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Miró el aparato y pensó que era un poco tarde para llamar a su primo. Se encogió de hombros y musitó un «mañana» mientras sonreía recordando la escena en el aeródromo al levantar a Siobhan en brazos.

Decidió arriesgarse a llegar hasta la cama. Tenía el portátil en reserva de pantalla y, sin molestarse en dar al botón, lo desenchufó de la red. Ya lo devolvería al día siguiente a la comisaría.

Se detuvo en el pasillo y entró en el cuarto de invitados para coger El viento en los sauces. Lo pondría al lado del ordenador para no olvidarlo y al día siguiente se lo regalaría a Bob.

Mañana, si Dios y el diablo querían.

Epílogo

Jack Bell no escatimó gastos en preparar la defensa de su hijo. Aunque su hijo no parecía haberse enterado. Se mantenía en sus trece, resuelto a declararse culpable ante el tribunal.

No obstante, Bell contrató a uno de los mejores abogados de Escocia, un letrado residente en Glasgow que cobraba los desplazamientos a Edimburgo en consonancia con sus honorarios. Impecablemente vestido con un traje de raya diplomática y corbata color burdeos, el letrado fumaba en pipa en los lugares en que estaba permitido y la sostenía en la mano izquierda en las demás ocasiones.

En ese momento estaba sentado frente a Jack Bell, con las piernas cruzadas por encima de la rodilla, mirando a la pared justo por detrás de la cabeza del diputado. Bell, acostumbrado a sus modales, sabía que aquello no significaba ni mucho menos que el abogado estuviera distraído, sino que reflexionaba sobre lo que estaban tratando.

– Tenemos caso -dijo el abogado-. Y bueno, creo yo.

– ¿Ah, sí?

– Sí -añadió el letrado examinando su pipa como buscándole defectos-. Verá, el quid de la cuestión está en que el inspector Rebus es pariente de Derek Renshaw, primo del padre, concretamente. Y, en consecuencia, no habría debido ocuparse del caso.

– ¿Por ser juez y parte? -aventuró Jack Bell.

– Tan claro como el agua. No puede existir relación consanguínea con una de las víctimas si se interviene en las pesquisas interrogando a presuntos sospechosos. Quizás usted no lo sepa, pero el inspector Rebus tenía pendiente una investigación interna en el momento de los acontecimientos de Port Edgar -añadió el abogado centrando la atención en la cazoleta de la pipa y mirando el interior-, a la que quizá siguiera una eventual apertura de expediente disciplinario por implicación en un caso de homicidio.

– Tanto mejor.

– No dio ningún resultado, pero en cualquier caso la Policía de Lothian and Borders es sorprendente. Creo que es la primera vez que me consta que un policía suspendido de servicio activo participa sin restricción alguna en las pesquisas de una investigación.

– ¿Eso es una irregularidad?

– Desde luego no es corriente. Lo que cuestiona gravemente en gran parte la validez de los cargos de la fiscalía. -El letrado hizo una pausa y se puso de tal modo la pipa entre los dientes que pareció que su boca esbozaba una sonrisa-. Existen igualmente posibles objeciones y detalles técnicos que podrían obligar al fiscal a ceder en una simple vista indagatoria.

– Es decir, ¿que el caso se desestimaría?

– Es muy factible. Yo diría que contamos con muchas posibilidades. -Hizo una pausa efectista-. Pero eso siempre que James se declare inocente.

Jack Bell asintió con la cabeza y por primera vez los dos hombres se miraron a los ojos antes de volverse hacia James, que estaba sentado al otro lado de la mesa.

– ¿Qué dices, James? -preguntó el letrado.

El adolescente reflexionó mientras sostenía implacable la mirada del padre como si aquello fuera lo que alimentara su hambre insaciable de odio.

Ian Rankin

***