– Atropella a todos los que puedas -dijo Rebus antes de que un agente uniformado comprobara su placa de identificación y les abriera la puerta de hierro.
– Por el nombre de Port Edgar pensé que estaría a la orilla del mar -comentó Siobhan al cruzar la entrada.
– Hay un puerto deportivo llamado Port Edgar. No debe de estar lejos -dijo Rebus mirando hacia atrás cuando el coche superaba las curvas de una cuesta y se divisaba ya el agua de la que surgían mástiles como lanzas.
En ese momento, una arboleda volvió a ocultar la vista y cuando la volvieron a tener delante de ellos vio el edificio del colegio.
Era una construcción de estilo escocés en sillería gris rematada con buhardillas y torreones. Una bandera con la cruz de San Andrés flameaba a media asta. El aparcamiento estaba lleno de vehículos oficiales y en torno a una caseta prefabricada se arremolinaba un grupo de gente. En aquella localidad no había más que una pequeña comisaría probablemente incapaz de hacer frente a aquel caso. Cuando los neumáticos del coche hicieron crujir la grava, varias cabezas se volvieron para mirar y Rebus reconoció caras conocidas, pero nadie se tomó la molestia de sonreír o saludar. Cuando Siobhan paró el coche, el inspector intentó abrir la portezuela, pero tuvo que esperar a que ella bajara, diera la vuelta y le abriese.
– Gracias -dijo al apearse.
Se les acercó un policía uniformado que Rebus conocía de Leith, un austrAllano llamado Brendam Innes, y a quien nunca había llegado a preguntar por qué había venido a vivir a Escocia.
– Inspector Rebus -dijo Innes-, el inspector Hogan me ordenó que le dijera que está dentro del colegio.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Tiene un cigarrillo? -preguntó.
– No fumo.
Rebus miró a su alrededor buscando otra posible alternativa.
– Me dijo que fuera en cuanto llegara -añadió Innes, al tiempo que ambos se daban la vuelta al oír un ruido procedente de la caseta.
La puerta se abrió y un hombre bajó apresuradamente los tres peldaños. Iba vestido como para un entierro: traje negro, camisa blanca y corbata negra. Rebus le reconoció por el pelo plateado peinado hacia atrás. Era el diputado del Parlamento escocés Jack Bell, un hombre de cuarenta y tantos años, de mentón cuadrado y cara siempre bronceada. Era alto, ancho de hombros, y daba la impresión de ser alguien decidido a salirse con la suya en todo momento.
– ¡Tengo todo el derecho! -gritó-. ¡Todo el derecho del mundo! ¡Pero no debería extrañarme que ustedes me pongan toda clase de impedimentos!
Grant Hood, oficial de relaciones públicas del caso, había aparecido en la puerta.
– Tiene perfecto derecho a opinarlo, señor -dijo como única réplica.
– ¡No es una opinión sino un hecho absolutamente irrefutable! Hace seis meses que se cubrieron de ridículo y no se les olvida, ¿verdad?
– Perdone usted… -dijo Rebus acercándose a él.
– ¿Sí? ¿Qué desea? -respondió Bell volviéndose.
– Se me ocurre si no podría bajar un poco la voz… por respeto.
– ¡No me venga con ese numerito! -replicó Bell alzando un dedo amenazador-. ¡Sepa que ese loco habría podido matar a mi hijo!
– Me consta, señor.
– He venido en representación de mis electores y me permito exigir que me franqueen la entrada… -añadió Bell haciendo una pausa para respirar-. Por cierto, ¿usted quién es?
– El inspector Rebus.
– En ese caso no me sirve de nada. Quiero ver a Hogan.
– Comprenda usted que el inspector Hogan está más que ocupado en este momento. Desea usted ver el aula, ¿verdad? -Bell asintió con la cabeza, mirando a su alrededor como si buscase a alguien más útil que Rebus-. ¿Podría explicarme por qué, señor?
– ¿A usted qué le importa?
Rebus se encogió de hombros.
– Lo digo porque como voy a hablar ahora con el inspector Hogan -añadió Rebus dándose la vuelta y echando a andar- pensé que podría darle algún recado de su parte.
– Espere -dijo Bell en tono algo más tranquilo-. Tal vez usted mismo podría enseñarme…
– Será mejor que espere usted aquí -replicó Rebus negando con la cabeza-. Yo le informaré de lo que diga el inspector Hogan.
Bell asintió con la cabeza, pero no se mordió la lengua.
– Esto es un escándalo. ¿Cómo es posible que cualquiera entre en un colegio con un arma?
– Es lo que tratamos de averiguar, señor -contestó Rebus mirando al diputado de arriba abajo-. ¿No tendría usted un cigarrillo?
– ¿Cómo?
– Un cigarrillo.
Bell negó con la cabeza y Rebus volvió a encaminarse hacia el colegio.
– Estaré esperando, inspector. ¡No pienso moverme de aquí!
– Muy bien, señor. Yo diría que es lo mejor que puede hacer.
Delante de la fachada del colegio se extendía un césped en leve pendiente con campos de juego a un lado, en los que policías de uniforme estaban ocupados expulsando a unos intrusos que habían saltado la valla. Rebus pensó si serían periodistas, pero lo más probable era que fuesen los típicos morbosos que se presentan en todos los escenarios de un crimen. En ese momento advirtió que detrás del colegio había una construcción moderna que sobrevoló un helicóptero, pero no vio cámaras a bordo.
– Ha tenido gracia -dijo Siobhan dándole alcance.
– Siempre es un placer conocer a un político -dijo Rebus-. Sobre todo a uno que tiene en tanta estima a nuestra profesión.
La entrada principal del colegio era una puerta doble de madera tallada y cristaleras que daba paso a una zona de recepción con ventanas corredizas, antesala de una oficina, seguramente de la secretaria. Allí estaba la mujer, protegiéndose tras un gran pañuelo blanco, probablemente del policía que le tomaba declaración y que a Rebus le resultaba conocido, aunque no recordaba su nombre. Otra puerta doble -que habían dejado abierta- daba paso al colegio propiamente dicho. En ella había un letrero que decía: se ruega a las visitas pasar por secretaría y una flecha que señalaba hacia las ventanas corredizas.
Siobhan indicó un rincón en el techo donde había una cámara. Rebus asintió con la cabeza mientras cruzaban la doble puerta y enfilaban un largo pasillo con una escalera a un lado y una vidriera de colores al fondo. El suelo de madera pulida crujió bajo sus pasos. En las paredes había retratos de antiguos profesores en traje de ceremonia, sentados en su despacho o cogiendo un libro de una estantería. Más adelante pasaron ante cuadros de honor de notables, rectores y caídos en el servicio de la patria.
– No debió de resultarle difícil entrar -comentó Siobhan pensativa. Sus palabras resonaron en el silencio y vieron asomar una cabeza por una puerta del pasillo.
– Sí que has tardado -tronó la voz del inspector Bobby Hogan-. Entra a echar un vistazo.
Era la sala de recreo del sexto curso. Medía unos seis metros por cuatro, y en una de las paredes tenía ventanas altas que daban al exterior; había unas diez sillas, una mesa con un ordenador y una vieja cadena de alta fidelidad con cedes y unos casetes en un rincón desparramados, todos ellos en desorden. En algunas de las sillas había revistas: FHM, Heat, M8, y una novela abierta boca abajo. De unas perchas bajo las ventanas colgaban mochilas y chaquetas del uniforme escolar.
– Podéis entrar -dijo Hogan-. Los de la Científica ya lo han examinado milímetro a milímetro.
Entraron en el aula. Sí, los de la Policía Científica habían estado allí, porque allí era donde habían ocurrido los hechos. Había salpicaduras de sangre en una pared, un fino moteo de color rojo pálido. Había gotas más grandes en el suelo, y lo que parecían resbalones donde los pies se habían resbalado tras pisar un par de chorros. Los puntos en que la Policía Científica había recogido pruebas estaban señalados con tiza blanca y cinta adhesiva amarilla.