– No tengo una opinión formada -respondió Siobhan.
– Esto es sólo entre usted y yo, ¿comprende? -añadió Mullen bajando la foto de manera que por encima de ella apareció la mitad de su cara-. No vamos a grabar nada ni hay testigos. Todo muy discreto e informal.
– ¿Por eso se ha quitado la chaqueta? ¿Para que sea más informal?
Mullen no replicó.
– Se lo preguntaré otra vez, sargento Clarke. ¿Merecía este hombre morir?
– Si me pregunta si yo quería que muriese, la respuesta es «no». He conocido miserables mucho peores que Martin Fairstone.
– ¿Cómo lo clasificaría, entonces? ¿Como molestia menor?
– No me preocuparía en clasificarlo.
– Tuvo una muerte horrible, ¿sabe? Se despertó en pleno incendio, medio asfixiado por el humo, tratando de desatarse de la silla… A mí no me gustaría acabar así.
– Supongo que no.
Se miraron a la cara y Siobhan comprendió que en cualquier momento él se levantaría y comenzaría a pasear por el cuarto tratando de ponerla nerviosa. Se le anticipó y, apartando la silla de la mesa, fue a hasta el fondo con los brazos cruzados, obligándole a volverse.
– Parece que está haciendo usted una buena carrera, sargento Clarke -dijo Mullen-. Inspectora dentro de cinco años, tal vez inspectora jefe antes de los cuarenta… tiene diez años por delante para estar a la altura de la comisaria Templer. -Hizo una pausa efectista-. Un buen futuro si sabe evitar escollos.
– Espero tener un buen radar.
– Deseo por su bien que así sea. El inspector Rebus, por el contrario… no parece tenerlo muy afinado, ¿no cree?
– No tengo una opinión formada.
– Pues ya es hora de que la tenga. Con la carrera que tiene usted por delante, debe elegir con cuidado sus amistades.
Siobhan cruzó despacio hasta el otro lado del cuarto y se volvió al llegar a la puerta.
– Seguro que hay muchos sospechosos en libertad que deseaban la muerte de Fairstone -dijo.
– Esperemos que en la investigación se descubran muchos -replicó Mullen encogiéndose de hombros-. Pero entretanto…
– Entretanto, ¿quiere dar un repaso al inspector Rebus?
Mullen la miró un instante.
– ¿Por qué no se sienta?
– ¿Le pongo nervioso? -replicó ella inclinándose y apoyando los nudillos en el borde de la mesa.
– ¿Eso es lo que intentaba? Yo empezaba a pensar…
Siobhan le sostuvo la mirada.
– Dígame -añadió él pausadamente-, cuando supo que el inspector Rebus había estado en casa de Martin Fairstone la noche en que murió, ¿qué fue lo primero que pensó?
Siobhan respondió encogiéndose levemente de hombros.
– Una hipótesis es que alguien pudo querer dar un susto a Fairstone -dijo él entonando la voz- y salió mal. Tal vez el inspector Rebus intentó volver a la casa para salvarle… Nos llamó una doctora, una psicóloga llamada Irene Lesser, que hace poco trató con el inspector Rebus por otro asunto. Resulta que esa doctora tenía intención de presentar una reclamación, algo relacionado con la violación de la confidencialidad de los pacientes. Después de su queja, expresó su opinión de que el inspector Rebus es un «obsesionado». ¿Diría usted que estaba obsesionado, sargento Clarke? -añadió Mullen inclinándose hacia ella.
– A veces se enfrasca excesivamente en las investigaciones -dijo Siobhan-. No sé si es lo mismo.
– Me parece que la interpretación de la doctora Lesser es que le cuesta vivir en la realidad… que arrastra una furia acumulada de años.
– No entiendo qué tiene eso que ver con Martin Fairstone.
– ¿No? -replicó Mullen sonriendo con arrepentimiento-. ¿Considera al inspector Rebus amigo suyo, alguien con quien comparte su tiempo fuera del trabajo?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo?
– Parte de mi tiempo.
– ¿Es la clase de amigo a quien habla de sus problemas?
– Puede ser.
– ¿Y Martin Fairstone no era un problema?
– No.
– Para usted desde luego que no. -Mullen calló un instante y se recostó en la silla-. Sargento Clarke, ¿ha sentido alguna vez necesidad de proteger al inspector Rebus?
– No.
– Pero ha hecho de conductor para él mientras se le curaban las manos.
– No es lo mismo.
– ¿Le ha ofrecido una explicación creíble de cómo se las quemó?
– Las metió en agua muy caliente.
– He especificado «creíble».
– Yo la considero creíble.
– ¿No cree que es muy propio de él, al verla con un ojo tumefacto, establecer conclusiones y ajustar las cuentas a Fairstone?
– Estuvieron juntos en un pub, pero no he oído decir a nadie que se pelearan.
– Quizás en público no. Pero cuando el inspector Rebus le indujo a que le invitase a su casa… donde nadie les viera…
Siobhan negó con la cabeza.
– No ocurrió nada así.
– Me encantaría tener tanta confianza como usted, sargento Clarke.
– ¿Sustituiría su engreída arrogancia?
Mullen la miró inquisitivo, sonrió y guardó la foto en el archivador.
– Creo que es todo por ahora. -Siobhan no hizo ademán de irse-. A menos que usted tenga algo que decir -añadió Mullen con un destello en los ojos.
– En realidad, sí. Ahí tiene usted el motivo por el que entré en el despacho de la comisaria Templer -añadió señalando con la cabeza el archivador.
– ¿Ah, sí? -dijo Mullen interesado.
– Pero no tiene nada que ver con Fairstone, sino con el caso de Port Edgar. Vieron a la novia de Fairstone -dijo pensando que no comprometía nada revelándolo-; fue vista en South Queensferry, y el inspector Hogan -tragó saliva antes de dejar caer una pequeña mentira- quiere interrogarla, pero yo no recordaba la dirección.
– ¿Y está aquí? -dijo Mullen dando una palmadita en el archivador y pensándolo un instante antes de abrirlo y empujarlo hacia ella-. No veo inconveniente.
La rubia se llamaba Rachel Fox y trabajaba en un supermercado al final de Leith Walk. Siobhan llegó hasta allí en coche, pasando por delante de los poco sugerentes bares, tiendas de artículos de segunda mano y locales de tatuaje. A ella Leith le parecía estar siempre a punto de experimentar alguna especie de renacimiento. Cuando transformaron los antiguos almacenes en apartamentos tipo «loft», o abrieron una sala de cine o trajeron el histórico yate de la reina para que lo visitaran los turistas, se habló de «rejuvenecimiento». Sin embargo, para ella el lugar no había cambiado nada; era el Leith de siempre, con sus habitantes de siempre. No sentía aprehensión cuando estaba allí, ni siquiera en plena noche y había que llamar a la puerta de burdeles o antros de droga. Pero sí que reconocía que era un lugar sin espíritu, donde una sonrisa te revelaba como forastero. No había sitio en el aparcamiento del supermercado. Dio una vuelta y finalmente vio a una mujer que cargaba bolsas de compra en el maletero. Aguardó con el motor al ralentí. La mujer reñía a gritos a un niño de cinco años, lloroso y con mocos colgando, cuyos hombros subían y bajaban al compás de los sollozos. Vestía una chaqueta deportiva plateada Le Coq Sportif y dos tallas más grande que la suya y acolchada, por lo que parecía no tener manos. La madre se puso furiosa al verle limpiarse la nariz con la manga y comenzó a zarandearlo. Siobhan arrimó instintivamente la mano a la puerta del coche sin llegar a abrir, pues sabía que con su intervención podía agravar la situación de la criatura, aquella mujer no iba a reconocer sus malas maneras por el reproche que le hiciera una desconocida. Vio que cerraba el maletero y empujaba al niño dentro del coche y que, al dar la vuelta para sentarse al volante, la miraba a ella encogiéndose de hombros como reclamando comprensión. Siobhan la fulminó con la mirada, pero no dejó de pensar en la futilidad de su indignación mientras aparcaba, cogía un carrito y entraba en el supermercado.
¿A qué había ido allí, en definitiva? ¿Por Fairstone, por las notas, o porque Rachel Fox había estado en el Boatman's? Quizá por las tres cosas. Fox trabajaba de ayudante de caja; Siobhan miró la batería de cajas y la localizó enseguida. Vestía el uniforme azul de las empleadas, tenía recogida la melena en una cola alta y le caían dos tirabuzones sobre las orejas. En aquel momento miraba inexpresiva al vacío mientras pasaba los artículos por el lector de código de barras. Sobre la caja colgaba un letrero que decía: «Máximo nueve artículos». Siobhan entró en el primer pasillo, pero no vio nada que le hiciera falta; no quería aguardar cola en la pescadería ni en la carnicería por si Rachel Fox se tomaba un descanso o se marchaba antes de la hora. Echó en el carrito dos chocolatinas, rollos de papel de cocina y una lata de caldo Scotch. Cuatro artículos. Al doblar al fondo del pasillo miró si Fox seguía en la caja. Seguía allí, con tres pensionistas esperando turno para pagar. Siobhan añadió un frasco de salsa de tomate. Una mujer en silla de ruedas eléctrica pasó rauda a su lado para meter prisa al marido y gritarle que no olvidase la pasta dentífrica y los pepinillos.