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Siobhan miró el cadáver desmadejado. Tenía una trenca abierta que dejaba ver una camisa de cuadros amplia, pantalones de pana marrón y zapatos marrones de suela gruesa de goma.

– Recibimos un par de llamadas -le dijo a Siobhan uno de los policías de Craigmillar- diciéndonos que le habían visto vagar por estas calles.

– Algo que no debe de ser tan extraño en esta zona.

– Sí, parecía buscar a alguien y llevaba una mano en el bolsillo, como si fuese armado.

– ¿Está armado?

El policía negó con la cabeza.

– Tal vez tirara el arma al verse perseguido. Pandilleros del barrio, por lo que parece.

Siobhan miró al cadáver y al puente, y viceversa.

– ¿Cree que le alcanzaron?

El policía se encogió de hombros.

– Bien, ¿sabemos quién es?

– Gracias a la tarjeta de alquiler de vídeos que llevaba en el bolsillo. Se apellida Callis, A. Callis. Están verificándolo en el listín telefónico y si no aparece, conseguiremos su dirección en el videoclub.

– ¿Callis? -repitió Siobhan frunciendo el ceño tratando de recordar de qué le sonaba aquel apellido… De pronto se acordó.

– Andy Callis -dijo casi en un susurro.

El policía les oyó.

– ¿Lo conoce?

Ella negó con la cabeza.

– Pero sé de alguien que probablemente lo conoce. Si es quien yo pienso, vive en Alnwickhall -añadió ella sacando el móvil-. Ah, otra cosa… Si es quien creo, es de los nuestros.

– ¿Es poli?

Siobhan asintió. El agente de Craigmillar aspiró aire entre dientes y miró fijamente a los curiosos del puente con otros ojos.

Capítulo 16

No estaba en casa.

Rebus había estado mirando casi una hora el cuarto de la señorita Teri. Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Como sus recuerdos. Ni siquiera recordaba con qué amigos se había encontrado en el parque el día de marras. Sin embargo, Allan Renshaw recordaba una escena de hacía más de treinta años que había permanecido indeleble en su memoria. Era curioso que las cosas imposibles de olvidar fueran las que no se quieren recordar. Jugadas del cerebro, que trae a la memoria antiguos olores y sensaciones. Se preguntaba si tal vez Allan estaba enfadado con él por el simple hecho de que era un rencor posible; porque ¿qué sentido tenía estar enfadado con Lee Herdman? Herdman no estaba allí para castigarle, mientras que Rebus había reaparecido en la vida de su primo como a propósito para convertirse en objeto de su rencor.

En el portátil apareció el salvapantallas y de la oscuridad surgieron unas estrellitas móviles. Dio a la tecla de entrar y volvió a ver el dormitorio de Teri Cotter. ¿Qué miraba? ¿Era curiosidad de mirón? Siempre le había gustado la vigilancia por la simple satisfacción de indagar en las vidas ajenas, pero se preguntaba qué placer obtenía Teri exhibiéndose gratuitamente en aquella página a las miradas ajenas. Ni existía una interacción, ni el que la observaba podía establecer contacto con ella ni ella comunicarse con quien la viera. ¿Cuál era la explicación? ¿Ansia de exhibicionismo? Tal vez igual que hacía en Cockburn Street, para que la contemplaran y a veces le agredieran. Aunque había reprochado a su madre que la vigilara, había corrido a refugiarse en su negocio cuando les atacaron los Perdidos. No acababa de hacerse una idea clara de aquella relación; claro que su propia hija había vivido con su madre en Londres durante la adolescencia y para él era un misterio. A veces su ex esposa le llamaba para quejarse de la «actitud» o el «humor» de Samantha, se desahogaba con él y luego colgaba.

Sonó el teléfono.

Era su móvil. Lo tenía enchufado para recargarlo. Lo cogió.

– Diga.

– Te he estado llamando al teléfono fijo -era la voz de Siobhan- pero comunicaba.

Rebus miró al portátil que ocupaba la línea telefónica.

– ¿Qué sucede? -dijo.

– Se trata de ese amigo tuyo a quien fuiste a visitar el día que nos encontramos…

Por los ruidos, Rebus pensó que le llamaba con el móvil desde la calle.

– ¿Andy? -preguntó-. ¿Andy Callis?

– ¿Puedes describírmelo?

Rebus se quedó paralizado.

– ¿Qué ha sucedido?

– Escucha, a lo mejor no es él.

– ¿Dónde estás?

– Descríbemelo; así no tendrás que venir aquí inútilmente.

Rebus cerró los ojos con fuerza y vio a Andy Callis en su cuarto de estar con las piernas encima de la mesa frente al televisor.

– Tiene cuarenta y pico años, pelo castaño oscuro, casi un metro ochenta de estatura y pesará unos setenta y seis kilos.

Siobhan guardó silencio un instante.

– Quizá será mejor que vengas -dijo.

Rebus empezó a mirar dónde tenía la chaqueta, pero vio el brillo de la pantalla del ordenador y lo desconectó.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– ¿Cómo vas a venir?

– Eso no importa -respondió buscando las llaves del coche-. Dame la dirección.

* * *

Siobhan, al lado de la acera, le vio echar el freno de mano y bajar del vehículo.

– ¿Qué tal las manos? -preguntó.

– Bastante bien antes de coger el coche.

– ¿Has tomado el analgésico?

Rebus negó con la cabeza.

– No me hace falta -respondió mirando el lugar.

A unos cien metros estaba la parada de autobús donde se había detenido el taxi el día que vio a los Perdidos. Echaron a andar hacia el puente.

– Estuvo rondando un par de horas por esta zona -dijo Siobhan-. Dos o tres personas aseguran que le vieron.

– ¿Y no hicimos nada?

– No había ningún coche patrulla disponible.

– Si hubiera acudido alguno, quizá no habría muerto -replicó Rebus tajante.

Ella asintió despacio con la cabeza.

– Una vecina oyó voces y cree que le perseguía una pandilla.

– ¿Vio a alguien?

Siobhan negó con la cabeza. Habían llegado al puente, del que los curiosos comenzaban a alejarse. Habían tapado ya el cadáver con una manta, y lo habían colocado en una camilla, a la que habían atado una cuerda para subirla por el terraplén. Un furgón funerario aguardaba aparcado junto a la valla donde Silvers charlaba con el conductor fumando un cigarrillo.

– Hemos comprobado en el listín telefónico todos los apellidados Callis y no aparece -les dijo a Rebus y a Siobhan.

– No figura -contestó Rebus-. Lo mismo que tú y yo, George.

– ¿Estás seguro de que es el mismo Callis? -insistió Silvers.

Se oyeron unos gritos abajo en la vía y el conductor tiró el cigarrillo para agarrar con fuerza la cuerda. Silvers siguió fumando sin ayudarle hasta que el hombre se lo pidió. Rebus mantuvo las manos en los bolsillos: le ardían.

– ¡Tirad! -gritaron desde abajo, y en pocos minutos la camilla había pasado por encima de la valla.

Rebus se acercó y le destapó el rostro. Lo miró y observó la expresión de paz de Callis.

– Sí, es él -dijo apartándose para que lo metieran en la furgoneta. Ayudado por el policía de Craigmillar, el doctor Curt llegó a lo alto del terraplén. Jadeante, superó a duras penas los improvisados escalones de cajas y cuando se acercó otro policía a ayudarle farfulló sin aliento que no hacía falta.

– Es él, según el inspector Rebus -les dijo Silvers.

– ¿Andy Callis? ¿El de la Patrulla de Respuesta Armada? -preguntó alguien.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Hay testigos? -inquirió un policía de Craigmillar.

– Los vecinos oyeron voces pero nadie ha visto nada -contestó un agente.

– ¿Es un suicidio? -preguntó otro.

– O trataba de huir -añadió Siobhan, advirtiendo que Rebus no decía nada, a pesar de que él conocía mejor que nadie a Callis.

Quizá, precisamente…

Vieron cómo la furgoneta de la funeraria avanzaba dando tumbos sobre el terreno desigual para salir a la carretera. Silvers le preguntó a Siobhan si volvía a St Leonard, ella miró a Rebus y negó con la cabeza.