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Rebus se levantó también y se dieron la mano.

– Es un joven simpático -comentó Rebus camino del coche.

– Bastante creído -replicó Siobhan-. Piensa que nunca va a hacer algo mal.

– Ya escarmentará.

– Eso espero. De verdad.

Capítulo 18

Habían previsto volver al piso de Siobhan para que ella preparase la cena prometida. Iban tranquilamente hacia casa, cuando cerca del cruce de Leith Street con Cork Place, al ponerse rojo el semáforo, Rebus se volvió hacia ella.

– ¿Tomamos antes una copa? -dijo.

– ¿Y luego conduzco yo?

– Puedes coger un taxi para volver a casa y recoger el coche por la mañana.

Siobhan, indecisa, miró la luz roja y cuando se puso verde dio al intermitente para cambiar de carril y tomar Queen Street.

– Supongo que vamos al Oxford para honrarlo con nuestra presencia -comentó él.

– ¿Dónde, si no, satisfacer las exigencias del señor?

– Escucha; tomamos una copa allí y tú eliges después otro bar.

– De acuerdo.

Tomaron la primera copa en la barra llena de humo del Oxford, atestado de una bulliciosa clientela después del trabajo. En el canal Discovery ofrecían un reportaje sobre el Antiguo Egipto. Siobhan observó a los clientes habituales, más interesantes que lo que pudiera ofrecer la televisión, y advirtió que Harry el barman sonreía.

– Parece extrañamente contento -comentó a Rebus.

– Sospecho que está enamorado -contestó Rebus, que bebía despacio la cerveza para que le durase, puesto que Siobhan no había insinuado nada de tomar una segunda allí. Ella casi había acabado la media sidra que había pedido-. ¿Quieres otra media? -le preguntó.

– Dijiste una copa.

– Así me acompañas -replicó él levantando el vaso para que viera que le quedaba bastante, pero ella negó con la cabeza.

– Te veo las intenciones -dijo.

Rebus puso cara de inocente aunque sabía que no iba a engañarla.

Llegaron unos cuantos clientes habituales más que se abrieron paso entre la gente. En una mesa del salón de atrás había tres mujeres, pero en la barra Siobhan era la única. Arrugó la nariz por los empellones y el aumento del tono de las voces, se llevó el vaso a los labios y apuró la sidra.

– Vámonos -dijo.

– ¿Adónde? -preguntó Rebus mohíno, pero ella no quiso decírselo-. Tengo la chaqueta en la percha -añadió él, que se la había quitado como recurso psicológico para que viera que allí se encontraba muy a gusto.

– Pues cógela -replicó ella.

Rebus se puso la chaqueta y apuró de un trago el resto de cerveza antes de seguirla.

– Aire fresco -dijo ella respirando hondo.

Tenía el coche en North Castle Street, pero lo dejaron atrás y siguieron en dirección a George Street. Frente a ellos se veía el castillo iluminado bajo el cielo negro. Doblaron a la izquierda y Rebus sintió en sus piernas las agujetas tras la excursión a la isla de Jura.

– Hoy no me quita nadie un buen baño -dijo.

– Seguro que es el único ejercicio que has hecho en todo el año – comentó Siobhan sonriente.

– En toda la década -apostilló él.

Unos pasos más adelante, Siobhan se detuvo para descender unos escalones. Había elegido un bar que estaba por debajo del nivel de la calle y que era tienda en la planta superior; un local chic con luz discreta y música.

– ¿Habías estado aquí alguna vez? -preguntó ella.

– ¿Tú qué crees? -respondió él a punto de dirigirse a la barra, pero Siobhan le señaló un reservado libre.

– Sirven en las mesas -dijo mientras se sentaban.

Inmediatamente acudió una camarera. Siobhan pidió una ginebra con tónica y Rebus un Laphroaig. Cuando se lo trajeron, alzó el vaso y lo miró poco satisfecho con la medida. Siobhan agitó su combinado y estrujó la rodaja de lima contra los cubitos de hielo.

– ¿Dejo la cuenta abierta? -preguntó la camarera.

– Sí, por favor -contestó Siobhan y, cuando la mujer se alejó, preguntó-: ¿Estamos cerca de averiguar por qué Herdman mató a esos chicos?

Rebus se encogió de hombros.

– Creo que sólo lo sabremos cuando lo descubramos.

– ¿Y hasta entonces, todo lo demás…?

– Es potencialmente útil -añadió Rebus, consciente de que no era la conclusión que ella buscaba.

Se llevó el vaso a los labios, pero lo tenía ya vacío. No se veía a la camarera por ninguna parte y detrás de la barra había un solo camarero preparando un cóctel.

– El viernes, en esa vía muerta -dijo Siobhan- Silvers me dijo una cosa. -Hizo una pausa-. Que el caso Herdman iba a traspasarse a la División de Drogas y delitos mayores.

– Es lógico -musitó Rebus, pensando en que si ponían el caso en manos de Claverhouse y de Ormiston, ellos estaban de más-. ¿No había un grupo llamado DMC, o era la compañía de discos de Elton John?

– Run DMC -contestó Siobhan asintiendo con la cabeza-. Un grupo de rap si no me equivoco.

– Rap con mayúsculas, seguro.

– Sin comparación con los Rolling Stones, claro.

– No te metas con los Stones, sargento Clarke. Nada de la música que tú escuchas hoy existiría sin ellos.

– Una opinión con la que te habrás enzarzado en no pocas discusiones -añadió ella removiendo de nuevo la bebida.

Rebus miró otra vez sin lograr ver a la camarera.

– Voy a por otro whisky -dijo saliendo del reservado.

Ojalá Siobhan no hubiese mencionado lo del viernes, porque él se había pasado todo el fin de semana pensando en Andy Callis, y no dejaba de darle vueltas en la cabeza a una secuencia de acontecimientos -resquicios diminutos de tiempo y espacio- que podrían haberle salvado la vida. Claro que, probablemente, también se habría podido salvar a Lee Herdman… y evitar que Robert Niles matara a su esposa…

Y, en su caso, evitar que se escaldara las manos.

Todo se reducía a una contingencia nimia, una coincidencia imprevisible capaz de cambiar totalmente el curso de los acontecimientos. Le constaba que existía una argumentación científica, algo relacionado con el aleteo de una mariposa en la selva… Tal vez si él aleteaba con las manos acabaría consiguiendo el whisky. El barman vertió en una copa una mezcla de color rosado y salió de la barra a servirla en una mesa. Era una barra doble que dividía en dos partes el local. Miró a la penumbra y no vio muchos clientes en la parte de atrás, idéntica a la delantera, con los mismos reservados, asientos mullidos e igual decorado y clientela. Rebus sabía que él sacaba treinta años de diferencia a todo aquello. Había un joven tumbado en uno de los asientos con los brazos estirados hacia atrás y las piernas cruzadas, engreído y cómodo, para llamar la atención de todo el mundo.

De todo el mundo… menos de él. En ese momento se acercó el barman para atenderle, pero él negó con la cabeza, rebasó la barra y el espacio divisorio y pasó a la parte trasera del local plantándose delante de Johnson Pavo Real.

– Señor Rebus -dijo Johnson bajando los brazos y mirando a derecha e izquierda como comprobando si Rebus venía con refuerzos-. El atildado policía, inconfundible. ¿Buscaba a un servidor?

– No precisamente -contestó Rebus ocupando el otro asiento frente a él.

En aquella penumbra, la camisa hawaiana que llevaba el joven quedaba un tanto deslucida. Se acercó otra camarera y Rebus pidió un whisky doble.

– Póngalo en la cuenta de mi amigo -añadió señalando a Johnson.

Pavo Real se encogió de hombros magnánimo y pidió otro Merlot.

– ¿Así que es pura y simple coincidencia? -preguntó.

– ¿Dónde está tu chucho? -dijo Rebus mirando a su alrededor.

– Ese pequeño demonio no tiene clase para un local de esta categoría.

– ¿Lo tienes fuera atado?

– Lo suelto de vez en cuando -respondió Johnson sonriente.