– Tal vez tenga razón, mucho porno duro proviene de lugares como Rotterdam. En fin, que nuestro amigo Herdman debía de ser una joya.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó Rebus amusgando los ojos.
– ¿Recuerdas que nos llevamos su ordenador? -Rebus recordaba que ya no estaba en el piso de Herdman cuando él fue la primera vez-. Los cerebros de Howdenhall han logrado descubrir algunos de los sitios de internet que visitaba y muchos de ellos eran para mirones.
– ¿De voyeurs?
– Exacto. Al señor Herdman le gustaba mirar. Y además muchos de ellos están registrados en Holanda. El pagaba la subscripción todos los meses con tarjeta de crédito.
Rebus miró por los cristales. Empezaba a llover, una llovizna oblicua. La gente caminaba deprisa con la cabeza agachada.
– ¿Tú sabes de algún traficante de pornografía que pague por mirar?
– Es la primera vez que lo oigo.
– No es ninguna pista, créeme. -Rebus hizo una pausa y entrecerró los ojos-. ¿Has entrado en esos sitios?
– En acto de servicio para examinar las pruebas.
– Descríbemelos.
– ¿Te da morbo?
– Para eso tengo a Frank Zappa. Vamos, compláceme, Bobby.
– Sale una chica sentada en la cama con medias, liguero, etcétera, y tú tecleas lo que quieres que haga.
– ¿Sabemos lo que le gustaba a Herdman que hicieran?
– No. Por lo visto, los técnicos de Howdenhall no llegan a tanto.
– Bobby, ¿tienes una lista de esos sitios? -Rebus oyó una especie de risita entre dientes apagada-. Sólo estoy aventurando una conjetura, pero ¿hay por casualidad alguno titulado Señorita Teri o Entrada a la Oscuridad?
Se hizo un silencio al otro lado de la línea.
– ¿Cómo lo sabes?
– Fui adivino en una vida anterior.
– No, en serio, John. ¿Cómo lo sabes?
– Ya sabía que me lo ibas a preguntar. -Rebus accedió a no dejar en vilo a Bobby-. La señorita Teri es Teri Cotter, una alumna de Port Edgar.
– ¿Que se dedica al porno?
– No, Bobby, su página no es pornográfica -replicó Rebus sin darse cuenta.
– ¿La has visto?
– Sí, la chica tiene en su habitación una cámara conectada a internet -admitió Rebus-. Funciona las veinticuatro horas al parecer -añadió con una mueca, dándose cuenta de que había hablado demasiado otra vez.
– ¿Y cuánto tiempo has estado mirando para comprobarlo?
– No estoy seguro de que tenga nada que ver con…
– Tengo que decírselo a Claverhouse -interrumpió Hogan.
– Ni se te ocurra.
– John, si Herdman estaba obsesionado con esa chica…
– Si vas a interrogarla quiero acompañarte.
– No creo que tú…
– ¡Bobby, la pista te la he dado yo! -exclamó mirando a su alrededor consciente de haber levantado la voz. Estaba sentado a la barra al lado de la ventana. Vio que dos mujeres, dos oficinistas en su rato de descanso, desviaban la mirada. ¿Habrían estado escuchando?-. Tengo que estar presente, Bobby, por favor, prométemelo.
La voz de Hogan se suavizó.
– De acuerdo, prometido por lo que me toca. Lo que no sé es si Claverhouse estará de acuerdo.
– ¿Seguro que tienes que decírselo?
– ¿Qué quieres decir?
– Bobby, podríamos ir nosotros dos a hablar con ella…
– No es mi manera de trabajar, John -replicó Hogan con voz firme de nuevo.
– Sí, claro, Bobby. -Rebus tuvo una idea-. ¿Está ahí Siobhan?
– Yo creía que estaba contigo.
– No importa. ¿Me dirás el resultado del interrogatorio?
– De acuerdo -contestó Hogan con un suspiro.
– Gracias, Bobby. Te debo una.
Rebus colgó y salió del bar sin tomarse el resto del café. En la calle encendió otro cigarrillo. Las oficinistas cuchicheaban cubriéndose la boca con las manos como para evitar que leyera en sus labios lo que decían. Expulsó humo hacia los cristales y volvió a la biblioteca.
Siobhan fue a St Leonard temprano, hizo ejercicio en el gimnasio y luego se dirigió al DIC. Había un gran armario practicable donde guardaban los archivadores de casos antiguos. Cuando examinaba los lomos marrones de las carpetas de cartón vio que faltaba una y en su lugar había una hoja de papel. Era el de Martin Fairstone, y lo habían retirado por orden superior. Firmado: Gill Templer.
Era lógico. La muerte de Fairstone no había sido accidental y se iniciarían las pesquisas por homicidio, relacionadas con una investigación interna. Templer había retirado el expediente para entregárselo a quien correspondiera. Cerró, echó la llave y salió al pasillo para escuchar detrás de la puerta. Sólo se oía el sonido sordo de un teléfono. Miró a un lado y a otro del pasillo y vio que en el DIC había dos compañeros: Davie Hynds y Hi-Ho Silvers. Hynds era aún demasiado nuevo para que le intrigase lo que hacía, pero si Silvers la veía…
Respiró hondo, llamó a la puerta y aguardó antes de hacer girar el pomo.
Entró, cerró y se acercó de puntillas a la mesa de la jefa. No había nada encima y los cajones eran muy pequeños. Miró el archivador metálico verde.
– De perdidos al río -musitó abriendo el primero de ellos.
Estaba vacío. Los otros tres sí estaban llenos de papeles, pero no encontró lo que buscaba. Expulsó aire con ganas y miró a su alrededor. ¿Qué broma era aquélla? Allí no había escondrijos, era un despacho absolutamente utilitario. Hubo un tiempo en que Templer tenía un par de macetas en el alféizar, pero ya no estaban; se le habrían muerto las plantas o había decidido tirarlas. El antecesor de Templer tenía el escritorio lleno de fotos de su numerosa familia, pero actualmente no había nada que delatara que lo ocupaba una mujer. Segura de que no había dejado nada por inspeccionar, Siobhan abrió la puerta y se encontró con un hombre con el ceño fruncido.
– Precisamente a quien quería ver -dijo.
– Entré a… -alegó ella mirando al interior del despacho mientras pensaba en una explicación convincente para acabar la frase.
– La comisaria Templer se encuentra en una reunión.
– Sí, claro, es lo que he pensado -añadió Siobhan recuperando el aplomo y cerrando la puerta.
– Por cierto, me llamo… -dijo el hombre.
– Mullen -espetó ella estirándose para estar algo más a la altura de él.
– Ah, claro -dijo Mullen con un sonrisita-. Era usted la que iba al volante del coche el día que conseguí parar al inspector Rebus.
– ¿Y ahora quiere interrogarme sobre Martin Fairstone? -aventuró Siobhan.
– Exacto. -Hizo una pausa-. Siempre que pueda dedicarme unos minutos.
Siobhan se encogió de hombros sonriente, como si fuera lo más agradable del mundo.
– Sígame, por favor -dijo Mullen.
Al pasar por delante de la puerta abierta del DIC, Siobhan miró de reojo y vio que Silvers y Hynds se arrimaban uno a otro y estiraban sus corbatas por encima de la cabeza con el cuello doblado como ahorcados. Lo último que vieron del objeto de su mofa fue un dedo amenazador antes de que despareciera pasillo adelante. Siobhan siguió al oficial de Expedientes escaleras abajo y antes de llegar a la zona de recepción, éste abrió el cuarto de interrogatorios número uno.
– Supongo que tendría un motivo fundamentado para entrar en el despacho de la comisaria Templer -dijo Mullen mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de una de las sillas.
Siobhan se sentó en la otra, al otro lado de la mesa rayada y con manchas de bolígrafo. Mullen se agachó y cogió del suelo una caja de cartón.
– Sí, por supuesto -contestó ella viendo cómo abría la tapa del archivador.
Encima de todo había una foto de Martin Fairstone hecha poco después de su detención. Mullen la cogió y se la mostró. Siobhan no pudo evitar fijarse en aquellas uñas impecables.
– ¿Cree que este hombre merecía morir?