El tercer disparo en la cabeza, esa vez en su propia sien.
– ¿Por qué, Herdman? Sólo queremos saber eso -musitó Rebus.
Fue a la puerta, gritó y entró de nuevo en el cuarto adelantando la mano derecha enguantada como si esgrimiera una pistola. Se movió en posición de tiro describiendo un arco, pensando que los de la Científica habrían hecho igual que él pero delante de sus ordenadores. Era la manera de reconstruir la escena, de calcular los ángulos de tiro e impacto y la posición del asesino en el momento de los disparos. La mínima prueba contribuía al relato. Se detuvo aquí, se volvió, avanzó… Si comparamos el ángulo de trayectoria de la bala con la mancha de sangre en la pared…
Llegarían a reconstruir los movimientos efectuados por Herdman y la acción completa en los gráficos con sus cálculos de balística. Y nada de eso les serviría para despejar el interrogante del móvil.
– No dispares -dijo una voz desde la puerta.
Era Bobby Hogan, que estaba en posición de manos arriba y acompañado de dos personajes que Rebus conocía: Claverhouse y Ormiston. Claverhouse, alto y desgarbado, era inspector, y Ormiston, bajo y fornido y siempre resfriado, era sargento. Los dos trabajaban en la División de Estupefacientes y tenían una relación estrecha con el subdirector Colin Carswell. De hecho, en un día de mala leche, Rebus les habría denominado los sicarios de Carswell. Se percató de que tenía estirado el brazo con la mano a modo de pistola y lo bajó.
– He oído que este año se lleva el estilo fascista -dijo Claverhouse señalando los guantes de Rebus.
– Que en ti es moda permanente -replicó Rebus.
– Vamos, muchachos -terció Hogan.
Ormiston miró la mancha de sangre de la moqueta y la pisó con la punta del zapato.
– ¿Qué habéis venido a husmear? -preguntó Rebus mirando a Ormiston, que se restregaba la nariz con el reverso de la mano.
– Drogas -contestó Claverhouse, quien con la chaqueta totalmente abotonada parecía un maniquí de escaparate.
– Parece que Ormie ha probado la mercancía.
Hogan agachó la cabeza para disimular la sonrisa y Claverhouse se volvió hacia él.
– Creía que el inspector Rebus estaba suspendido del servicio.
– Las noticias vuelan -comentó Rebus.
– Sí, sobre todo las malas -añadió Ormiston.
– ¿Queréis que os deje sin recreo a los tres? -terció Hogan poniéndose firme para que se callaran-. Contestando a su pregunta, inspector Claverhouse, John interviene en el caso a título de asesor por su experiencia en el Ejército. No está realmente de «servicio»…
– Entonces sigue como siempre -musitó Ormiston.
– Dijo la sartén al cazo -replicó Rebus.
– Tarjeta amarilla -dijo Hogan levantando la mano-. ¡Y si seguís así con esa mierda os echo de aquí, lo digo en serio!
Claverhouse no replicó, pero un resplandor de ira recorrió sus ojos mientras Ormiston casi pegaba la nariz a las manchas de sangre de la pared.
– Bien -añadió Hogan rompiendo el silencio que siguió-. ¿Qué han averiguado?
Claverhouse tomó la palabra.
– Han analizado lo que encontrasteis en el barco. Cocaína y éxtasis. La cocaína es de un alto grado de pureza. Es posible que pensaran cortarla.
– ¿Crack? -preguntó Hogan.
Claverhouse asintió.
– Últimamente se está afianzando el consumo en algunos sitios. Los puertos pesqueros del norte y algunos barrios aquí y en Glasgow. Mil libras de una buena calidad se convierten en diez mil una vez cortadas.
– También circula mucho hachís -añadió Ormiston.
Claverhouse le fulminó con la mirada por arrebatarle el protagonismo.
– Ormy tiene razón, circula mucho hachís por la calle.
– ¿Y el éxtasis? -preguntó Hogan.
Claverhouse asintió con la cabeza.
– Pensábamos que llegaba de Manchester, pero tal vez nos equivocásemos.
– Por los libros de Herdman -dijo Hogan- sabemos que estuvo viajando por Europa. Parecía recalar en Rotterdam.
– En Holanda hay muchos laboratorios de éxtasis -dijo Ormiston sin darle importancia ni dejar de mirar la pared con las manos en los bolsillos y balanceándose sobre los talones como quien contempla una exposición de cuadros-. Y también hay mucha cocaína -añadió.
– ¿Y los de Aduanas no sospecharon de tanto viaje a Rotterdam? -preguntó Rebus.
Claverhouse se encogió de hombros.
– Los pobres no dan abasto; no pueden controlar a todos los que vienen de Europa y menos en estos tiempos de fronteras abiertas.
– En resumen, que Herdman se os escurrió entre las manos.
Claverhouse miró a Rebus.
– Como los de Aduanas, nosotros también dependemos de la información de Inteligencia.
– Que no abunda mucho por aquí -replicó Rebus mirando sucesivamente a Ormiston y a Claverhouse-. Bobby, ¿han comprobado las cuentas de Herdman?
Hogan asintió con la cabeza.
– No aparecen grandes ingresos ni retirada de fondos.
– Los traficantes no utilizan bancos -dijo Claverhouse-. Por eso tienen que lavar el dinero. Ese negocio de la lancha de Herdman resultaría ideal.
– ¿Qué se sabe de la autopsia de Herdman? -preguntó Rebus a Hogan-. ¿Hay evidencias de que fuera drogadicto?
– Los análisis de sangre son negativos -contestó Hogan.
– Los traficantes no siempre son drogadictos -dijo Claverhouse-. A los más importantes sólo les interesa la pasta. Hace seis meses abortamos una operación de ciento treinta mil pastillas de éxtasis con un valor de venta en la calle de millón y medio de libras: cuarenta y cuatro kilos. Y cuatro kilos de opio procedentes de Irán. Fue una incautación de Aduanas basada en datos de Inteligencia -añadió mirando a Rebus.
– ¿Y qué cantidad ha aparecido en el barco de Herdman? -preguntó él-. Una gota de agua en el océano, si me perdonan la expresión. -Había empezado a encender un cigarrillo, y, al ver que Hogan miraba a un lado y otro, dijo-: No estamos en una iglesia, Bobby.
No pensaba que a Derek y a Anthony les importara que fumase y le traía sin cuidado lo que pensara Herdman.
– Tal vez fuese para consumo privado -aventuró Claverhouse.
– Pero él no consumía -replicó Rebus expulsando el humo por la nariz en dirección de Claverhouse.
– A lo mejor tenía amigos que sí. Tengo entendido que daba muchas fiestas.
– De los que hemos interrogado, ninguno ha dicho que ofreciera cocaína o éxtasis.
– Como si fueran a decirlo -comentó Claverhouse despectivo-. Lo que me sorprende es que no hayáis logrado encontrar a nadie que conociera a ese cabrón -añadió mirando la mancha de sangre de la moqueta.
Ormiston volvió a restregarse la nariz y lanzó un estentóreo estornudo con el que roció la pared.
– Ormy, cabrón, qué poca sensibilidad -dijo Rebus entre dientes.
– Él no tira ceniza al suelo -gruñó Claverhouse.
– Es que el humo me irrita la nariz -alegó Ormiston, a quien se había acercado Rebus.
– ¡El muerto era familiar mío! -exclamó señalando a la salpicadura de sangre.
– Ha sido sin querer.
– ¿Qué has dicho, John? -inquirió Hogan con voz sorda.
– Nada -contestó Rebus inútilmente. Hogan se le había acercado con las manos en los bolsillos exigiendo una explicación-. Allan Renshaw es primo mío -añadió.
– ¿Y no te pareció que yo debía haber estado al corriente de ese detalle? -inquirió Hogan congestionado de indignación.
– Pues no, realmente, Bobby, no.
Por encima del hombro de Hogan, Rebus vio que una sonrisa surcaba el rostro alargado de Claverhouse.
Hogan sacó las manos de los bolsillos y, con los puños apretados, se las puso a la espalda. Rebus imaginó dónde habría querido dirigirlos.