Renshaw negó con la cabeza.
– Stuart era un loco. Suerte tuvimos de que a Derek no le pasara nada.
Volvió a poner el coche en marcha. Rebus vio que en la caja había un coche azul y, al lado del zapato de su primo, otro control.
– Qué, ¿echamos una carrera? -propuso, saliendo de la trampilla y cogiéndolo.
– ¿Por qué no? -dijo Renshaw, colocando el otro coche en la línea de salida.
Los dos coches se lanzaron camino de la primera curva y el de Rebus se salió de la pista; él avanzó a gatas para recogerlo y volvió a ponerlo justo en el momento en que el de su primo le adelantaba.
– Tú tienes más práctica que yo -dijo sentándose.
Por la trampilla entraban ráfagas de aire caliente, la única calefacción de la buhardilla. Rebus sabía que si se ponía de pie daría con la cabeza en el techo.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí arriba? -preguntó, y Renshaw se pasó la mano por la barba crecida.
– Desde temprano -contestó.
– ¿Dónde está Kate?
– Ha salido a ayudar a ese diputado.
– La puerta no está cerrada con llave.
– ¿Ah, no?
– Podría entrar cualquiera -añadió Rebus, que esperó a que el coche de Renshaw se pusiera a su altura para reanudar la carrera.
– ¿Sabes lo que pensé anoche? -dijo Renshaw-. Creo que fue anoche…
– ¿Qué?
– Pensé en tu padre. Le quería mucho. A mí siempre me hacía trucos. ¿Te acuerdas?
– ¿Te sacaba peniques de las orejas?
– Y luego los hacía desaparecer. Decía que lo había aprendido en el Ejército.
– Es probable.
– Estuvo en Oriente Medio, ¿verdad?
Rebus asintió con la cabeza. Su padre no hablaba mucho de sus hazañas en la guerra; casi todo lo que contaba eran anécdotas de chirigotas. Pero hacia el final de su vida sí había contado algunos detalles de los horrores que había vivido.
«No eran soldados profesionales, John, sino reclutas conscriptos, trabajadores procedentes de bancos, tiendas, fábricas. Y la guerra los cambió; nos cambió a todos. No podía ser de otro modo.»
– Y pensando en tu padre -prosiguió Renshaw- acabé pensando en ti. ¿Te acuerdas del día que me llevaste al parque?
– ¿Aquel día que jugamos a la pelota?
Renshaw asintió con la cabeza con una media sonrisa.
– ¿Te acuerdas?
– Seguro que no tan bien como tú.
– Sí, yo lo recuerdo muy bien. Estábamos jugando a la pelota cuando llegaron unos amigos tuyos y tú me dejaste solo para hablar con ellos. -Renshaw hizo una pausa; los coches volvieron a cruzarse-. ¿Lo recuerdas?
– No -contestó Rebus imaginándose que era posible, pues siempre que iba de permiso se encontraba con amigos con quienes charlar.
– Luego volvimos a casa. Bueno, más bien tú y tus amigos, porque yo iba detrás con la pelota que tú habías comprado. Y a continuación viene lo que nunca olvidaré.
– ¿Qué? -preguntó Rebus concentrado en la carrera.
– Lo que sucedió cuando llegamos a la altura del pub. ¿Te acuerdas del pub de la esquina?
– ¿El del hotel Bowhill?
– Ése. Llegamos allí y entonces tú te volviste hacia mí y me dijiste que esperara fuera. Lo dijiste con una voz distinta, más distante, como si no quisieras que tus amigos supieran que éramos amigos.
– ¿Estás seguro, Allan?
– Ah, claro que sí. Porque vosotros tres entrasteis y yo me quedé sentado en el bordillo, esperando allí con la pelota en la mano. Tú saliste al cabo de un rato, sólo para darme una bolsa de patatas fritas, y volviste a entrar. Después llegaron unos chicos, me quitaron la pelota de una patada y se fueron corriendo con ella riéndose y pasándosela uno a otro. Entonces me eché a llorar, pero tú seguías dentro, y yo, como sabía que no podía entrar, me levanté y me marché solo a casa. Me perdí y tuve que preguntar el camino. -Los coches se acercaban al punto de cruce pero llegaron al mismo tiempo, chocaron y se salieron de la pista cayendo boca arriba. Ni Rebus ni su primo se movieron en el silencio que siguió-. Tú volviste a casa después -prosiguió Renshaw- y nadie te dijo nada porque yo no lo había contado. ¿Sabes lo que más rabia me dio? Que no me preguntases qué había sido de la pelota, y yo sabía que no lo preguntarías porque ya ni te acordabas. Para ti era algo sin importancia. -Renshaw hizo una pausa-. Y yo volví a ser un niño más, pero no tu amigo.
– Por Dios, Allan… -Rebus trataba de recordar, pero no lo conseguía. Se acordaba de un día de sol y fútbol, pero nada más-. Lo siento -dijo al fin.
A Renshaw le corrían lágrimas por las mejillas.
– Yo era de tu familia, John, y tú me trataste como a un extraño.
– Allan, créeme que no…
– ¡Vete! -gritó Renshaw conteniendo las lágrimas-. ¡Fuera de mi casa inmediatamente! -añadió levantándose bruscamente.
Rebus también se había levantado y los dos estaban frente a frente con la cabeza cómicamente agachada para no golpearse en las vigas.
– Escucha, Allan, si puedo…
Pero Renshaw le agarró del hombro intentando llevarle hacia la trampilla.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo Rebus, quien, al tratar de zafarse con un gesto brusco, hizo tambalearse a su primo. Renshaw perdió pie y fue a caer a la trampilla, pero Rebus le sujetó del brazo a costa de un agudo dolor en la piel de la mano.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.
– ¿No me has oído? -replicó Renshaw señalando la escalerilla.
– Muy bien, Allan. Ya hablaremos otro día, ¿de acuerdo? Para eso vengo aquí, para hablar contigo y conocerte.
– Tuviste la oportunidad de conocerme -replicó Renshaw con frialdad.
Rebus, que descendía ya por la escalerilla, miró hacia arriba, pero no vio a su primo.
– ¿No vas a bajar, Allan?
En vez de obtener respuesta volvió a oír el zumbido del coche rojo que reiniciaba la carrera. Agachó la cabeza y siguió bajando. No sabía qué hacer. Se preguntaba si convendría dejar a Renshaw allí arriba. Fue al cuarto de estar y luego a la cocina. Fuera la cortacésped continuaba en el mismo sitio. En la mesa había hojas de papel impresas con ordenador de la petición de control de armas de fuego para mayor seguridad en los colegios; eran pliegos de firmas con casillas en blanco. Lo mismo había sucedido después de Dunblane: mayor severidad en las leyes y reglamentos, y ¿cuál había sido el resultado? Un aumento ilegal de armas. Rebus sabía que en Edimburgo había sitios en que se podía conseguir un arma en menos de una hora. Y en Glasgow, en diez minutos. Se podía alquilar un arma por un día como si fuese un vídeo, y si se entregaban sin usar te devolvían el dinero. Era una simple transacción comercial no muy diferente de las actividades de Johnson Pavo Real. Le vino la idea de firmar la petición, pero sabía que era un gesto inútil. Vio recortes de periódico y fotocopias de artículos sobre el tema de los efectos de la violencia recogida por los medios de comunicación, con la consiguiente reacción refleja, tal como la afirmación de que un vídeo de terror puede influir en que dos chicos maten a un niño pequeño… Miró a su alrededor para ver si Kate había dejado un número de contacto. Quería hablarle de su padre y comentarle que quizá la necesitaba más que Jack Bell. Se detuvo a los pies de la escalera unos minutos escuchando los ruidos de la buhardilla antes de buscar en el listín telefónico el número para llamar a un taxi.
– Estará ahí dentro de diez minutos -dijo la voz del teléfono. Una voz femenina.
Fue suficiente para convencerle de que había otro mundo.
Siobhan, de pie en medio del cuarto de estar, miró a su alrededor. Fue hasta la ventana y corrió las cortinas para impedir que entrara la luz del crepúsculo. Cogió del suelo una taza y un plato con restos de tostada, lo último que había comido en casa, y miró si había mensajes en el teléfono. Era viernes, lo que significaba que Toni Jackson y las otras agentes estarían esperándola, pero no tenía ganas de salir con las chicas a tontear y echar el ojo borroso por la bebida a los guapos del pub. Lavó el plato y la taza en menos de un minuto y los puso en el escurridor. Miró en la nevera; lo que había comprado con intención de invitar a Rebus seguía allí y dentro de poco vencería la fecha de caducidad. La cerró y fue al dormitorio, estiró el edredón y comprobó que tendría que lavarlo aquel fin de semana. Luego fue al cuarto de baño, se miró en el espejo y volvió al cuarto de estar para abrir la correspondencia: dos facturas y una tarjeta postal de una amiga del colegio a quien no había visto hacía un año a pesar de que vivía en Edimburgo. Estaba pasando cuatro días de vacaciones en Roma, o sea, que probablemente ya habría vuelto, a juzgar por la fecha de correos. Roma: nunca había estado.