El Burry Man era una fiesta anual con ocasión de la cual adornaban las calles con guirnaldas y banderines y organizaban una procesión que recorría la localidad. Todavía faltaban meses para la fecha, pero Rebus se preguntaba si aquel año celebrarían el desfile.
Pasó ante una torre con reloj con restos de coronas del día de los caídos en las dos guerras mundiales, que habían respetado los vándalos. La calle era tan estrecha que la calzada se ensanchaba en algunos puntos invadiendo la acera para que los coches pudieran pasar. De vez en cuando atisbaba un trozo del estuario por detrás de las casas del lado izquierdo. Las de la acera opuesta formaban un bloque continuo con tiendas de una sola planta y terraza, y tras ellas se levantaba otra hilera de viviendas. Dos viejas cruzadas de brazos que comentaban delante de una puerta los últimos rumores, le miraron de reojo al notar que era forastero y fruncieron el ceño tomándole por uno de los curiosos que habían acudido por lo del crimen.
Continuó caminando y en una tienda de periódicos vio a varias personas que comentaban las noticias de la prensa. Por la acera contraria desfiló un equipo de televisión, distinto del que había en las puertas del colegio. El operador, cámara en mano, cargaba el trípode al hombro, y el encargado del sonido llevaba el aparato en bandolera, los auriculares al cuello y el micrófono jirafa enhiesto como un rifle. Iban a la búsqueda un buen decorado, capitaneados por una joven rubia que miraba en todos los soportales para localizar el escenario ideal. Rebus creyó reconocerla de la televisión y pensó que debía de ser un equipo de Glasgow. Su reportaje arrancaría con: «Los habitantes de una pacífica localidad costera, consternados, trataban de sobreponerse al horror que irrumpió… todos se hacen interrogantes que nadie puede esclarecer de momento…». Bla, bla, bla. Él habría podido escribir el guión. Como la Policía no daba información, los periodistas no tenían otro recurso que acosar a los lugareños para obtener detalles banales y sacarles el mayor jugo posible.
Les había visto hacerlo en Lockerbie y estaba seguro de que en Dunblane había sucedido otro tanto. Ahora le tocaba a South Queensferry. La calle giraba a un lado y desembocaba en el paseo marítimo. Se detuvo un instante y se dio la vuelta a mirar el centro de la ciudad, que quedaba oculto en su mayor parte por árboles, nuevos edificios y el arco que acababa de cruzar. Vio el rompeolas y pensó que era un lugar tan adecuado como otro cualquiera para encender el cigarrillo que le había dado Bobby Hogan y que llevaba en la oreja; quiso cogerlo pero se le escapó de la mano y cayó al suelo, donde una ráfaga de viento lo hizo rodar. Se agachó siguiendo su trayectoria y, al hacerlo, estuvo a punto de tropezar con unas piernas. El pitillo se había detenido ante la puntera de un zapato negro de tacón de aguja. Las piernas que continuaban los zapatos estaban enfundadas en unas medias negras de redecilla con rotos. Rebus se enderezó. Era una chica de entre trece y diecinueve años, de pelo negro teñido y que le caía sobre el cráneo como paja al estilo sioux; su rostro era de un blanco cadavérico, llevaba pintados de negro ojos y labios y vestía una cazadora de cuero negro sobre una especie de blusa de varias capas de gasa negra.
– ¿Se ha cortado las venas? -preguntó al verle las manos vendadas.
– Si pisas ese cigarrillo es muy probable que lo haga.
La joven se agachó, lo recogió y se acercó a él para ponérselo en la boca.
– Tengo un mechero en el bolsillo -dijo Rebus.
Ella lo sacó y le dio fuego ahuecando hábilmente las manos en torno a la llama y clavó la mirada en la de él, como valorando la reacción del hombre a su cercanía.
– Lo siento, pero es el único que me queda -dijo él.
Resultaba difícil fumar y hablar al mismo tiempo. Ella debió comprenderlo porque aguardó a que Rebus diera un par de caladas para quitarle el cigarrillo de la boca y llevárselo a la suya. El advirtió que bajo sus guantes negros de encaje llevaba las uñas pintadas de negro.
– Yo no entiendo nada de moda -dijo-, pero me da la impresión de que no vas de luto.
– No voy de luto, para nada -respondió ella abriendo la boca bastante para enseñar unos dientecitos blancos.
– Pero vas al colegio Port Edgar. -Ella le miró, sorprendida de que lo supiera-. Si no, seguramente estarías en clase. Sólo los alumnos de Port Edgar tienen el día libre.
– ¿Es usted periodista? -preguntó ella volviendo a ponerle el cigarrillo en la boca. Sabía a pintalabios.
– Soy poli -dijo Rebus-. Del Departamento de Investigación Criminal. -La chica no pareció impresionada-. ¿Conocías a esos dos chicos que han muerto?
– Sí -replicó ella. Parecía ofendida, no quería quedarse fuera.
– Pero ya veo que te da igual.
La chica captó la insinuación al recordar sus propias palabras: «No voy de luto, para nada».
– Si acaso, me dan envidia -respondió clavando de nuevo los ojos en él.
A Rebus le intrigaba enormemente el aspecto que tendría sin maquillaje. Probablemente sería bonita, y hasta parecería frágil. Su rostro pintado era una máscara para ocultarse.
– ¿Envidia?
– Han muerto, ¿no?
Aguardó a que él asintiera con la cabeza y luego se encogió de hombros. Rebus bajó la vista hacia el cigarrillo y ella se lo quitó y volvió a llevárselo a los labios.
– ¿Quieres morirte?
– Siento simple curiosidad por saber qué se siente -dijo haciendo una O con los labios y lanzando un aro de humo-. Usted habrá visto muertos.
– Demasiados.
– ¿Cuántos? ¿Ha visto morir a alguien?
– Tengo que irme -dijo Rebus decidido a no contestar, al tiempo que la chica hacía el gesto de devolverle prácticamente una colilla, pero él negó con la cabeza-. Por cierto, ¿cómo te llamas?
– Teri.
– ¿Terry?
La joven le deletreó el nombre.
– Pero si quiere llámeme señorita Teri.
Rebus sonrió.
– Imagino que es un nombre inventado -replicó-. Tal vez nos veamos, señorita Teri.
– Puede verme siempre que le apetezca, señor investigador -dijo ella dándose la vuelta y echando a caminar en dirección al centro, muy decidida sobre sus tacones altos, atusándose el pelo hacia atrás y dirigiéndole un vaporoso saludo con la mano enguantada, convencida de que él miraba y disfrutando del juego.
Rebus sabía que la muchacha era una gótica. Había visto ejemplares en Edimburgo formando grupo delante de las tiendas de discos. En cierto momento, cualquiera con aspecto de pertenecer a aquella tribu tuvo prohibida la entrada al parque de Princess Street en virtud de un decreto municipal a raíz de un parterre pisoteado y una papelera desparramada; la noticia le había hecho sonreír. El linaje se remontaba hasta los punks y los teddy boys, quinceañeros que pasaban sus ritos iniciáticos. Él también había sido un rebelde antes de alistarse en el Ejército. Era demasiado joven para unirse a la primera oleada de teddy boys, pero más adelante había lucido una cazadora usada de cuero y llevaba un peine de metal afilado en el bolsillo. No era una cazadora auténtica de motero. La cortó con un cuchillo de cocina y le quedó deshilachada por abajo, con el forro asomando.
Un rebelde.