– Es una réplica -tartamudeó Bob.
Rebus la sopesó y la examinó detenidamente.
– No, no es una réplica -replicó entre dientes-. Tú lo sabes y yo lo sé, y eso significa que vas a ir a la cárcel, Bob. Tu próxima función de teatro será dentro de cinco años. Espero que te guste -añadió con la pistola en una mano y la otra en el hombro del joven-. ¿Qué llamada? -insistió.
– No lo sé -contestó Bob resoplando y temblando-. Uno que le llamó desde un pub… Luego cogimos el coche.
– Uno que le llamó desde un pub para decirle ¿qué?
– Pavo Real no me lo contó -respondió Bob negando insistentemente con la cabeza.
– ¿No?
Bob seguía moviendo la cabeza de un lado a otro con los ojos llenos de lágrimas. Rebus se mordió el labio inferior y miró a su alrededor. No había nadie mirando; por Lothian Road sólo circulaban autobuses y taxis y a varios metros de ellos. En la puerta de una discoteca había un gorila. Rebus no veía en realidad. Su mente giraba a toda velocidad.
Podría haber sido cualquiera de los clientes del pub, que al verle hablar tanto tiempo con Fairstone pensase que a Pavo Real podía interesarle. Pavo Real, que había sido amigo de Fairstone. Luego tuvieron la pelea por Rachel Fox. ¿Y, y qué más? ¿Estaba Pavo Real preocupado porque Marty Fairstone se había convertido en un confidente? ¿Porque sabía algo que a Rebus le interesaba?
Pero ¿qué?
– Bob -añadió Rebus con voz sosegada-. Está bien, Bob. No te preocupes. No hay por qué preocuparse. Sólo necesito saber qué quería Johnson de Marty.
Bob volvió a negar con la cabeza, esa vez con menos fuerza, como si empezara a resignarse.
– Me mataría -dijo con voz queda-. Lo haría -añadió mirando a Rebus a los ojos.
– En ese caso, tengo que ayudarte, Bob. Debes dejar que yo sea tu amigo. Porque así será Pavo Real quien vaya a la cárcel y no tú. A ti no te pasará nada.
El joven siguió en silencio como si se lo pensara, y Rebus se preguntó qué haría un abogado defensor medianamente competente ante un tribunal con un individuo como aquél. Cuestionaría su capacidad e inteligencia y lo impugnaría como testigo.
Pero Bob era su única posibilidad.
Volvieron en silencio hasta el coche de Rebus. Bob dejó el suyo aparcado en una bocacalle y subió al del inspector.
– Será mejor que esta noche te quedes en mi casa -dijo Rebus-. Así estarás más seguro -añadió, pensando que «seguro» era un buen eufemismo-. Mañana hablaremos, ¿de acuerdo? -«Hablar»: otro eufemismo.
Bob asintió con la cabeza sin decir nada y Rebus encontró un hueco para aparcar al final de Arden Street y condujo a Bob hasta la puerta de su casa. Al abrir le sorprendió que no funcionara la luz de la escalera. Se dio cuenta demasiado tarde de lo que eso podía significar, cuando ya unas manos le agarraban de las solapas y le lanzaban contra la pared. El agresor trató de darle un rodillazo en la ingle, pero Rebus le esquivó con un giro de cadera y recibió el golpe en el muslo. Lanzó un cabezazo que alcanzó al agresor en el pómulo y sintió su mano en el cuello buscando la carótida. Si se la presionaba comenzaría a perder el conocimiento. Cerró los puños y empezó a golpearle en los riñones, pero la cazadora de cuero del atacante amortiguaba los puñetazos.
– Hay otro -dijo una voz de mujer.
– ¿Qué? -respondió el agresor con acento inglés.
– ¡Que está con alguien!
Rebus notó que cesaba la presión en el cuello y su agresor se apartaba. El haz de luz de una linterna iluminó de pronto la puerta entreabierta por la que asomaba Bob boquiabierto.
– ¡Mierda! -masculló Simms.
Whiteread, que sostenía la linterna, enfocó el rostro de Rebus.
– Lo siento, Gavin pone a veces demasiado celo -dijo.
– Se acepta la disculpa -replicó Rebus recobrando el ritmo de la respiración al tiempo que lanzaba un puñetazo, pero Simms lo esquivó ágilmente y se puso en guardia con los puños alzados.
– Muchachos, muchachos -dijo Whiteread-. Se acabó el juego.
– ¡Bob, al piso! -ordenó Rebus comenzando a subir la escalera.
– Tenemos que hablar -dijo Whiteread pausadamente, como si no hubiese ocurrido nada.
Bob pasó por delante de ella para seguir a Rebus.
– ¡Tenemos que hablar! -repitió ella ladeando la cabeza hacia arriba para mirar a Rebus, que ya estaba en el descansillo.
– Bien -respondió él-, pero primero vuelvan a encender la luz.
Abrió la puerta del piso e hizo pasar a Bob y le mostró dónde estaban la cocina, el baño y la cama preparada del cuarto de invitados que rara vez usaba. Palpó el radiador y estaba frío; se agachó y conectó el termostato.
– Enseguida se calienta -dijo.
– ¿Qué es lo que ocurría en la entrada? -preguntó el joven curioso, pero sin darle importancia; una despreocupación producto de su costumbre de no meterse en asuntos ajenos.
– Nada que deba preocuparte -contestó Rebus que, al levantarse, sintió acelerarse el pulso en las sienes y se apoyó en la pared-. Será mejor que esperes aquí mientras hablo con esos dos. ¿Quieres un libro o algo?
– ¿Un libro?
– Para leer.
– Nunca se me ha dado la lectura -dijo Bob sentándose en el borde de la cama.
Rebus oyó que se cerraba la puerta, lo que quería decir que Whiteread y Simms acababan de entrar.
– Bien, espera aquí, ¿de acuerdo?
El joven asintió con la cabeza y miró el cuarto como si fuera un calabozo, un encierro más que un refugio.
– ¿No hay tele? -preguntó.
Rebus salió del cuarto sin contestar e hizo una seña con la cabeza a los dos policías militares para que le siguieran al cuarto de estar.
Tenía encima de la mesa las fotocopias del expediente de Herdman, pero no le importaba que las vieran. Se sirvió un vaso de whisky sin invitarles y lo apuró de un trago acercándose a la ventana para observar en los cristales el reflejo de sus movimientos.
– ¿Dónde encontró el diamante? -preguntó Whiteread.
– Ah, ¿de eso se trataba, verdad? -dijo Rebus sonriendo para sí mismo-. Por lo que Herdman adoptaba tantas precauciones… porque sabía que algún día vendrían a buscarlo.
– ¿Lo encontró en Jura? -aventuró Simms, tranquilo y sin inmutarse.
Rebus negó con la cabeza.
– Ha sido un simple truco. Sabía que si les enseñaba un diamante acabarían sacando conclusiones, como acaban de hacer -añadió alzando el vaso vacío hacia Simms-. Brindo por ello.
– Nosotros no hemos afirmado nada -dijo Whiteread entrecerrando los ojos.
– Han venido aquí sin pérdida de tiempo y no necesito más. Además, usted estuvo en la isla el año pasado tratando de hacerse pasar por turista -añadió Rebus sirviéndose otro whisky, dando un sorbo y pensando que aquél tenía que durarle-. Aquellos oficiales de alto grado que iban a negociar un cese de hostilidades en Irlanda del Norte… era lógico que hubiera un precio. Había que pagar a los paramilitares. Ésos son chicos codiciosos, no iban a quedarse sin tajada. Por eso el gobierno pensó en comprarlos con diamantes. Pero el cargamento desapareció en el accidente del helicóptero y las SAS enviaron una misión. Armada hasta los dientes por si los terroristas iban también a buscarlo. -Hizo una pausa-. ¿Voy bien?
Whiteread parecía una estatua, y Simms, sentado en el brazo del sofá, cogió un ejemplar atrasado del suplemento dominical para hacer un rollo con él. Rebus le señaló con el dedo.
– ¿Piensa aplastarme la tráquea, Simms? No olvide que ahí hay un testigo.
– Qué más quisiera -replicó Simms con voz fría y ojos de fuego.
Rebus centró su atención en Whiteread, que se había acercado a la mesa y tenía la mano sobre el expediente de Herdman.
– ¿No puede frenar el celo de su mono?
– Estaba usted contándonos una historia sobre diamantes -dijo ella sin apartar su atención de los papeles.