Cortó la comunicación sonriente y dio un sorbo a su bebida.
– Creo que he captado lo esencial -musitó Rebus.
– Dice que le llame «Bobby» y que soy muy buena policía.
– Dios…
– Y me ha invitado a cenar cuando termine el caso.
– Hogan está casado.
– No.
– Vale, le dejó su mujer. De todos modos, podría ser tu padre -dijo Rebus tras una pausa-. ¿Qué te ha dicho de mí?
– Nada.
– Te reíste cuando lo decía.
– Era para provocarte.
Rebus la miró enfurecido.
– ¿Yo pago las copas y tú provocando? ¿Crees que es justo?
– Yo te ofrecí una cena.
– ¿Y qué?
– Bobby conoce un buen restaurante en Leith.
– Será algún chiringuito de kebab.
– Pide otra ronda -dijo ella dándole una palmada en el brazo.
– ¿Después de lo que he tenido que aguantar? -replicó él negando con la cabeza-. Te toca -dijo recostándose en el asiento.
– Si te pones así… -dijo Siobhan levantándose.
De todos modos quería ver de cerca la cara de la mujer. La rubia estaba a punto de irse, agachó la cabeza para guardar los cigarrillos en el bolso y Siobhan no pudo verle bien la cara.
– Hasta luego -dijo la mujer.
– Hasta luego -contestó McAllister, que limpiaba la barra con una bayeta. Dejó de sonreír al ver que Siobhan se acercaba-. ¿Lo mismo de antes? -dijo.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Era amiga suya? -preguntó.
– De alguna manera -contestó McAllister dándose la vuelta para servir el whisky de Rebus.
– Creo que la conozco de algo.
– ¿Ah, sí? -replicó él poniéndole la bebida delante-. ¿Media pinta también?
Ella asintió con la cabeza.
– Y otro zumo de lima con…
– Con soda. Lo recuerdo. El whisky solo y la lima con hielo.
En el extremo de la barra pedían dos cervezas, un ron y un zumo de grosella. McAllister marcó en la máquina registradora el importe de las bebidas de Siobhan, le dio el cambio y comenzó a servir las cervezas dándole a entender que no tenía tiempo para cháchara. Siobhan aguantó en la barra un instante, pero pensó que no valía la pena. Estaba a medio camino de la mesa cuando, al recordarlo, se le derramó un poco de la cerveza de Rebus en el suelo de madera del sobresalto.
– ¡Cuidado! -dijo él.
Siobhan dejó los vasos en la mesa y fue a mirar por la ventana. Pero no había rastro de la rubia.
– Ya sé de qué la conozco -dijo.
– ¿A quién?
– A la mujer que acaba de marcharse. Tienes que haberla visto.
– ¿Esa de la melena rubia con camiseta rosa ajustada, cazadora de cuero, pantalones ceñidos y zapatos de tacón tipo peligro público? -preguntó Rebus dando un trago a la cerveza-. No puedo decir que no me fijara.
– ¿Y no la has reconocido?
– ¿Por qué iba a reconocerla?
– En fin, según la primera página del periódico, sólo abrasaste vivo a su novio.
Siobhan se sentó, cogió el vaso y comprobó qué efecto causaban sus palabras.
– ¿Ésa era la novia de Fairstone? -preguntó Rebus entrecerrando los ojos.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Sólo la vi el día que él salió libre de cargos -dijo.
– ¿Estás segura de que era ella? -insistió Rebus mirando hacia la barra.
– Bastante segura, y más al oírla hablar. Estoy segura de que es la que vi fuera del juzgado.
– ¿Sólo esa vez?
Siobhan volvió a asentir con la cabeza.
– Yo no la interrogué respecto a la coartada que alegó para su novio. Tampoco compareció en la vista en la que yo testifiqué.
– ¿Cómo se llama?
Siobhan amusgó los ojos.
– Raquel no-sé-cuántos.
– ¿Y dónde vive?
Siobhan se encogió de hombros.
– Supongo que no muy lejos de su novio -dijo.
– O sea, que éste no es precisamente el bar al que suele venir.
– No.
– Porque está exactamente a más de quince kilómetros de su barrio. -Más o menos -dijo Siobhan, que seguía mirando por los cristales sin tocar la bebida.
– ¿Has recibido alguna carta más?
Siobhan negó con la cabeza.
– ¿Crees que te estará siguiendo?
– Constantemente, no. Lo habría notado -contestó Siobhan mirando a la barra, donde McAllister había cesado con su febril actividad y en aquel momento fregaba vasos-. Por supuesto, puede que no viniera a verme a mí.
Rebus pidió a Siobhan que le llevase a casa de Allan Renshaw y que no le esperase. Le dijo que fuera a casa. Él cogería un taxi o pediría un coche patrulla.
– No sé cuánto voy a estar. Es una visita familiar, no de servicio.
Ella asintió con la cabeza y arrancó. Rebus tocó el timbre, pero nadie abrió. Miró por la ventana y vio las cajas de fotos esparcidas por el suelo del cuarto de estar, pero no había nadie. Probó el pomo de la puerta. Estaba abierta.
– ¡Allan! ¡Kate!
Cerró la puerta y oyó un zumbido en el piso de arriba. Volvió a gritar «¡Allan! ¡Kate!» y subió con cautela la escalera. En el rellano había una escalerilla de metal que llegaba hasta una trampilla en el techo. Rebus ascendió despacio, peldaño a peldaño.
– ¿Allan?
En la buhardilla, el zumbido era más fuerte. Asomó la cabeza por la trampilla y vio a su primo sentado en el suelo con las piernas cruzadas y un mando eléctrico en la mano, imitando el ruido que hacía el coche de carreras a lo largo del circuito en forma de ocho.
– Siempre le dejaba ganar -dijo Allan Renshaw para hacer ver que se había percatado de la presencia de Rebus-. Esto se lo regalamos unas navidades.
Rebus vio la caja abierta de la que sobresalían tramos de circuito. Había cajones y maletas abiertos. Vio vestidos de mujer, ropa de niño y un montón de viejos discos de vinilo; revistas con fotos, en la portada de estrellas de televisión de las que ni se acordaba; platos y adornos sin su envoltorio, algunos quizá regalo de boda y relegados al olvido por los cambios de moda; un cochecito de niño plegado, en espera de nuevas generaciones. Rebus, ya casi arriba, se acodó en el borde de la trampilla. Allan Renshaw había abierto un espacio en medio de aquel desorden para poner en marcha el juguete y seguía con la vista las evoluciones del coche rojo de plástico en el circuito sin fin.
– A mí nunca me atrajeron los coches de juguete -comentó Rebus-. Ni los trenes.
– Los coches son otra cosa. Sientes la ilusión de la velocidad… y puedes echar carreras con quien sea. Además… -Renshaw apretó con fuerza el botón de aceleración- si tomas una curva muy rápido y te estrellas… -El coche se salió del circuito, pero él lo cogió, volvió a meterlo en la pista y lo puso de nuevo en marcha-¿No ves? -añadió mirando a Rebus.
– Sí, la carrera sigue -dijo él.
– No pasa nada. No se rompe. Igual que antes -sentenció Renshaw asintiendo con la cabeza.
– Pero es una ilusión -insinuó Rebus.
– Una ilusión reconfortante -concedió su primo haciendo una pausa-. ¿Tenía yo coches de carrera cuando era niño? No me acuerdo.
Rebus se encogió de hombros.
– Yo, desde luego, no. Si este juguete existía entonces, sería muy caro.
– Cuánto dinero nos hemos gastado con nuestros hijos, ¿verdad, John? -añadió Renshaw con una leve sonrisa-. Siempre deseando lo mejor para ellos, y lo hacíamos con placer.
– A ti debió costarte lo tuyo enviar a los dos a Port Edgar.
– Sí, no era barato. Tú sólo tienes tu niña, ¿verdad?
– Ya es mayor, Allan.
– Kate también se hace mayor, pronto empezará a vivir su vida.
– Y tiene la cabeza sobre los hombros -dijo Rebus mirando el coche que volvió a salirse del circuito, cayendo a su lado. Estiró el brazo y lo puso en la pista-. Ese accidente que tuvo Derek -añadió- no fue culpa suya, ¿verdad?