La mueca que hizo el hombre le recordó a Siobhan que ella había olvidado los pepinillos y tendría que volver atrás.
Los clientes se movían despacio, como si pretendieran demorarse más de lo estrictamente necesario. Seguramente muchos acabarían por entrar en la cafetería a tomar un trozo de tarta, saboreándola despacio entre sorbos de té, antes de irse a casa y pasar la tarde viendo programas de cocina.
Un paquete de pasta. Seis artículos.
Ya sólo quedaba un pensionista en la caja rápida, y Siobhan se colocó detrás del hombre, que saludó a Fox. Ésta le respondió con un desmayado y seco «buenas» para disuadirle de charlar.
– Qué buen día hace -dijo el hombre, que debía de ir sin dentadura postiza a juzgar por su modo de hablar y cómo le asomaba la lengua entre los labios.
Fox asintió con la cabeza y siguió pasando los artículos de compra con la mayor rapidez posible. Al mirar la cinta transportadora, dos cosas llamaron la atención de Siobhan. La primera era que el hombre llevaba doce artículos y la segunda, que también ella habría debido comprar huevos.
– Ocho ochenta -dijo Fox.
El hombre sacó despacio el dinero del bolsillo y comenzó a contar las monedas. Frunció el ceño y las contó otra vez. Rachel Fox tendió la mano y cogió el dinero.
– Faltan cincuenta peniques -dijo.
– ¿Cómo?
– Le faltan cincuenta peniques. Tendrá que dejar algún artículo.
– Tenga -dijo Siobhan aportando la moneda que faltaba.
El hombre la miró, sonrió desdentado, le hizo una breve reverencia y se dirigió a la salida con su bolsa.
Rachel Fox comenzó a pasar los artículos de la nueva dienta.
– Estará usted pensando que pobre hombre -comentó sin levantar la vista-, pero suele usar el mismo truco una vez a la semana.
– Pues qué tonta he sido -dijo Siobhan-. Bueno, por lo menos no se ha puesto a contar otra vez todas las monedas.
Fox levantó la vista, luego miró la cinta transportadora y volvió a mirar a Siobhan.
– Yo la conozco de algo -dijo.
– Rachel, ¿me ha estado enviando cartas?
– ¿Cómo sabe mi nombre? -replicó Fox con la mano sobre el paquete de pasta.
– En primer lugar lo pone en su insignia.
Pero en ese momento Rachel se acordó. La miró con cara de odio con los ojos entrecerrados.
– Usted es esa poli que pretendía encerrar a Marty.
– Testifiqué en la vista -concedió Siobhan.
– Sí, lo recuerdo… Y un colega suyo le prendió fuego.
– No se crea todo lo que cuentan los tabloides, Rachel.
– Usted le buscó problemas a Marty.
– No.
– Me habló de usted… me dijo que le tenía manía.
– Puedo asegurarle que no es cierto.
– ¿Y entonces por qué está muerto?
Había pasado el último artículo y Siobhan le tendió un billete de diez libras. La cajera del puesto más cercano había interrumpido su actividad y, junto con su dienta, estaba escuchando.
– Rachel, ¿podemos hablar a solas? -dijo Siobhan mirando a su alrededor-. ¿En algún sitio menos concurrido?
A Rachel Fox se le saltaron las lágrimas. Siobhan se acordó de pronto del niño que había visto en el aparcamiento y pensó que en ciertos aspectos nunca nos hacemos mayores. Emocionalmente, nunca crecemos.
– Rachel… -añadió.
Pero Rachel Fox abrió la caja para darle el cambio negando despacio con la cabeza.
– No tengo nada que decirles.
– ¿Y esas notas que he estado recibiendo, Rachel? ¿Qué me dice de eso?
– No sé de qué me habla.
Siobhan oyó el ruido de un motor y comprendió que la mujer de la silla de ruedas estaba detrás de ella. El marido llevaba en el carrito exactamente nueve artículos. Siobhan se volvió y vio que la mujer venía con otra cesta y otros nueve artículos. La miraba con la cara encendida, deseosa de que se fuera.
– La vi en el Boatman's -dijo Siobhan-. ¿Qué hacía allí?
– ¿Dónde?
– En el Boatman's… South Queensferry.
Fox le entregó el cambio con el ticket.
– Es donde trabaja Rod -dijo con un bufido.
– Es… un amigo suyo, ¿verdad?
– Es mi hermano -respondió Rachel Fox y, cuando levantó la vista, Siobhan vio que en lugar de lágrimas echaba fuego por los ojos-. ¿Es que van a matarle a él también? ¿Eh? ¿Es eso?
– Davie, será mejor que vayamos a otra caja -dijo la mujer de la silla de ruedas a su marido.
Comenzó a dar marcha atrás en el momento en que Siobhan cogía su bolsa y se dirigía a la salida seguida por la voz de Rachel Fox:
– ¡Puta asesina! ¿Qué te he hecho yo? ¡Asesina! ¡Asesina!
Siobhan tiró las bolsas en el asiento del pasajero y se sentó al volante.
– ¡So guarra! -gritó Rachel Fox yendo hacia el coche-. ¡No tienes ni un tío que se te acerque!
Siobhan encendió el motor y salió del hueco en marcha atrás al tiempo que Rachel Fox lanzaba una patada contra el faro. Como llevaba zapatillas deportivas, el pie rebotó en el cristal. Siobhan estiró el cuello para asegurarse de que no atropellaba a nadie y cuando enderezó el volante vio que Rachel Fox empujaba con todas sus fuerzas una fila de carritos empotrados. Arrancó y pisó el acelerador mientras oía el traqueteo de los carritos, que pasaron rozando el coche. Miró por el retrovisor y vio que habían quedado atravesados en la calle y que el primero de la fila había ido a estrellarse contra un Volkswagen Escarabajo aparcado en la otra acera.
Rachel Fox continuaba gruñendo y agitando los puños. Finalmente dirigió un dedo amenazador hacia el coche que se alejaba y se pasó ese mismo dedo por la garganta asintiendo despacio con la cabeza.
– De acuerdo, Rachel -musitó Siobhan saliendo del aparcamiento.
Capítulo 20
Bobby Hogan había tenido que poner en juego todo su poder de persuasión y se aseguraría de que Rebus no lo olvidara. La mirada que le dirigió fue elocuente: «Primero, me debes un favor; segundo, no jodas la marrana».
Estaban en un despacho de la «Casa grande», la Jefatura de la Policía de Lothian and Borders en Fettes Avenue, sede la División de Narcotráfico, por lo que Rebus estaba allí a disgusto. No sabía realmente cómo Hogan había convencido a Claverhouse para que le dejara asistir al interrogatorio; lo cierto es que allí se encontraban ahora. También asistía Ormiston, que resoplaba por la nariz y cerraba los ojos con fuerza cada vez que parpadeaba. Teri Cotter había acudido con su padre y completaba la escena una agente de uniforme.
– ¿Seguro que quieres que esté presente tu padre? -preguntó Claverhouse sin rodeos.
Teri le miró. Llevaba todos sus atavíos de gótica y unas botas hasta la rodilla con múltiples hebillas relucientes.
– Tal como lo plantea -dijo el señor Cotter-, quizás habría sido mejor que hubiera venido con mi abogado.