Por su condición de ex miembro de las Fuerzas Armadas, era muy posible que tuviera fácil acceso a un arma. Fue hasta el colegio en coche, aparcó junto a los de los profesores sin preocuparse de cerrar la puerta, sin duda tenía prisa; los testigos le vieron irrumpir en el edificio y, una vez dentro, fue directamente a la sala común donde en aquel momento había tres personas. Dos de ellas estaban ahora muertas y la tercera, herida. A continuación se mató de un disparo en la sien. Eso era todo. Las críticas comenzaban a llover: ¿Cómo era posible, por Dios bendito, que después de lo de Dunblane, cualquier desconocido pudiera entrar por las buenas en un colegio? ¿Había dado señales Herdman de estar a punto de estallar? ¿Era culpa de los médicos o de los asistentes sociales? ¿Del gobierno? De cualquiera. Tenía que ser culpa de alguien. Era absurdo echársela a Herdman, que estaba muerto. Hacía falta un chivo expiatorio. Siobhan estaba segura de que al día siguiente saldrían a colación los tópicos habituales: la violencia en la cultura actual, el cine y la televisión, el estrés de la vida moderna, pero después volvería la calma. Un dato le llamó la atención: tras el endurecimiento de las leyes sobre posesión de armas en el Reino Unido, a raíz de la matanza de Dunblane, las agresiones con armas habían aumentado. Seguro que los grupos de presión a favor de las armas sabrían arrimar el agua a su molino.
Uno de los motivos por los que en St Leonard todos hablaban del suceso era porque el padre del superviviente era miembro del Parlamento escocés y no un diputado cualquiera. Seis meses antes, Jack Bell había sido protagonista de un incidente con la Policía, que le había detenido cuando paseaba en coche por la zona de prostitución de Leith. Los vecinos de aquel barrio se habían manifestado varias veces exigiendo la intervención policial y la Policía había respondido con una redada nocturna en la que, entre otros, pescaron a Jack Bell.
Bell había reivindicado su inocencia, alegando que él estaba allí exclusivamente por «motivos de investigación»; su esposa lo había corroborado, la mayoría de su partido también y la cúpula de la Policía había optado por dar carpetazo al asunto. Pero entretanto los periódicos se habían cebado con Bell, y el diputado había acusado a la Policía de actuar en connivencia con la «prensa basura» para acosarle por su activismo político.
El resentimiento de Bell fue enconándose de tal modo que llegó a efectuar varias intervenciones en el Parlamento para denunciar la ineficacia de las fuerzas policiales y reivindicar la necesidad de un cambio. Y ahora en los ambientes policiales todos opinaban que causarían problemas.
A Bell lo habían detenido agentes de la comisaría de Leith, encargada, precisamente, del crimen del colegio Port Edgar.
Además, South Queensferry era de su jurisdicción.
Y por si aquello era poco, una de las víctimas era hijo de un juez.
Todo lo cual conducía al segundo motivo por el que se había convertido el tema del día en St Leonard. Se sentían excluidos. Era un caso de la jurisdicción de Leith, y no les quedaba otra opción que aguardar pacientemente por si solicitaban refuerzo de agentes. Pero Siobhan lo dudaba. El caso estaba claro, asesino y víctimas yacían en el depósito. Aunque para que Gill Templer…
– ¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!
El imperioso graznido surgió de un altavoz en el techo justo encima de su cabeza. Los dos agentes de la cantina se volvieron para mirarla y ella dio un sorbo a la lata procurando no inmutarse, pero sintió un escalofrío por dentro que no tenía que ver con el frescor de la bebida.
– ¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!
Estaba delante de la puerta de cristal. Fuera, en el aparcamiento, su coche ocupaba disciplinadamente el hueco que le correspondía. ¿Qué haría Rebus, marcharse o esconderse? No pudo contener una sonrisa al encontrar la respuesta: ni una cosa ni otra; seguramente subiría los escalones de dos en dos hasta el despacho de la jefa convencido de que él tenía razón y de que ella, dijera lo que dijera, estaba en un error.
Tiró la lata y se dirigió a la escalera.
– ¿Sabe por qué quería verla? -preguntó la comisaria Gill Templer.
Estaba sentada a la mesa repleta de papeles con el trabajo del día. Por su cargo, Templer era responsable de la División B, que comprendía tres comisarías del sur de Edimburgo cuya Jefatura estaba en St Leonard. Su trabajo no era tan arduo como otros, aunque la situación cambiaría cuando finalmente trasladaran el Parlamento escocés a la nueva sede que estaban construyendo al pie de Holyrood Road. Templer dedicaba ya una desproporcionada cantidad de tiempo a reuniones relacionadas con las necesidades que se derivarían del nuevo Parlamento, y Siobhan sabía cuánto lo detestaba. Nadie ingresaba en la Policía por amor al papeleo. Sin embargo, el presupuesto y los gastos ocupaban cada vez más la mayor parte del trabajo; los oficiales de las comisarías que resolvían los casos de investigación sin sobrepasar el presupuesto eran ejemplares raros, y los que economizaban dentro del presupuesto, seres de otro planeta.
Siobhan se daba cuenta de que a Templer aquello le pasaba factura. Últimamente siempre tenía un aire de preocupación y comenzaban a apuntarle las canas. No lo habría advertido o no tendría tiempo para teñírselas. Empezaba a perder la batalla contra el tiempo, y Siobhan se preguntó qué precio se vería ella obligada a pagar para ascender en el escalafón policial. Suponiendo que a partir de aquel día siguiera teniendo una carrera en la Policía.
Templer parecía preocupada mientras rebuscaba en un cajón de su mesa. Finalmente se dio por vencida y lo cerró para centrar su atención en Siobhan. Al mirarla, bajó la barbilla, lo cual tuvo el efecto de endurecer su mirada. Siobhan no pudo por menos de fijarse en que se le habían acentuado las arrugas en torno al cuello y la boca y, al cambiar de postura en el sillón y estirar la chaqueta bajo los senos, comprobó que también había engordado. Demasiada comida rápida o exceso de cenas oficiales con los jefazos. Siobhan, que aquella mañana había ido al gimnasio a las seis, se sentó algo más recta en una silla e irguió ligeramente la cabeza.
– Supongo que será por lo de Martin Fairstone -dijo anticipándose a Templer y dando el primer golpe del combate. Al ver que callaba, prosiguió-: Yo no tuve nada que ver…
– ¿Dónde está John? -cortó tajante Templer.
Siobhan tragó saliva.
– No está en su casa -continuó Templer-. Envié a alguien para que lo comprobara. Y según dice usted se ha tomado dos días de baja por enfermedad. ¿Dónde está, Siobhan?
– Yo no…
– El caso es que hace dos días vieron a Martin Fairstone en un bar. En lo que no hay nada de extraordinario, salvo que quien le acompañaba guardaba un notable parecido con el inspector Rebus y un par de horas después el tal Fairstone perece achicharrado en la cocina de su casa. -Hizo una pausa-. Eso suponiendo que aún viviera cuando se inició el fuego.
– Señora, de verdad que yo no…
– A John le gusta protegerte, ¿verdad, Siobhan? No hay nada malo en ello. John tiene ese algo de caballero andante, ¿a que sí? Siempre anda buscando algún dragón con quien enfrentarse.
– Este caso no tiene nada que ver con el inspector Rebus, señora.
– Entonces, ¿por qué se esconde?
– A mí no me consta que se haya escondido.
– ¿Entonces lo has visto? -Una simple pregunta que Templer acompañó de una sonrisa-. Me apostaría algo.
– Se encuentra algo indispuesto para venir a comisaría -replicó Siobhan, consciente de que su defensa iba perdiendo fuerza.
– Si no puede venir aquí, estoy dispuesta a ir con usted a verle.