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El director movió la cabeza y miró a los doctores jóvenes como consternado ante la insensatez de Bird. El doctor del ojo de vidrio en seguida asintió con la cabeza. Lo mismo hizo el otro, un hombre taciturno, recubierto desde la frente ancha hasta la garganta por la misma piel cetrina e inexpresiva. Ambos miraron severamente a Bird, como catedráticos que desaprueban el bajo rendimiento de un examinado en una prueba oral.

– ¿Morirá en seguida? -preguntó Bird.

– No apresure los acontecimientos. Tal vez mañana, o quizá no tan pronto. Es un crío muy vigoroso -observó el director desde un punto de vista clínico-. Pues bien, ¿qué quiere usted hacer?

Desconcertado, Bird permaneció en silencio. ¿Qué demonios podía hacer? Primero te llevan a un callejón sin salida y luego te preguntan qué quieres hacer. Ese hombre parecía un ajedrecista malvado. ¿Qué debería hacer? ¿Hincarse de rodillas y llorar a gritos?

– Si usted lo acepta, puedo hacer que trasladen al bebé al hospital de la Universidad Nacional… Si usted lo acepta.

El ofrecimiento sonó como un acertijo con trampa incorporada. Se esforzó por ver más allá del laberinto, pero no lo consiguió. Sólo se reservó una vana cautela.

– Si no hay otra alternativa…

– Ninguna otra -cortó el director-. Pero le quedará la satisfacción de saber que hizo todo lo posible.

– ¿No podríamos dejarle aquí?

Todos se volvieron hacia quien había formulado la abrupta pregunta: la suegra de Bird permanecía sentada e inmóvil, como la ventrílocua más fúnebre del mundo. El director la observó como el tasador que fija un precio. Cuando habló, fue tan evidente que intentaba protegerse a sí mismo, que resultó casi grotesco:

– ¡Imposible! Se trata de una hernia cerebral. ¡Completamente descartado!

La mujer escuchó, sin moverse y con la boca todavía oculta bajo la manga del kimono.

– Lo llevaremos al otro hospital -afirmó Bird.

El director aprovechó la decisión de Bird para desplegar sus numerosos y complicados conocimientos administrativos. Cuando los dos subalternos se marcharon con órdenes de establecer contactos con el hospital universitario y disponer lo necesario para conseguir una ambulancia, el director volvió a llenar su pipa y, como si se hubiera librado de un fatigoso peso, dijo aliviado:

– Haré que un miembro del equipo vaya en la ambulancia. Así estará usted tranquilo de que el bebé llegará sano.

– Gracias.

– Sería mejor que su suegra permaneciera aquí con su esposa. Y usted, ¿por qué no vuelve a casa y se cambia de ropa? La ambulancia no estará preparada hasta dentro de veinte minutos.

– Eso haré -dijo Bird.

El director se le acercó y, con excesiva confianza, le susurró como contándole un chiste verde:

– Por supuesto, usted puede negarse a que le operen, si así lo prefiere.

Pobrecillo, pensó Bird, la primera persona que mi bebé encontró en el mundo tuvo que ser este doctor peludo y rechoncho como un cerdo.

Pero Bird seguía aturdido: su ira y su tristeza estallaron como una burbuja en el instante mismo de su cristalización.

Bird, su suegra y el director caminaron en grupo hasta la sala de espera, al lado de la entrada del hospital, en silencio y evitando mirarse a la cara. En la entrada, Bird se volvió para despedirse. Su suegra le devolvió la mirada con ojos tan parecidos a los de su esposa que bien podían haber sido hermanas. La mujer intentaba decirle algo. Bird esperó. Pero ella no hacía más que mirarle en silencio, contrayendo los ojos oscuros hasta vaciarlos de toda expresión. Bird percibía su desconcierto: como si estuviera de pie, desnuda y avergonzada, en una calle pública. Pero ¿qué podía hacerla sentir tan avergonzada como para apagarle los ojos e incluso la piel del rostro? Bird apartó la mirada antes que ella, y preguntó al director:

– ¿Es niño o niña?

La pregunta le cogió desprevenido y nuevamente se le escapó aquella risita curiosa.

– Vamos a ver… No lo recuerdo exactamente, pero tengo la impresión de que lo vi, claro que sí… Tiene pene -dijo como si fuera un joven interno.

Bird salió solo. Ya no llovía y el viento empezaba a amainar. Las nubes aparecían brillantes y secas. El capullo de penumbras de la madrugada se había convertido en una mañana radiante, y en el aire se notaba un olor agradable, típico de comienzos de verano. Todos los músculos y órganos de su cuerpo se distendieron. En el hospital se mantenía una suavidad nocturna, pero ahora, la luz matinal reflejada en el pavimento húmedo y en los árboles frondosos se clavaba como carámbanos en sus ojos desprevenidos. Pedalear en bicicleta hacia la luz era como estar suspendido en un trampolín: Bird se sentía separado de la certidumbre de la tierra, aislado, entumecido, como un indefenso insecto atrapado por una araña.

Puedes conducir esta bicicleta hasta un paraje desconocido y atiborrarte de alcohol durante cien días. Bird escuchó esta dudosa revelación. Y mientras se dejaba ir calle abajo, bañado por la luz de la mañana, esperó a que la voz volviera a hablar. Pero sólo hubo silencio. Como aletargado, comenzó a pedalear…

Bird estaba inclinado hacia delante en la cocina-comedor, intentando alcanzar la ropa interior limpia puesta sobre el televisor, cuando se dio cuenta de que estaba desnudo. Instantáneamente, como persiguiendo con la mirada a un ratón que huye, miró hacia abajo, a sus genitales: el fuego de la vergüenza le quemó. Se vistió a toda prisa. En ese momento, Bird era un eslabón en la cadena de vergüenzas que conectaba con la de su suegra y la del director. El cuerpo humano, imperfecto, frágil, a expensas del peligro, le hacía ruborizarse. Bird salió temblando del apartamento, con la cabeza gacha, y huyó escaleras abajo, huyó a través del vestíbulo y huyó en su bicicleta de todo lo que quedaba a sus espaldas. Si fuera posible, hubiera querido huir de su propio cuerpo. A toda velocidad en la bicicleta, le pareció que así huía de su cuerpo más lejos de lo que hubiera hecho a pie.

Cuando Bird entró en el sendero de acceso al hospital, un hombre vestido de blanco bajaba a toda prisa las escalinatas llevando algo que parecía una cesta de heno y se abría paso entre la gente hasta la parte posterior de una ambulancia. La parte suave y blanda de Bird, la parte que quería escapar, intentó ver la escena como si ocurriera en un lugar lejano y no tuviera relación con él, tan sólo una persona que había salido a dar un paseo matinal. Pero Bird no pudo hacer más que avanzar, luchando como un topo que horadara un muro de barro imaginario, a través de una resistencia fuerte y viscosa que le estorbaba.

Bird se apeó de la bicicleta y mientras sujetaba una cadena alrededor de la rueda delantera, una voz enérgica le sobresaltó:

– ¡No puede dejar ahí esa bicicleta!

Se dio la vuelta y buscó con la mirada hasta encontrar los ojos reprobadores del director rechoncho y peludo. Luego llevó la bicicleta hasta unos arbustos. Las gotas de lluvia arracimadas en las hojas de fatsia le mojaron el cuello y resbalaron espaldas abajo. En general, Bird tenía un carácter susceptible, pero esta vez ni siquiera chasqueó la lengua en señal de irritación. Lo que le ocurriera de aquí en adelante parecía formar parte de un designio inevitable.

Regresó de entre los arbustos con los zapatos embarrados. El director parecía algo arrepentido de su anterior brusquedad. Rodeó a Bird con un brazo corto y grueso, le condujo hacia la ambulancia y, como si le revelara un maravilloso secreto, le dijo con énfasis:

– ¡Sí que es niño! ¡Sabía que había visto un pene!

El doctor de un solo ojo y un anestesista estaban sentados en la ambulancia, con una cesta y un cilindro de oxígeno entre ellos. La espalda del anestesista ocultaba el contenido de la cesta. Pero el débil siseo del oxígeno, que parecía la señal de un transmisor secreto, daba a entender que aquello vivía. Bird se acomodó en una banqueta frente a ellos y observó a través de la ventanilla. Se estremeció: desde cada una de las ventanas del segundo piso, e incluso desde el balcón, probablemente recién salidas de la cama, con las caras recién lavadas brillando, blancas, al sol de la mañana, un grupo de mujeres embarazadas miraban a Bird. Todas vestían ligeros camisones de fibra sintética, rojos o azulados. Las que estaban en el balcón, con los camisones ondeando alrededor de los tobillos, parecían ángeles danzando en el aire. Bird vio angustia en sus rostros, expectación, júbilo. Y bajó la mirada. La sirena comenzó a sonar y la ambulancia se puso en movimiento. Bird apoyó los pies con firmeza para no resbalar de la banqueta, y pensó en la sirena. Hasta ahora, las sirenas siempre habían sido objetos en movimiento que pasaban a toda velocidad. Sin embargo, ahora Bird llevaba una sirena adherida al cuerpo como una enfermedad: esta sirena nunca se alejaría.