«Fui a la agencia de viajes a ver qué vuelos tenían de un día para otro. Lo estoy pasando muy bien, hace frío, cafés, visitas culturales cuando me apetece. Un abrazo. Jackie.»
Dejó la postal en la repisa de la chimenea y trató de recordar cuándo había tenido sus últimas vacaciones. ¿Había sido la semana con sus padres o aquel fin de semana en Dublín? No, había sido una despedida de soltera de una agente que ahora esperaba su primer hijo. Miró al techo; el vecino de arriba hacía ruido, aunque no creía que fuera a posta. La verdad es que caminaba como un elefante. Se lo había encontrado en la calle al llegar a casa, quejándose de que había tenido que recoger el coche en el depósito municipal.
– Veinte minutos lo había dejado en una línea amarilla, sólo veinte minutos… Cuando volví se lo había llevado la grúa y he tenido que pagar ciento treinta libras, ¿se imagina? Estuve a punto de decirles que casi costaba más que el coche. Tendría usted que hacer algo -había dicho levantando el dedo.
Decía eso porque ella era policía y la gente pensaba que los policías menean hilos, solucionan problemas, cambian cosas.
«Tendría que hacer algo.» Y ahora le oía dando vueltas como una fiera enjaulada en el cuarto de estar. Trabajaba de contable en una empresa de seguros de George Street. No era más alto que ella, llevaba gafas de cristales pequeños rectangulares y compartía el piso con un hombre, pero le había dicho que no era gay, información que Siobhan le había agradecido.
Seguían oyéndose los fuertes pasos. Siobhan se preguntó si aquel ir y venir tendría algún propósito. ¿Estaba abriendo y cerrando cajones buscando quizás el mando a distancia? ¿O sólo se movía por moverse? Si era así, ¿qué significaba su propia quietud, escuchando impávida aquel ajetreo? Tenía una postal encima de la chimenea, una taza y un plato en el escurridor; una ventana con las cortinas corridas y con una barra horizontal que nunca se molestaba en poner. Sí, allí estaba segura. En su nido. Ahogándose.
– A la mierda -musitó volviéndose, firmemente decidida a salir.
En St Leonard no había nadie. Su intención era quemar su frustración en el gimnasio, pero lo que hizo fue comprar un refresco en la máquina de bebidas, se lo llevó al DIC y miró si tenía mensajes en la mesa. Había otra carta de su misterioso admirador:
¿ES QUE TE EXCITAN LOS GUANTES DE CUERO NEGRO?
Se referiría a Rebus, dedujo. Había una nota para que llamara a Ray Duff, pero simplemente le dijo que había examinado la primera carta.
– Malas noticias.
– ¿No hay huellas? -preguntó Siobhan.
– Más limpio que una patena. -Siobhan lanzó un suspiro-. Siento no poder ayudarte. ¿Te apetece una copa en compensación?
– Quizá más tarde.
– Muy bien. Seguramente estaré aquí una o dos horas más.
Se refería al laboratorio de la Policía Científica de Howdenhall.
– ¿Sigues trabajando en el caso de Port Edgar?
– Estoy comparando tipos de sangre para ver quién es el de quién en las manchas.
Siobhan estaba sentada en el borde de la mesa y sujetaba el teléfono entre la mejilla y el hombro para seguir mirando papeles de la bandeja de entrada, en su mayoría casos de hacía semanas de cuyos nombres ni se acordaba.
– Pues no te entretengo -dijo.
– ¿Tienes mucho trabajo, Siobhan? Pareces cansada.
– Ya sabes como es esto, Ray. A ver si nos tomamos esa copa.
– Sí, creo que los dos la necesitamos.
– Adiós, Ray -dijo ella sonriendo.
– Cuídate, Siob.
Colgó. Otra vez la llamaban Siob, sólo procuraba establecer cierta intimidad usando el diminutivo. Sin embargo, había advertido que nadie hacía lo mismo con Rebus, nunca le llamaban Jock, Johnny, Jo-Jo o JR. A él le miraban, le escuchaban, y comprendían que no le iba bien un diminutivo. Él era John Rebus. Inspector Rebus. Para sus amigos íntimos, John. Y esas personas a ella la veían como «Siob». ¿Por qué? ¿Por ser mujer? ¿No tenía ella la seriedad de Rebus, esa actitud temible? ¿O es que simplemente pretendían ganarse su afecto? ¿O al usar con ella un diminutivo parecía más vulnerable, menos estricta, menos amenazadora para ellos?
La verdad era que en aquel momento sentía menos entereza que nunca. Vio que entraba en el departamento otro policía al que llamaban por un mote, el sargento George «Hi-Ho» Silvers, quien miró como si buscase a alguien. Al verla le pareció inmediatamente haber dado con la persona que se ajustaba a sus necesidades.
– ¿Estás ocupada? -preguntó.
– ¿Tú qué crees?
– ¿Te apetece dar una vuelta en coche?
– George, sabes que no eres mi tipo.
Él replicó con un gesto de desdén.
– Ha aparecido un hombre muerto.
– ¿Dónde?
– En Gracemount, en una vía de tren abandonada. Por lo visto cayó desde el puente peatonal.
– ¿Así que es un accidente?
Como el de la freidora de Fairstone: otro accidente en Gracemount.
Silvers levantó los hombros hasta donde le permitía la ajustada chaqueta que tres años antes le venía ancha.
– Parece ser que alguien le perseguía -dijo.
– ¿Le perseguían?
Silvers volvió a encogerse de hombros.
– Eso es todo lo que sé. Ya lo veremos allí.
Siobhan asintió con la cabeza.
– ¿A qué esperamos? -dijo.
Fueron en el coche de Silvers y él le preguntó sobre el caso de South Queensferry, sobre Rebus y sobre la casa incendiada, pero Siobhan le contestó con monosílabos. Él acabó por entenderlo, puso la radio y comenzó a silbar para acompañar una melodía clásica de jazz, posiblemente la música que a él menos le gustaba.
– George, ¿tú escuchas a Mogwai?
– No lo conozco. ¿Por qué lo dices?
– No, por nada.
No había donde aparcar cerca de la vía del tren y Silvers dejó el coche junto al bordillo detrás de un coche patrulla. Había una parada de autobús y una zona de hierba. La cruzaron hasta llegar a una valla baja, casi cubierta de cardos y zarzas. De la cera salía una escalera que ascendía al paso peatonal, al que se habían asomado vecinos de las viviendas cercanas. Un policía uniformado les preguntaba si habían visto u oído algo.
– ¿Cómo demonios vamos a bajar ahí? -gruñó Silvers.
Siobhan señaló el extremo de la valla donde habían improvisado unos escalones con cajones de leche, bloques de cemento y colchones viejos doblados. Al llegar allí, Silvers echó un vistazo y dijo que él no subía. De modo que Siobhan trepó como pudo, se deslizó por la pendiente y avanzó afirmando sus pasos en el suelo blando, sintiendo el pinchazo de las ortigas en los tobillos y enganchándose los pantalones en el brezo. Había ya varias personas junto al cadáver, tendido boca abajo sobre un raíl. Reconoció caras de la comisaría de Craigmillar y al patólogo, el doctor Curt. A verla, le dirigió una sonrisa a modo de saludo.
– Menos mal que era una vía muerta. Al menos está entero -comentó.