiempo.
– Entonces ¿es algo así como los siameses? -preguntó Bird con timidez.
– En absoluto. Tan sólo parece que tuviera dos cabezas… ¿Quiere verle ahora?
– Pero, en términos médicos… -titubeó Bird.
– Lo llamamos hernia cerebral. El cerebro asoma por una abertura en el cráneo. Fundé este hospital cuando me casé y desde entonces nunca había visto un caso semejante. Es sumamente raro. Puedo asegurarle que me ha sorprendido.
Hernia cerebral. Bird buscó mentalmente una imagen concreta, algo, pero no encontró nada.
– ¿Hay alguna esperanza de que se desarrolle con normalidad? -preguntó aturdido.
– ¡Con normalidad! -La voz del director se elevó como si se hubiera enfadado-. ¡Estamos hablando de una hernia cerebral! Se podría abrir el cráneo y meter dentro el cerebro, pero incluso así, y con suerte, sólo conseguiríamos una especie de ser humano vegetal. ¿A qué se refiere usted al decir «normalidad»?