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Cuando iniciaron la ascensión, Mollison comentó:

– A mí me dijeron que buscaban pruebas de que había sido un disparo de misil.

– ¿No mostraron interés en encontrar los cadáveres? -preguntó Siobhan.

Sus botas, si no nuevas, parecían poco usadas. Se había puesto calcetines gruesos y había remetido en ellos los bajos del pantalón.

– Oh, sí, creo que también; pero les interesaba más averiguar por qué se había estrellado el helicóptero.

– ¿Cuántos vinieron? -preguntó Rebus.

– Seis.

– ¿Y fueron directamente a su casa?

– Creo que hablaron con alguien de Rescates y les informarían que el único guía que iban a encontrar era yo. -Hizo una pausa-. No hay nadie más. Me hicieron firmar el Acta de Secretos Oficiales -añadió tras otra pausa.

– ¿Antes o después? -preguntó Rebus mirándole.

Mollison se rascó detrás de la oreja.

– Al principio. Me dijeron que era el procedimiento habitual. ¿Significa eso que no se lo puedo decir a usted? -añadió mirando a Rebus.

– No lo sé… ¿Encontraron algo que usted crea que debe mantenerse secreto?

Mollison reflexionó un instante antes de negar con la cabeza.

– Pues, en ese caso, puede hablar sin reparos -dijo Rebus-. Probablemente era una simple formalidad. -Mollison reanudó la marcha y Rebus trató de no perder el paso a pesar de las malditas botas-. ¿Ha venido alguien más desde entonces? -preguntó.

– Muchos excursionistas en verano.

– Me refiero a alguien del Ejército.

Mollison volvió a rascarse la oreja.

– A mediados del año pasado, o quizás haga más tiempo…, vino una mujer que se hacía pasar por turista.

– Pero no daba el pego -aventuró Rebus, pasando a describirle a Whiteread.

– La ha descrito que ni pintada -dijo Mollison, y Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada.

– Quizá yo no lo entienda -dijo Brimson parándose para recuperar el aliento-, pero ¿qué tiene esto que ver con lo que hizo Lee?

– A lo mejor nada -concedió Rebus-. De todos modos, nos sentará bien hacer ejercicio.

A medida que la ascensión progresaba continuaron en silencio para no derrochar energías. Finalmente salieron del bosque y en la pendiente que se extendía ante su vista ya sólo había arbolillos y algunas peñas que despuntaban entre hierbas, brezos y helechos. A partir de allí era imposible caminar y habría que escalar. Rebus estiró el cuello para otear la lejana cumbre.

– No se preocupe -dijo Mollison señalando el pico-, no tenemos que subir. El helicóptero chocó a mitad de la pared y cayó por aquí -añadió señalando con el brazo la zona donde se encontraban-. Era un helicóptero grande; me pareció que tenía varias hélices.

– Era un Chinook -les explicó Rebus-. Tiene los dos rotores, uno en el morro y otro en la cola. Debieron de quedar muchos restos -dijo mirando a Mollison.

– Muchos. Pero los cadáveres… los cadáveres estaban despedazados. Uno lo encontramos colgado en un saliente cien metros más arriba; lo bajamos otro y yo. Trajeron al equipo de rescate para llevarse los restos. Y antes vino alguien a examinarlo todo. No encontró nada.

– ¿Por si había sido un misil?

Mollison asintió con la cabeza y señaló hacia una arboleda.

– Los papeles volaron por toda la zona y anduvieron buscándolos por el bosque. Las ramas de los árboles estaban llenas de hojas de papel. ¿Creerá usted que tuvieron que trepar para recogerlos?

– ¿Dieron alguna explicación?

Mollison volvió a asentir.

– Oficialmente no, pero en una ocasión en que pararon para tomar una cerveza, y lo hacían a menudo, oí lo que decían. El helicóptero iba al Ulster, con comandantes y coroneles a bordo. Llevaban documentos que no querían que cayeran en manos de los terroristas. Eso quizás explique que vinieran armados.

– ¿Armados?

– El equipo de rescate vino con rifles. A mí me pareció algo extraño.

– ¿Vio usted alguno de esos documentos? -preguntó Rebus.

Mollison asintió.

– Pero no leí nada. Los estrujaba y se los entregaba a ellos.

– Lástima -comentó Rebus acompañando sus palabras de una irónica sonrisa.

– Esto es precioso -dijo Siobhan de pronto, protegiéndose los ojos del sol.

– ¿Verdad que sí? -añadió Mollison sonriente.

– Y hablando de tomar algo… -interrumpió Brimson-. ¿Dónde está esa cantimplora de té?

Siobhan abrió la mochila y le tendió la cantimplora, que fue pasando de mano en mano. Sabía como sabe siempre el té en un recipiente de plástico. Rebus caminó por la zona hasta el pie de la pendiente.

– ¿Hubo algo que le pareciera extraño? -preguntó a Mollison.

– ¿Extraño?

– Respecto a la misión, los miembros del equipo o lo que hacían. -Mollison negó con la cabeza-. ¿Habló con todos?

– Sólo estuvimos aquí dos días.

– ¿Conoció a Lee Herdman? -añadió Rebus mostrándole una foto que había traído consigo.

– ¿Éste es el que ha matado a los colegiales? -preguntó Mollison, aguardando a que Rebus le dijera que sí con la cabeza, tras lo cual volvió a mirar la foto-. Sí, lo recuerdo. Era un hombre agradable… tranquilo. No me pareció que estuviera muy integrado en el equipo.

– ¿A qué se refiere?

– A él lo que más le gustaba era internarse en el bosque para recoger restos y trozos de papel. Briznas de cosas. Los otros se reían de él y en dos o tres ocasiones tuvieron que llamarle a la hora del té.

– Quizá pensara que no valía la pena apresurarse -terció Brimson oliendo el té.

– No irá a decirme que no sé hacer té -dijo Siobhan, ante lo cual Brimson alzó los brazos en señal de conciliación.

– ¿Cuánto tiempo estuvieron aquí? -preguntó Rebus.

– Dos días. La escuadrilla de rescate llegó al segundo día, y tardaron una semana más en llevárselo todo.

– ¿Habló mucho con ellos?

Mollison se encogió de hombros.

– Eran gente simpática, pero muy metida en su tarea.

Rebus asintió con la cabeza y se dirigió al bosque. No estaba lejos, pero le sorprendió la rapidez con que se adueñaba de uno la sensación de encontrare solo, aislado de las caras aún visibles y de las voces. ¿Cómo se llamaba el álbum de Brian Eno? Another Green World, otro mundo verde. Primero habían visto un paisaje desde el aire, pero en aquel momento se hallaba inmerso en otro mundo también extraño y vibrante. Lee Herdman había entrado en aquel bosque y era casi como si no hubiese vuelto a salir. Fue su última operación antes de dejar las SAS. ¿Había descubierto Herdman algo en aquella espesura? ¿Había encontrado algo?

Le asaltó de pronto una idea: las SAS no se dejan nunca. Por encima de sentimientos y actos cotidianos, uno conservaba siempre una marca indeleble. Tienes experiencias poco comunes. Te das cuenta de que hay otros mundos y otras realidades. En el regimiento te entrenan para que veas la vida como una de tantas misiones, una misión llena de posibles trampas y asesinos. Se preguntó en qué medida se había realmente distanciado él de sus experiencias en los paracaidistas y de la preparación para el ingreso en las SAS.

¿Había estado en caída libre desde entonces?

¿Había Lee Herdman, como aquel piloto del poema, vaticinado su propia muerte?

Se agachó, pasó una mano por el suelo cubierto de ramitas, hojas, musgo y flores silvestres, y vio mentalmente el helicóptero estrellándose contra las rocas, por avería o error del piloto. Se lo figuró como una bola de fuego en el cielo, con las hélices retorcidas, inmóviles. Debió de caer como una piedra, los cadáveres saldrían despedidos por efecto de la colisión desplomándose sobre el duro suelo con un golpe sordo. El mismo ruido que habría hecho el cuerpo de Andy Callis al caer en aquella vía muerta. La explosión diseminaría los trozos del aparato, de bordes requemados como papeles o hechos trizas, y haría volar los documentos secretos que encomendaron recuperar a las SAS. Y Lee Herdman, con mayor tesón que nadie, se había internado en aquel bosque una y otra vez. Recordó lo que había comentado Teri Corten «Él era así, tenía secretos». Pensó en el ordenador desaparecido, el que Herdman había comprado para su negocio. ¿Dónde estaba? ¿Quién lo tenía? ¿Qué secretos encerraba?