PA: pista de aterrizaje; un término que Rebus no había oído desde que se había licenciado en el Ejército.
– ¿De empresas? -preguntó Siobhan.
– Es un aparato de siete plazas que alquilo a empresas para reuniones de directivos; que más bien se pueden llamar «cuchipandas». Incluyo champán frío, copas de cristal…
– No debe de estar mal.
– Lamento que hoy no tengamos más que un termo de té -añadió riendo, y se volvió a mirar a Rebus-. Este fin de semana volé a Dublín para llevar a unos banqueros a un partido de rugby, y me pagaron la estancia.
– Vaya suerte.
– Y hace unas semanas estuve en Amsterdam con un grupo de hombres de negocios que fueron a una despedida de soltero.
Rebus pensó en su fin de semana. Cuando Siobhan le recogió, le había preguntado qué había hecho.
– Poca cosa -respondió él-. ¿Y tú?
– Lo mismo.
– Qué gracia, los de la comisaría de Leith me dijeron que estuviste por allí.
– Qué gracia, lo mismo me dijeron de ti.
– ¿Disfruta del vuelo? -preguntó Brimson.
– De momento sí -contestó Rebus.
A decir verdad, no le fascinaba la altura. De todos modos, había contemplado con asombro Edimburgo a vista de pájaro, y comprobado perplejo cómo empequeñecían moles como la del castillo y Calton Hill. Se distinguía perfectamente la elevación volcánica del Arthur's Seat, pero los edificios aparecían como una masa grisácea indefinida. Aun así, el tratado geométrico de la Ciudad Nueva era impresionante. Luego sobrevolaron el estuario del Forth y dejaron atrás South Queensferry y los dos puentes. Rebus trató de localizar el colegio de Port Edgar. Primero vio Hopetoun House y con ese referente logró situar a unos seiscientos metros el edificio del colegio y hasta pudo ver la cabina prefabricada. En ese momento volaban en dirección oeste siguiendo la M 8 hacia Glasgow.
Siobhan preguntó a Brimson si trabajaba mucho con empresarios.
– Depende de la economía. Con sinceridad, a una empresa le resulta más barato enviar a cuatro o cinco ejecutivos a una reunión en un avión privado que en una línea comercial en clase de negocios.
– Señor Brimson, me ha comentado Siobhan que estuvo usted en el Ejército -dijo Rebus inclinándose hacia delante cuanto le permitía el cinturón de seguridad.
– Sí, en la RAF -contestó Brimson sonriente-. ¿Y usted, inspector? ¿Sirvió también en el Ejército?
Rebus asintió con la cabeza.
– Incluso hice el entrenamiento de las SAS, pero no aprobé -dijo.
– Pocos los consiguen.
– Y muchos de los que lo logran acaban mal.
– ¿Se refiere a Lee? -dijo Brimson mirándole.
– Y a Robert Niles. ¿Cómo le conoció?
– A través de Lee. Él me dijo que visitaba a Robert. En una ocasión le pregunté si podía acompañarle.
– ¿Y después empezó a ir por su cuenta? -preguntó Rebus pensando en el libro de visitas.
– Sí. Es un tipo interesante y nos llevamos bien. ¿Le apetece encargarse de los mandos mientras hablo con su colega? -añadió mirando a Siobhan.
– Me temo que…
– Bien, quizás en otra ocasión. Ya verá cómo le gusta -le dijo al tiempo que le guiñaba el ojo-. ¿No opina usted que el Ejército se preocupa poco de sus viejos chicos? -preguntó a Rebus.
– No sé qué decirle. Ahora cuentan con apoyo psicológico cuando vuelven a la vida civil. En mis tiempos no había eso.
– Se dan muchos casos de fracasos matrimoniales y de crisis depresivas. Hay más ex combatientes de las Malvinas que se han suicidado que muertos en combate. Muchos sin techo han sido militares.
– Por otra parte -dijo Rebus-, el tema de las SAS hoy es un gran negocio. Puede uno vender una historia a un editor u obtener un empleo de guardaespaldas. Según tengo entendido, hay muchas plazas vacantes en todos los escuadrones de las SAS. Muchos se van, y la tasa de suicidios es inferior a la media.
Brimson no parecía escuchar.
– Hace unos años… un tipo saltó de un avión; no sé si usted se enteraría. Tenía la QGM.
– La Cruz al Valor de la Reina -aclaró Rebus a Siobhan.
– Había intentado apuñalar a su ex esposa porque sospechaba que quería matarle. Sufrió una depresión y como no aguantaba más usó la caída libre, con perdón.
– Son cosas que ocurren -dijo Rebus, recordando el libro del piso de Herdman, del que se había caído la foto de Teri.
– Ah, sí, desde luego -prosiguió Brimson-. El capellán de las SAS que estuvo en el asedio a la embajada iraní acabó suicidándose, y otro antiguo miembro de las SAS mató a su novia con un arma que guardaba desde la guerra del Golfo.
– ¿Y a Herdman le sucedió algo parecido? -preguntó Siobhan.
– Parece que sí -contestó Brimson.
– Pero ¿por qué eligió ese colegio? -añadió Rebus-. Usted fue a alguna de sus fiestas, ¿verdad, señor Brimson?
– Sí, daba fiestas estupendas.
– Siempre con gente muy joven.
– ¿Es un comentario o una pregunta? -dijo Brimson volviéndose.
– ¿Vio alguna vez drogas?
Brimson parecía concentrado en el panel de instrumentos.
– Tal vez algo de hachís -contestó finalmente.
– ¿Nada más?
– Que yo viera, no.
– Sí, claro, no es lo mismo. ¿Había oído algún rumor de que Lee Herdman traficase?
– No.
– ¿O que introdujese droga?
– ¿No necesitaré un abogado? -dijo Brimson mirando a Siobhan.
– Creo que el inspector sólo pretende charlar -respondió ella con una sonrisa. Se volvió hacia Rebus-. ¿Verdad?
Le lanzó una mirada para que no presionara tanto.
– Sí, es por hablar de algo -contestó él, tratando de no pensar en las horas de sueño perdido, en el dolor de las manos y en la muerte de Andy Callis y concentrándose en contemplar por la ventanilla el cambiante paisaje.
Pronto llegarían a Glasgow y sobrevolarían el estuario del Clyde, la isla de Bute y Kintyre.
– ¿Así que nunca se le ocurrió relacionar a Lee Herdman con drogas? -preguntó.
– Yo nunca le vi con nada más fuerte que un porro.
– Eso no responde exactamente a mi pregunta. ¿Qué pensaría si le dijera que han encontrado droga en uno de los barcos de Herdman?
– Le diría que a mí no me concierne. Lee era amigo mío, inspector. No piense que voy a seguir el juego que usted se traiga.
– Mis colegas creen que introducía cocaína y éxtasis -añadió Rebus.
– No es de mi incumbencia lo que piensen sus colegas -musitó Brimson, y guardó silencio.
– La semana pasada vi su coche en Cockburn Street -dijo Siobhan para cambiar de tema-. Precisamente después de ir a verle a Turnhouse.
– Seguramente estaría en el banco.
– No eran horas de banco.
– ¿En Cockburn Street? -preguntó Brimson pensativo, y a continuación asintió con la cabeza-. Sí, unos amigos míos tienen una tienda por allí. Creo que fui a verles.
– ¿Qué tienda es?
Él la miró.
– En realidad no es una tienda, sino un salón de bronceado.
– ¿Propiedad de Charlotte Cotter? -Brimson la miró perplejo-. Interrogamos a su hija, es alumna del colegio.
– Exacto -añadió Brimson. Había llevado todo el rato puestos los auriculares, uno de ellos separado del oído. Se lo colocó bien y acercó el micrófono a la boca-. Adelante, torre -dijo, y a continuación escuchó las instrucciones de la torre de control del aeropuerto de Glasgow para evitar la colisión con un vuelo que estaba a punto de llegar.
Rebus miró la nuca de Brimson, pensando en que Teri Cotter no había mencionado que era amigo de sus padres y que a él no le había parecido que fuera santo de su devoción.
El Cessna se inclinó bruscamente y Rebus procuró no agarrarse con excesiva fuerza a los brazos del asiento. Un minuto más tarde sobrevolaban Greenock y a continuación el breve estrecho de mar que los separaba de Dunoon. El paisaje se hacía cada vez más agreste, con bosques y pocas casas. Sobrevolaron el lago Fyne y enseguida se vieron sobre el estrecho de Jura.