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En ese momento el viento azotó al avión.

– No he estado nunca aquí -dijo Brimson-. Miré anoche en el mapa y sólo hay una carretera en la parte este. La mitad de la isla son bosques y algunos picos elevados.

– ¿Y la pista de aterrizaje? -preguntó Siobhan.

– Ahora la verá -contestó él volviéndose de nuevo hacia Rebus-. ¿Lee alguna vez poesía, inspector?

– ¿Tengo yo aspecto de leer poesía?

– Francamente, no. A mí me gusta mucho Yeats y anoche leí un poema suyo: «Sé que encontraré mi destino entre nubes en el cielo; no odio a quienes combato ni amo a quienes protejo». ¿No es lo más triste que puede haber? -añadió mirando a Siobhan.

– ¿Cree que Lee se sentía así? -preguntó ella.

Brimson se encogió de hombros.

– Eso es lo que pensaba ese desgraciado que se tiró del avión. -Hizo una pausa-¿Sabe cómo se titula el poema? Un aviador irlandés prevé su muerte. Ya estamos sobrevolando la isla de Jura -añadió mirando el panel de instrumentos.

Siobhan miró a tierra en el momento en que el avión describía un círculo cerrado que le permitió ver de nuevo la costa y una carretera paralela. A medida que el aparato descendía, Brimson parecía buscar algo en la carretera, alguna marca, tal vez.

– No entiendo dónde vamos a aterrizar -comentó Siobhan cuando vio a un hombre que agitaba los brazos en dirección a ellos.

Brimson volvió a elevar el aparato y describió otro círculo.

– ¿Hay tráfico? -preguntó mientras sobrevolaban de nuevo la carretera a baja altura. Siobhan pensó que hablaba por el micro con alguna torre de control, pero comprendió que se lo preguntaba a ella, y se refería a «tráfico» de coches en la cinta de asfalto.

– No lo dirá en serio -replicó volviéndose para ver si también Rebus estaba perplejo, pero él parecía concentrado en hacer aterrizar al aparato mediante el poder de la voluntad.

Oyeron el impacto sordo de las ruedas en el asfalto y la avioneta rebotó varias veces como si quisiera volver a elevarse. Brimson apretaba los dientes pero sonreía. Se volvió hacia Siobhan con gesto de triunfo y rodó despacio por la carretera hasta el lugar donde el hombre no dejaba de mover los brazos para guiarle hacia una salida que daba a un campo de rastrojos. Avanzaron bamboleándose sobre las rodadas hasta que Brimson paró los motores y se quitó los auriculares.

Junto al campo había una casa y una mujer con un niño en brazos que les miraba. Siobhan abrió la portezuela, se desabrochó el cinturón de seguridad y saltó a tierra. Tenía la sensación de que vibraba y comprendió que era su cuerpo, aún estremecido por el vuelo.

– Es la primera vez que aterrizo en una carretera -dijo Brimson sonriente al hombre.

– Sólo se puede en la carretera o en este campo -replicó el hombre con un acento cerrado. Era alto y musculoso, tenía el pelo rizado de color castaño y mejillas sonrosadas-. Me llamo Rory Mollison -añadió dando la mano a Brimson, que le presentó a Siobhan. Rebus estaba encendiendo un cigarrillo, y en vez de darle la mano le dirigió una inclinación de cabeza-. Así que encontraron la carretera.

– Ya ve que sí -dijo Siobhan.

– Me imaginé que lo conseguirían -dijo Mollison-. Los de las SAS aterrizaron en helicóptero, y fue el piloto quien me dijo que la carretera podía servir de pista. Ya han visto que no hay baches.

– No le engañó -añadió Brimson.

Mollison había servido de guía local al equipo de rescate. Cuando Siobhan le pidió a Brimson el favor de que les llevara en avión a la isla, él preguntó si sabía dónde se podía aterrizar y fue Rebus quien facilitó el nombre de Mollison.

Siobhan saludó con la mano a la mujer, que también le respondió con gran entusiasmo.

– Es mi esposa Mary con nuestra pequeña Seona -dijo Mollison-. ¿Quieren tomar algo? -añadió.

Rebus consultó ostensiblemente el reloj.

– Será mejor que nos pongamos en marcha -dijo-. ¿Estará bien hasta que volvamos? -añadió dirigiéndose a Brimson.

– ¿Qué quiere decir?

– Será cuestión de algunas horas…

– Un momento. Yo les acompaño. Supongo que el señor Mollison no querrá que me quede aquí como alma en pena. Además, no pueden dejarme solo después de haberles traído.

Rebus miró a Siobhan y aceptó encogiéndose de hombros.

– Pasen dentro a cambiarse, si quieren -dijo Mollison.

Siobhan cogió su mochila y asintió con la cabeza.

– ¿Cambiarnos? -comentó Rebus.

– Para ponerse las botas de montaña -añadió Mollison mirándole de arriba abajo-. ¿No ha traído otra ropa?

Rebus se encogió de hombros. Siobhan abrió la mochila y le enseñó unas botas de excursión, un chubasquero y una cantimplora.

– Eres una auténtica Mary Poppins -comentó Rebus.

– Yo le prestaré unas -dijo Mollison conduciéndoles a la casa.

– ¿Así que no es usted guía profesional? -preguntó Siobhan.

Mollison negó con la cabeza.

– Pero conozco la isla como la palma de la mano -dijo-. En estos veinte años me la he recorrido de arriba abajo.

Fueron hasta donde fue posible en el Land Rover de Mollison siguiendo las rodadas en el pegajoso barro entre tremendas sacudidas. O bien Mollison era un conductor excelente o era un loco. A veces rodaban a toda velocidad por un terreno cubierto de musgo y por tramos en que tenía que reducir de marcha para salvar relieves rocosos y arroyos. Sin embargo, llegó un momento en que tuvo que rendirse. Había que poner pie en tierra.

Rebus llevaba unas botas de escalar muy usadas y el cuero, impecablemente endurecido, le hacía imposible caminar flexionando bien el pie. Se había puesto unos pantalones impermeables manchados de barro seco y un viejo chubasquero de plástico. Sin el ruido del motor, avanzaban en medio del silencio de la naturaleza.

– ¿Viste la primera película de Rambo? -preguntó Siobhan en un susurro.

Rebus pensó que no esperaba respuesta y se volvió hacia Brimson.

– ¿Por qué dejó la RAF? -preguntó.

– Por aburrimiento, supongo. Estaba harto de acatar órdenes de gente por la que no sentía ningún respeto.

– ¿Y Lee? ¿Le dijo por qué dejó las SAS?

Brimson se encogió de hombros. Caminaba con la vista en el suelo mirando las raíces y los charcos.

– Supongo que por el mismo motivo -contestó.

– ¿Pero nunca lo dijo?

– No.

– ¿Y de qué hablaban ustedes?

– De muchas cosas -respondió Brimson mirándole.

– ¿Se llevaba bien con él? ¿No discutían?

– Sí, de política un par de veces… del rumbo que tomaba el mundo. Pero no hubo nada que me hiciera pensar que fuera a descarrilar. Si hubiera advertido algún indicio, le habría ayudado.

La palabra «descarrilar» le hizo pensar en las vías del tren y en el cadáver de Andy Callis, y pensó si las visitas que él le había hecho habrían sido positivas o más bien un doloroso acicate para que su amigo recordase su ruina profesional. Y pensó también que Siobhan había estado a punto de decir algo en el coche la noche anterior. Tal vez algo relacionado con el motivo que le impulsaba a entrometerse en la vida de los demás, a veces con resultados adversos.

– ¿Hay que caminar mucho? -preguntó Brimson a Mollison.

– Una hora de ida y otra de vuelta más o menos -contestó el hombre, que llevaba un zurrón al hombro. Miró a sus compañeros, deteniéndose en Rebus-. Bueno, puede que hora y media -añadió.

Rebus le había explicado a Brimson en la casa parte de la historia, y le preguntó si Herdman le había hablado alguna vez de la misión. Pero Brimson dijo que no.

– Aunque recuerdo haberlo leído en los periódicos. Dijeron que el IRA había derribado el helicóptero.