– Buenas noches, James -dijo-. Me alegro de que ya puedas levantarte.
James Bell tardó un instante en reconocerlo. Le saludó con una inclinación de cabeza y señaló el interior.
– He visto luz y pensé que habría alguien.
– ¿Quieres pasar? -añadió Rebus, abriendo del todo la puerta.
– ¿No molesto?
– No hay nadie.
– Es que pensé que estarían haciendo un registro.
– No, ni mucho menos -respondió Rebus invitándole a entrar con un movimiento de la cabeza.
James Bell entró en el piso. Seguía con el brazo en cabestrillo y se lo sujetaba con la mano derecha; llevaba el largo abrigo negro de lana modelo Crombie echado por los hombros y abierto para que se viera el forro carmesí.
– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó Rebus.
– Nada. Estaba dando un paseo.
– Muy lejos de tu casa.
James le miró.
– Usted que ha visto mi casa quizá lo comprenda.
Rebus asintió con la cabeza y cerró la puerta.
– Ya. ¿Por poner un poco de distancia con tu madre?
– Exacto -contestó el muchacho mirando el pasillo como si fuera la primera vez que lo veía-. Y con mi padre.
– Tu padre siempre tan ocupado, ¿verdad?
– Ya lo creo.
– Me parece que no llegué a preguntarte…
– ¿Qué?
– ¿Cuántas veces viniste aquí?
James levantó el hombro derecho.
– No muchas.
– Bien, aún no has dicho por qué has venido hoy -añadió Rebus, que le precedía hacia el cuarto de estar.
– Yo creo que sí.
– No has sido muy explícito.
– Bueno, supongo que South Queensferry es tan buen sitio como cualquier otro para pasear.
– Pero no habrás venido a pie desde Barnton.
James Bell negó con la cabeza.
– Empecé a coger autobuses sin pensar y uno de ellos me trajo aquí. Y como vi luz…
– ¿Te intrigó quién estaría en el piso? ¿A quién esperabas encontrar?
– A la Policía, supongo. ¿A quién, si no? -añadió mirando por el cuarto-. En realidad, es que hay algo…
– ¿Qué?
– Un libro que le presté a Lee, y pensé si podría recuperarlo antes de que se lo llevaran todo.
– Has hecho muy bien.
– La maldita herida duele, no se crea -añadió el muchacho llevándose la mano al hombro.
– Supongo.
– Perdone, pero no recuerdo su nombre -dijo James Bell sonriendo.
– Rebus, inspector Rebus.
El muchacho asintió con la cabeza.
– Es verdad; mi padre habló de usted.
– A una luz muy favorable, me imagino.
Resultaba difícil sostener la mirada del joven sin ver en ella la imagen del padre.
– Él no ve más que incompetencia por todas partes, parientes y amigos incluidos.
Rebus se sentó en el brazo del sofá y señaló con la cabeza una silla, pero James Bell prefirió permanecer de pie.
– ¿Encontraste la pistola? -preguntó Rebus al joven, que pareció sorprendido por la pregunta-. El día que fui a tu casa buscabas en una revista de armas el modelo de la Brocock -añadió.
– Ah, sí -dijo el joven asintiendo levemente con la cabeza-. Los periódicos han publicado fotos. Mi padre los guarda todos, cree que puede lanzar una campaña.
– No parece que tú lo apruebes.
La mirada del muchacho se endureció.
– Quizá porque…
– ¿Por qué?
– Porque yo ahora soy útil para él, no por lo que soy, sino por lo que sucedió -contestó llevándose otra vez la mano al hombro.
– No se puede confiar en los políticos -comentó Rebus.
– Lee me dijo en una ocasión: «Si prohíben las armas, los únicos que tendrán acceso a ellas serán los delincuentes» -añadió el muchacho sonriendo al recordarlo.
– Parece que él era un delincuente. Tenía al menos dos armas ilegales. ¿Te dijo alguna vez por qué necesitaba una pistola?
– Yo sólo pensé que le interesaban las armas… por su pasado y todo eso.
– ¿Nunca pensaste que las tenía por si se viera en apuros?
– ¿En qué clase de apuros?
– No lo sé -respondió Rebus.
– ¿Quiere decir que tenía enemigos?
– ¿No se te ha ocurrido pensar en el porqué de tantas cerraduras en la puerta?
James cruzó el pasillo y miró la puerta.
– Eso también debe de ser por su pasado. Cuando iba al pub, por ejemplo, se sentaba en un rincón desde el que se viera la puerta.
Rebus sonrió pensando que él hacía lo mismo.
– ¿Para ver quién entraba? -preguntó.
– Eso me dijo.
– Parece que teníais mucha amistad.
– Sí, tanta como para que me pegara un tiro -replicó mirándose el hombro.
– ¿Tú le robaste algo, James?
– ¿Yo? ¿Por qué? -inquirió el muchacho frunciendo el ceño.
Rebus se encogió de hombros.
– ¿Lo hiciste?
– No.
– ¿Te mencionó alguna vez Lee que echara algo en falta?
El joven negó con la cabeza.
– No sé adónde quiere ir a parar, la verdad.
– Lo digo por esa paranoia que tenía; por saber hasta qué extremo…
– Yo no he dicho que fuera paranoico.
– No, pero esas cerraduras, el hecho de sentarse en un rincón en los pubs…
– Son simples medidas de precaución, ¿no cree?
– Puede. -Rebus hizo una pausa-. Tú le apreciabas, ¿verdad?
– Probablemente más que él a mí.
Rebus recordó la vez anterior que había hablado con el muchacho y lo que había dicho Siobhan.
– ¿Y Teri Cotter? -preguntó.
– ¿Qué pasa con ella? -respondió el muchacho dando unos pasos como para dominar su inquietud.
– Pensamos que Herdman y Teri eran pareja.
– ¿Y qué?
– ¿Lo sabías?
James Bell, al tratar de encogerse hombros, hizo una mueca de dolor.
– Te olvidaste de la herida, ¿eh? -comentó Rebus-. Ahora recuerdo que tenías un ordenador en tu cuarto. ¿Entrabas en la página de Teri?
– No sabía que tuviera una página.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
– ¿No te habló de ello nunca Derek Renshaw?
– ¿Derek?
Rebus continuaba asintiendo con la cabeza.
– Por lo visto, Derek era uno de sus admiradores. Tú solías estar en la sala común con él y con Tony Jarvies, y tal vez hablaríais del tema.
James Bell negó despacio con la cabeza con gesto reflexivo.
– Que yo recuerde, no -dijo.
– Bueno, no importa -añadió Rebus levantándose-. ¿Puedo echarte una mano para buscar ese libro?
– ¿Qué libro?
– El que has venido a buscar.
– Ah, es verdad -dijo el muchacho sonriendo por su despiste-. Sí, claro. Estupendo. -Miró en el cuarto en desorden y se acercó a la mesa-. Eh, mire. Aquí está -dijo levantando un libro en rústica para que lo viera Rebus.
– ¿De qué trata?
– De un soldado que se vuelve loco.
– ¿Y que intenta matar a su mujer y luego se tira de un avión?
– ¿Lo ha leído?
Rebus asintió con la cabeza mientras el muchacho hojeaba rápidamente las páginas y se golpeaba con él el muslo.
– Bueno ya lo he recuperado -dijo.
– ¿Hay algo más que quieras coger? -preguntó Rebus enseñándole un disco compacto-. Seguramente acabará en un contenedor de basura.
– ¿Ah, sí?
– Parece que a su esposa no le interesa nada de lo suyo.
– Es una pena.
Rebus continuaba ofreciéndole el compacto, pero el muchacho negó con la cabeza.
– No, no estaría bien.
Rebus asintió y recordó su propia reticencia al mirar en la nevera.
– Bien, inspector, le dejo -añadió James Bell, metiéndose el libro debajo del brazo y, al tender la mano a Rebus, se le cayó el abrigo al suelo.