Siobhan se vio desarmada.
– Antes tendré que decírselo a él.
Templer negó con la cabeza.
– Esto no es negociable, Siobhan. Por lo que me dijo, Fairstone la acosaba y le puso un ojo morado.
Siobhan se llevó involuntariamente la mano al pómulo izquierdo. Casi no quedaba marca. Apenas una sombra que podía disimular con maquillaje o alegar que se debía al cansancio, pero todavía se le notaba cuando se miraba en el espejo.
– Y ahora ha muerto -prosiguió Templer- en un incendio posiblemente provocado. Así que comprenderá que tengo que hablar con todos los que le vieron aquella noche. -Otra pausa-. ¿Cuándo le vio por última vez, Siobhan?
– ¿A quién, a Fairstone o a Rebus?
– A los dos, ya que estamos.
Siobhan no contestó y trató de agarrar con las manos los brazos de metal del sillón, pero no había brazos. Era nuevo y más incómodo que el viejo. En ese momento advirtió que la poltrona de Templer era también nueva y que estaba alzada unos centímetros más. Un truco para cobrar ventaja sobre las visitas… lo que significaba que la gran jefa necesitaba tales artificios.
– Con todo respeto -dijo Siobhan haciendo una pausa-. Creo que no estoy preparada para contestar a eso, señora.
Se levantó sin estar segura de volver a sentarse si Gill Templer se lo mandaba.
– Es muy lamentable, sargento Clarke -dijo Templer con voz fría, prescindiendo del nombre de pila-. ¿Le dirá a John que hemos hablado?
– Lo que usted diga.
– Espero que tengan coartadas coincidentes por si abrimos una investigación.
Siobhan asintió con la cabeza a la amenaza. Bastaría con una petición de la jefa para que aparecieran los de Expedientes con sus carteras llenas de preguntas y sospechas. La rúbrica completa de los de Expedientes era Servicio de Expedientes Disciplinarios.
– Gracias, señora -se limitó a decir antes de abrir la puerta y cerrarla al salir.
Había unos servicios en el pasillo; entró y fue a sentarse en el cubículo un instante para sacar del bolsillo una bolsa de papel y respirar dentro. La primera vez que había sufrido un ataque de pánico temió hallarse al borde de un paro cardíaco: el corazón le latía con fuerza, no le respondían los pulmones y sentía una oleada de electricidad por todo el cuerpo. El médico le recomendó tomarse unos días de descanso. Ella había acudido a la consulta pensando que iba a decirle que fuera al hospital a hacerse unas pruebas, pero el médico le recomendó que comprara un libro sobre su enfermedad; lo encontró en una farmacia y vio que en el primer capítulo había una relación de los síntomas con consejos al respecto: reducir la cafeína y el alcohol, la sal y las grasas y, en caso de ataque, respirar dentro de una bolsa de papel.
El médico le dijo que tenía un poco alta la tensión y le sugirió hacer ejercicio. Había empezado a ir una hora antes a la comisaría para pasar por el gimnasio. Se había propuesto también ir a nadar a la piscina Commonwealth, que estaba muy cerca.
– Soy cuidadosa con las comidas -le había comentado al médico.
– Bien, prueba a hacer una lista a lo largo de una semana -añadió él; pero de momento no se había molestado y seguía olvidándose el bañador.
Demasiado fácil echarle la culpa a Fairstone.
Fairstone había comparecido ante el tribunal con dos cargos: allanamiento de morada y agresión. Cuando escapaba después del robo, había golpeado la cabeza contra la pared a una vecina que había tratado de detenerle. Le había propinado tal patada en la cara que le había dejado marcada la suela de la zapatilla deportiva. Siobhan prestó declaración como mejor supo, pero no habían encontrado la zapatilla ni en casa de Fairstone había aparecido lo que había desaparecido del piso. La vecina, por su parte, describió al agresor, reconoció su foto en las fichas policiales y lo identificó en una rueda de sospechosos, pero subsistían problemas que los de la Fiscalía detectaron de inmediato: no existían pruebas en el escenario del delito y no se podía vincular a Fairstone con aquellos cargos salvo por el hecho de que era un ladrón conocido convicto en otras ocasiones por agresión.
– Habría estado bien encontrar la zapatilla -comentó el fiscal jefe rascándose la barba al tiempo que preguntaba si no convendría retirar los dos cargos a cambio de un arreglo.
– ¿Y que le den un cachete y se vaya a su casa como si nada? – había replicado Siobhan.
En el juicio, el defensor arguyó ante Siobhan que la primera descripción del agresor que había dado la vecina apenas correspondía con el aspecto físico del imputado. La propia víctima tampoco contribuyó mucho al aceptar que había una sombra de duda, detalle que la defensa supo explotar al máximo. Siobhan incluyó en su testimonio cuantas insinuaciones fueron posibles para dar a entender que el acusado tenía antecedentes, pero finalmente el juez no tuvo más remedio que atender las protestas del defensor y amonestarla.
– Es el último aviso, sargento Clarke -le dijo-. Así que, si no desea dejar en mal lugar a la Corona en este caso, le sugiero que a partir de ahora medite más cuidadosamente sus respuestas.
Fairstone acababa de clavar la mirada, perfectamente consciente de lo que ella pretendía, y después, tras el veredicto de inocencia, salió del tribunal a grandes zancadas, como si tuviese muelles en los talones de sus zapatillas deportivas nuevas, y la agarró del hombro.
– Esto es una agresión -dijo ella, tratando de disimular lo furiosa y frustrada que se sentía.
– Gracias por ayudarme a quedar en libertad -replicó él-. Tal vez algún día le devuelva el favor. Ahora voy al pub a celebrarlo. ¿Cuál es su veneno favorito?
– Desaparezca por la alcantarilla más cercana, ¿me oye?
– Creo que me he enamorado -añadió él.
Esbozó una amplia sonrisa en su rostro delgaducho mientras alguien le llamaba a gritos. Era su novia, una rubia de bote vestida con ropa deportiva. En una mano sostenía un paquete de cigarrillos y en la otra un móvil, pegado a la oreja. Ella le había proporcionado la coartada para la hora en que se produjo la agresión junto con otros dos amigos.
– Creo que le reclaman.
– Pero yo la quiero a usted, Siob.
– ¿Me quiere? -replicó Siobhan aguardando a que él asintiera con la cabeza-. Entonces avíseme la próxima vez que vaya a pegar a una desconocida.
– Deme su número de teléfono.
– Búsquelo en el listín, en la sección «Policía».
– ¡Marty! -gruñó la novia.
– Nos veremos, Siob -añadió él sin dejar de sonreír caminando de espaldas unos pasos antes de darse la vuelta.
Siobhan fue directamente a St Leonard para repasar el expediente de Fairstone y una hora después le pasaron una llamada de la centralita. Era él, que la llamaba desde un bar. Colgó. Diez minutos más tarde volvía a insistir… y otra vez diez minutos después.
Y al día siguiente.
Y toda la semana siguiente.
Al principio no supo cómo reaccionar. Dudaba de si era un error callar, porque a él eso parecía más bien divertirle y animarle a insistir. Rogó al cielo que se cansase, que encontrara otra cosa en qué ocuparse. Entonces, un buen día, apareció por la comisaría, e intentó seguirla hasta casa. Ella se dio cuenta y le hizo caminar de un lado para otro mientras pedía ayuda por el móvil. Un coche patrulla le interpeló. Al día siguiente volvió a verle al acecho, fuera del aparcamiento, en la parte trasera de la comisaría. Le esquivó saliendo a pie por la puerta principal y cogió un autobús.
Sin embargo, Fairstone no desistía. Siobhan comprendió que lo que posiblemente había empezado por ser una broma estaba convirtiéndose en un juego más serio. Así que decidió mover una de sus mejores piezas. Rebus, de todos modos, ya se había dado cuenta: las llamadas a las que ella no respondía, las veces que la sorprendía mirando por la ventana, su modo de mirar a un lado y a otro cuando salían de servicio. Así que finalmente se lo contó y fueron los dos a hacer una visita al semiadosado de protección oficial de Fairstone en Gracemount.