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Bird había oído rumores acerca de que Himiko era una aventurera sexual. Algunas habladurías incluso atribuían el suicidio de su esposo a tales desviaciones y aberraciones eróticas. Bird sólo había dormido en una ocasión con ella, pero ambos estaban terriblemente borrachos y ni siquiera tenía la certeza de haber llegado a la copulación. Había ocurrido mucho antes del desafortunado matrimonio de Himiko, y aunque se le notaba un ardiente deseo y una búsqueda del placer, en esa época sólo era una colegiala inexperta.

Bird se apeó del taxi a la entrada del callejón de Himiko. Calculó rápidamente cuánto dinero le quedaba en la cartera. A la mañana siguiente debería solicitar un anticipo en la academia donde trabajaba.

Metió la botella de whisky en el bolsillo de la chaqueta y avanzó por el callejón precipitadamente. Como todo el vecindario conocería las excentricidades de Himiko, era probable que desde las ventanas se observara con discreción a los visitantes.

Pulsó el timbre de la puerta. No hubo respuesta. Golpeó con los dedos y llamó a la chica suavemente. Luego caminó por el flanco de la casa hasta la parte trasera y vio un polvoriento MG de segunda mano aparcado bajo la ventana de Himiko. El coche parecía abandonado hacía mucho tiempo. Pero era una prueba de que la chica estaba en casa. Apoyó uno de sus zapatos embarrados sobre el parachoques abollado y descansó un momento. El MG escarlata se meció con suavidad, como una barca. Volvió a llamar a Himiko y miró hacia la ventana con cortinas del dormitorio. Un ojo le observaba desde donde las cortinas se juntaban. Bird dejó de sacudir el MG y sonrió: siempre podía comportarse con naturalidad ante Himiko.

– ¡Vaya! Pero si es Bird…

La voz, apagada por la cortina y el cristal, sonó como un suspiro débil, tonto.

Bird supo al instante que había encontrado el sitio ideal para destapar una botella de Johnny Walker en pleno día. Sintiéndose más aliviado, regresó al frente de la casa.

CAPÍTULO IV

– Espero no haberte despertado -dijo Bird cuando Himiko abrió la puerta.

– ¿Despertarme? ¿A estas horas? -replicó burlonamente.

Himiko alzó una mano para protegerse del sol de mediodía. La luz a espaldas de Bird le caía impetuosamente sobre el cuello y los hombros que su bata de algodón violeta dejaban al descubierto. El abuelo de Himiko había sido un pescador de Kyushu que tomó por esposa, o, mejor dicho, raptó a una muchacha rusa de Vladivostok. Ello explicaba la blancura de la piel de Himiko. Además, en su forma de moverse algo sugería la confusión del inmigrante que nunca consigue sentirse cómodo del todo en su nuevo país.

Himiko frunció el entrecejo ante la luz y dio un paso atrás, en dirección a la sombra del interior, con la presteza de una gallina. Se encontraba en la breve etapa de las mujeres que dejan atrás la vulnerable belleza de las jóvenes y se acercan a la plenitud de la madurez. Himiko era una mujer que probablemente pasaría mucho tiempo en ese estado intermedio.

Bird entró rápidamente y cerró la puerta. Por un instante, cegado por la repentina oscuridad, el reducido espacio del vestíbulo le hizo sentirse como en el interior de una jaula para transporte de animales. Parpadeó con rapidez mientras se quitaba los zapatos. Himiko daba vueltas en la oscuridad a sus espaldas, observando.

– No me gusta molestar a la gente cuando duerme -se disculpó Bird.

– ¡Qué remilgado estás hoy, Bird! No estaba durmiendo. Si duermo durante el día ya no puedo hacerlo por la noche. Estaba meditando sobre el universo pluralista.

¿El universo pluralista? De acuerdo, pensó Bird, podremos discutirlo con un whisky de por medio. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, olfateó a su alrededor como un sabueso, y siguió a Himiko al interior de la casa. En la sala de estar parecía de noche: la penumbra era profunda y estática; y el aire, húmedo y turbio como el lecho de paja donde reposa el ganado enfermo. Bird miró de soslayo la vieja pero firme silla de caña en la que siempre se sentaba, y se ubicó en ella con cuidado tras apartar algunas revistas. Hasta después de ducharse, vestirse y maquillarse, Himiko no encendería las luces ni, desde luego, abriría las cortinas. Habría que esperar con paciencia, a oscuras. En su última visita, un año atrás, Bird había pisado un bol de cristal y se había cortado el dedo gordo de un pie. Al recordar el dolor y el pánico que había sentido, se estremeció.

Le resultó difícil poner la botella en algún sitio: una elaborada confusión de libros y revistas, cajas y botellas vacías, conchillas, cuchillos, tijeras, flores marchitas y ramas secas, especímenes de insectos, cartas viejas y recientes, cubrían no sólo el suelo y la mesa, sino también la estantería baja para libros junto a la ventana, el gramófono y el televisor. Bird titubeó. Luego hizo un poco de espacio en el suelo y depositó el Johnny Walker entre sus tobillos. Desde la puerta, Himiko dijo a modo de saludo:

– Todavía no he aprendido a ser ordenada, Bird. ¿Estaba todo así la última vez que estuviste aquí?

– Claro que sí. ¡Si hasta me corté el dedo gordo de un pie!

– Sí, ahora lo recuerdo. Alrededor de la silla todo el suelo estaba manchado de sangre. Ocurrió hace siglos, Bird. Pero todo sigue igual por aquí. Y tú, ¿qué tal?

– Pues, verás, he sufrido una especie de accidente.

– ¿Accidente?

Bird titubeó. No había pensado en soltarlo tan de repente.

– Tuvimos un niño… pero murió casi enseguida -simplificó.

– ¿De verdad? Conozco a dos personas que les ha sucedido lo mismo. Contigo ahora son tres. ¿Crees que la precipitación radiactiva en la atmósfera pueda tener algo que ver?

Bird trató de comparar al bebé, que parecía de dos cabezas, con las imágenes que recordaba sobre las mutaciones producidas por la radiactividad. Pero sólo de pensar en la anormalidad de su hijo, sentía en la garganta el calor de una extrema vergüenza personal. ¡Cómo iba a discutir su desgracia con otras personas si le era inherente a sí mismo! Le parecía que nunca podría compartir su problema con el resto de la humanidad.

– En el caso de mi hijo, aparentemente sólo fue un accidente.

– ¡Qué experiencia terrible, Bird! -exclamó Himiko, y lo miró con una expresión en los ojos que parecía nublar sus párpados con tinta negra.

Bird no hizo caso del mensaje oculto en esos ojos. Por el contrario, levantó la botella de Johnny Walker.

– Buscaba un sitio en donde beber y pensé que no te importaría, aunque fuese en pleno día. ¿Bebes conmigo?

Bird advirtió que estaba lisonjeando a su amiga como cualquier joven y desvergonzado chulo. Pero así solían comportarse con Himiko los hombres que ella conocía. Su esposo, más abiertamente que Bird o sus demás amigos, se comportaba con ella como si fuese su hermano menor. Y de pronto, una mañana, se había ahorcado.

– Veo que la tragedia todavía está contigo, Bird. Aún no te has recuperado. Está bien, no preguntaré nada más al respecto.

– Supongo que es lo mejor. De todas maneras, hay poco más que contar.

– ¿Tomamos una copa?

– De acuerdo.

– Quiero ducharme; pero empieza tú, Bird. En la cocina encontrarás vasos.

Himiko desapareció en el cuarto de baño y Bird se puso de pie. La cocina y el baño compartían un espacio retorcido al final del vestíbulo, estrecho como un compartimiento de cochecama en un tren. Saltó por encima de la bata y la ropa interior que Himiko acababa de tirar en el suelo, y entró en la cocina. Al regresar con una jarra de agua y vasos, se le ocurrió fisgonear por la puerta de cristal abierta del cuarto de baño, más oscuro aún que el vestíbulo. Vio a Himiko duchándose: con la mano izquierda levantada como queriendo detener el agua de la ducha, y la derecha apoyada en el vientre, la chica se miraba por sobre el hombro derecho las nalgas y la pantorrilla derecha ligeramente arqueada. Bird le vio la espalda, las nalgas y las piernas. La imagen le provocó una repugnancia irreprimible: se le puso carne de gallina. De puntillas, escapó hacia su silla de caña. No sabía desde cuándo, pero había logrado dominar el asco juvenil y la angustia que le producía la visión de un cuerpo desnudo. Sin embargo, ahora volvía a despertar en él. Y tenía la sensación de que el pulpo de la repugnancia extendería sus tentáculos incluso cuando regresara junto a su mujer, que ahora yacía en la cama de un hospital y pensaba que el bebé se había ido con su padre a otro hospital porque tenía el corazón débil. Esa sensación, ¿duraría mucho?, ¿se agudizaría?