– Tenían que morir -añadió el hijo sin hacerle caso.
Jack Bell se quedó boquiabierto y mudo mientras su hijo daba vueltas sin cesar al vaso de agua.
– ¿Por qué tenían que morir? -preguntó Rebus con voz tranquila.
– Ya lo he dicho -contestó el muchacho encogiéndose de hombros.
– Porque no te gustaban -aventuró Rebus-. ¿Sólo por eso?
– Muchos chicos como yo han matado por menos. ¿O es que no ven los telediarios? Estados Unidos, Alemania, Yemen… A veces basta con que no te gusten los lunes.
– Ayúdame a entenderlo, James. Ya sé que teníais distintos gustos musicales…
– No sólo en música: en todo.
– ¿Veíais la vida de forma distinta? -aventuró Hogan.
– Tal vez en cierto modo querías impresionar a Teri Cotter -añadió Rebus.
– No la meta en esto -replicó James lanzándole una mirada iracunda.
– Es difícil no hacerlo, James. Al fin y al cabo, Teri te dijo que le obsesionaba la muerte, ¿no es cierto? -El muchacho guardó silencio-. Yo creo que te obnubilaste un poco con ella.
– ¿Usted qué sabe? -replicó desdeñoso el adolescente.
– En primer lugar estuviste en Cockburn Street haciéndole fotos.
– Yo hago muchas fotos.
– Pero la suya la guardabas en ese libro que le prestaste a Lee Herdman. No te gustaba que se acostase con ella, ¿verdad? Ni te gustó que Jarvies y Renshaw te dijeran que habían entrado en su página y la habían visto en su dormitorio. -Rebus hizo una pausa-. ¿Qué tal voy? -añadió.
– Es muy listo, inspector.
Rebus negó con la cabeza.
– No; hay muchas cosas que no sé, James. Y espero que tú puedas llenar las lagunas.
– No tienes por qué decir nada, James -gruñó el padre-. Eres menor y hay leyes que te protegen. Has sufrido un trauma y ningún tribunal… -Miró a los policías-. ¿No debería hablar en presencia de un abogado?
– No lo necesito -espetó el muchacho.
– Tienes que aceptarlo -replicó el padre horrorizado.
– Tú ya no pintas nada, papá -añadió el hijo-. ¿No te das cuenta? Ahora soy yo el protagonista. Soy yo quien te va a hacer salir en la primera página de los periódicos, pero por los peores motivos. Y por si no lo sabes, no soy menor: tengo dieciocho años. Tengo edad para votar, y para muchas cosas -añadió como si esperase la réplica del padre, pero al no producirse, se volvió hacia Rebus-. ¿Qué es lo que quiere saber?
– ¿Tengo razón respecto a Teri?
– Yo sabía que se acostaba con Lee.
– Cuando le prestaste el libro, ¿dejaste deliberadamente en él la foto?
– Supongo.
– ¿Esperando que la viese y que reaccionase? -preguntó Rebus; el joven se encogió de hombros-. Tal vez te bastaba con que se enterara de que a ti también te gustaba. -Rebus hizo una pausa-. Pero ¿por qué ese libro concretamente?
James le miró.
– Porque Lee quería leerlo. Conocía la historia de aquel hombre que se había tirado de un avión. Él no era… -añadió sin encontrar las palabras adecuadas. Lanzó un suspiro-. Tiene que pensar que era un hombre muy desgraciado.
– ¿Desgraciado en qué sentido?
James encontró la palabra:
– Obsesionado -dijo-. Ésa era la impresión que daba. Obsesionado.
Se hizo un silencio que rompió Rebus.
– ¿Cogiste la pistola en el piso de Lee?
– Eso es.
– ¿Él no lo sabía?
James Bell negó con la cabeza.
– ¿Tú sabías que tenía una Brocock? -preguntó Hogan sin levantar la voz.
El muchacho asintió con la cabeza.
– ¿Y por qué se presentó en el colegio? -inquirió Rebus.
– Le dejé una nota, pero no esperaba que la leyera tan pronto.
– ¿Cuál era entonces tu plan, James?
– Entrar en la sala común, donde solían estar ellos dos solos, y matarlos.
– ¿A sangre fría?
– Exacto.
– ¿A dos chicos que no te habían hecho nada?
– Dos menos en este mundo -replicó el adolescente encogiéndose de hombros-. Total… en comparación con los tifones, huracanes, terremotos, hambrunas…
– ¿Por eso lo hiciste, porque daba igual?
James Bell reflexionó un instante.
– Tal vez -contestó.
Rebus miró la alfombra intentando dominar la ira que le invadía. «Un familiar de mi misma sangre…»
– Todo sucedió muy rápido -añadió James Bell-. Me sorprendió lo tranquilo que estaba. Pum, pum: dos cadáveres… En el momento en que disparaba sobre el segundo entró Lee y me miró fijamente. Yo también a él. Estábamos los dos desconcertados -añadió sonriendo al recordarlo-. Luego, él estiró el brazo con la mano abierta para que le entregara la pistola y yo se la di. -Dejó de sonreír-. Lo que menos me imaginaba era que el gilipollas iba a disparársela en la sien.
– ¿Por qué crees que lo hizo?
James Bell negó lentamente con la cabeza.
– He intentado dar una explicación… ¿Usted qué cree? -añadió implorante, como si necesitara saberlo.
Rebus tenía varias hipótesis: porque era el dueño de la pistola y se sentía responsable, porque el incidente atraería a equipos de investigadores profesionales, incluidos los del Ejército… y porque era una solución.
Porque ya no vivía obsesionado.
– Y después tú cogiste la pistola y te disparaste en el hombro -dijo Rebus enfatizando las palabras-. ¿Y luego volviste a colocársela en la mano?
– Sí. En la otra mano llevaba la nota que yo le había dejado, y se la quité.
– ¿Y las huellas dactilares?
– Limpié la pistola con la camisa, como en las películas.
– Pero cuando llegaste allí para matarlos, deberías ir decidido a que todos lo supieran. ¿Por qué cambiaste de idea?
El muchacho se encogió de hombros.
– Porque surgió la oportunidad. ¿Sabemos en realidad por qué hacemos las cosas cuando nos arrastra un impulso? A veces nos dejamos llevar por los instintos. Los malos pensamientos… -añadió volviéndose hacia su padre.
Y en ese momento su padre se lanzó sobre él para agarrarle del cuello y los dos cayeron del sofá rodando por el suelo.
– ¡Maldito cabrón! -gritó Jack Bell-. ¿Sabes lo que has hecho? ¡Esto es mi ruina! ¡Has destrozado mi carrera!
Rebus y Hogan los separaron; el padre continuó rezongando y profiriendo maldiciones mientras el hijo, más bien sereno, observaba atento aquella ira incoherente como si fuese algo que deseara conservar como un valioso recuerdo. Se abrió la puerta y apareció Kate. A Rebus le asaltó el deseo de obligar a James Bell a arrodillarse ante ella para que la pidiera perdón. La joven contempló la escena.
– ¿Jack…? -dijo a media voz.
Jack Bell, a quien Rebus sujetaba con fuerza por detrás, la miró como si fuera una extraña.
– Vete, Kate -dijo el diputado-. Márchate a tu casa.
– No entiendo…
James Bell, sin oponer resistencia a Hogan, que le agarraba, miró hacia la puerta y luego hacia donde estaban su padre y Rebus. En su cara se esbozó lentamente una sonrisa.
– ¿Se lo decís vosotros o se lo digo yo…?
Capítulo 25
– No puedo creerlo -volvió a decir Siobhan.
La llamada de Rebus se había prolongado durante todo el trayecto desde la comisaría al ya cercano aeródromo.
– A mí también me cuesta creerlo.
Iba por la A 8 en dirección oeste. Miró el retrovisor y puso el intermitente para adelantar a un taxi en el que viajaba un hombre de negocios que leía tranquilamente el periódico antes de coger el avión. Siobhan sintió ganas de parar en el arcén, salir del coche y gritar para desahogar la confusión de sentimientos que la embargaban. ¿Era por la excitación de que se hubiera resuelto el caso? Dos en realidad: el caso Herdman y el homicidio de Fairstone. ¿O era por la frustración de no haber estado presente?
– ¿Y no habrá matado también a Herdman? -preguntó ella.