– Sí que los recuerdo. Y según tu opinión, en cada ocasión he dejado atrás mi propio cadáver y he escapado a este universo.
– Exactamente.
¿Tendría razón Himiko?, se preguntaba Bird, soñoliento. ¿Habría dejado tras de sí a otro Bird, convertido en cadáver, en cada ocasión crítica? Y entonces, ¿habría numerosos Bird muertos en tantos otros universos? ¿Cuál de todos esos muertos sería el Bird más valioso? Algo era seguro: se trataría de otro, no del Bird que habitaba en este universo.
– ¿Y hay una muerte definitiva? Cuando fallas intentando escapar a otro universo y finalmente mueres en este mundo, ¿significa la muerte en todos los demás?
– Supongo que sí. De lo contrario, viviríamos hasta el infinito al menos en un universo. Probablemente la muerte definitiva se produzca por vejez, después de los noventa. Así, todos vivimos en uno u otro universo hasta que morimos de vejez en nuestro último universo. Parece justo, ¿verdad, Bird?
De pronto, Bird lo comprendió todo y la interrumpió:
– Todavía te reprochas por el suicidio de tu esposo, ¿verdad? Y has inventado todo este enredo para quitarle a la muerte su carácter definitivo.
– Puedes creer lo que quieras. Mi vida, desde que él me abandonó en este universo, ha consistido en preguntarme por qué ha muerto… -La piel grisácea que rodeaba sus debilitados ojos se coloreó grotescamente-. Es una vida triste, pero la he aceptado. No evado mis responsabilidades, al menos no en este universo.
– No tengo intenciones de criticarte, Himiko, pero eso significa -Bird sonrió, procurando diluir el veneno de sus palabras- que intentas convertir en algo relativo la irrevocabilidad de la muerte de tu esposo. Te imaginas que hay otro universo en donde él continúa vivo. Pero no puedes convertir lo absoluto de la muerte en relativo, por más trucos psicológicos que emplees.
– Quizá tengas razón, Bird… ¿Puedo beber otro vaso de whisky, por favor? -dijo Himiko, con voz seca como si de pronto perdiera todo interés en su teoría del universo pluralista.
Bird llenó ambos vasos y rogó que Himiko olvidara pronto su crítica espontánea y que, al día siguiente, pudiera volver a soñar con su universo pluralista. Como un viajero en el tiempo que visitara un mundo diez mil años atrás, a Bird le aterrorizaba la idea de provocar cualquier desgracia en el presente. Esta sensación había crecido poco a poco en su interior desde que supo que su bebé era anormal. Ahora quería salir de este mundo por un tiempo, como el jugador que quiere abandonar la partida cuando tiene una mala racha.
En silencio, ambos intercambiaron sonrisas comprensivas y bebieron whisky como escarabajos sorbiendo savia. Los ruidos callejeros le sonaban a Bird como señales lejanas, sin un significado preciso. Se movió y bostezó, y sin motivo derramó una lágrima. Volvió a llenar su vaso y bebió a sorbos, como para asegurarse, en su alejamiento del mundo real…
– ¿Bird?
Bird estaba a punto de dormirse y se sobresaltó. Abrió los ojos. Se daba cuenta de que se encontraba en la segunda etapa de su borrachera.
– ¿Qué?
– Aquel abrigo de piel de ante que te dio tu tío… ¿Qué fue de él?
También Himiko, presa de la embriaguez, movió la lengua con lentitud y procuró pronunciar con exactitud. Su rostro era redondo y estaba enrojecido como un tomate.
– Hum…, no me acuerdo. Solía llevarlo durante mi primer año de universidad.
– Lo llevabas incluso durante el invierno de tu segundo año universitario…
Invierno… La palabra chapoteó en la piscina de la memoria de Bird, debilitada por la embriaguez.
– Es verdad… Lo extendí sobre el suelo húmedo del depósito de madera la noche en que hicimos el amor. No pude usarlo otra vez, el barro y las virutas lo dejaron imposible. En aquella época las tintorerías no limpiaban abrigos de piel de ante. Creo que lo arrumbé en un armario y más adelante lo tiré a la basura.
Mientras hablaba, Bird recordaba la noche oscura, en pleno invierno, y lo sucedido. Todo parecía pertenecer a un pasado remoto. Era su segundo año de universidad. Por alguna razón, Bird e Himiko habían bebido juntos y estaban ebrios. Él la acompañó a su casa y la arrinconó en la oscuridad del depósito de madera detrás de la pensión en donde ella vivía. Quedaron muy juntos, tiritando de frío, y sus caricias fueron sencillas hasta que la mano de Bird tocó por azar la vagina de Himiko. Agitado, Bird empujó a Himiko contra la madera apilada junto a la cerca e intentó penetrarla. Ella hizo lo posible por colaborar, aunque de tanto en tanto se le escapaba una risilla sofocada. Ambos estaban excitados. Sin embargo, al darse cuenta de que no podía penetrarla de pie, Bird se sintió humillado y se obstinó aún más. Extendió el abrigo de piel de ante en el suelo y acostó a Himiko sobre él. Ella todavía seguía riendo. Era una muchacha alta, su cabeza y sus piernas descansaban sobre el suelo lleno de virutas. Al cabo de un rato, cesó la risilla y Bird supuso que estaba alcanzando el orgasmo. Pero cuando poco después se lo preguntó, Himiko contestó que tenía frío. Bird interrumpió el acto sexual.
– En esa época yo era un auténtico bárbaro -dijo Bird, reflexivo, como si fuese un viejo centenario.
– Yo también lo era.
– Me pregunto por qué nunca volvimos a intentarlo en cualquier otro sitio.
– Lo sucedido en el depósito de madera pareció tan casual que a la mañana siguiente tuve la sensación de que nunca podría repetirse.
– Sí, fue algo excepcional. Un accidente. Casi una violación -dijo Bird, sintiéndose incómodo.
– ¿Casi? Fue una verdadera violación -corrigió Himiko.
– Pero ¿de verdad no sentiste placer alguno? Quiero decir, ¿no estuviste a punto de alcanzar el orgasmo? -preguntó Bird con cierto resentimiento en la voz.
– ¿Qué esperabas?… Al fin y al cabo, era mi primera vez.
Bird contempló a Himiko, sorprendido. Sabía que ella no era capaz de mentir o bromear en estos asuntos. Atónito, se le escapó una risa breve. Himiko se contagió y también rió.
– La vida está llena de sorpresas -dijo él, al tiempo que se ruborizaba.
– Bird, no te sientas agobiado. El hecho de que fuera mi primera relación sexual sólo me incumbe a mí… No tiene nada que ver contigo.
Bird llenó su vaso y bebió el whisky de una sola vez. Quería recordar con más precisión lo ocurrido en el depósito de madera. Su pene había sido rechazado una y otra vez por algo elástico y resistente, como un labio contraído. Pero él había supuesto que Himiko estaba tensa por el frío. ¿Y las manchas de sangre que encontró a la mañana siguiente en su camisa? ¿Por qué no sospeché entonces?, se preguntó. Y, como un capricho, el deseo le invadió. Bird se mordió los labios y cogió con firmeza su vaso. Sentía el deseo en lo más profundo de sí: un violento dolor y una aguda aprensión. El deseo que se parece al dolor y la angustia que experimenta un hombre durante un ataque cardíaco. Lo que Bird sentía ahora no era ese deseo exangüe, apenas un lunar sobre la cara laxa de la vida cotidiana, el punto opuesto al sueño africano que centelleaba en los cielos de su mente, que satisfacía una o dos veces por semana cuando penetraba a su mujer; no ese deseo doméstico que se hundía en el fango de la fatiga con un gruñido libidinoso y desganado. Este deseo no se podía mitigar aunque el coito se repitiera mil veces; era un deseo que sólo se podía satisfacer una vez: el que Bird pudo haber satisfecho una noche invernal en un depósito de madera, si hubiese tenido la certeza de que estaba violando a una virgen.
Bird acechó a Himiko con los ojos palpitantes, acalorado de whisky. Su cabeza se infló como un globo de sangre cálida. El humo del tabaco circulaba en la habitación como un cardumen de sardinas atrapadas. Himiko parecía ir a la deriva sobre un mar de niebla. Observaba a Bird con una sonrisa arrobada, simple, pero sus ojos no percibían nada. Se encontraba perdida en un sueño de whisky, y todo su cuerpo parecía más suave y redondeado, en especial su cara roja y ardiente. Apesadumbrado, Bird pensó: Si al menos pudiera repetir con Himiko la escena invernal de la violación nocturna. Pero sabía que no había posibilidad alguna. Si en alguna ocasión llegaban a repetirlo, el coito le recordaría el pene con aspecto de gorrión aplastado que había visto esa mañana mientras se vestía, y también los genitales distendidos de su esposa contrayéndose lentamente tras la agonía del parto. El sexo, para Bird e Himiko, estaría vinculado a todas las miserias humanas, a las desgracias de la humanidad, tan terribles que quienes no las sufrían actuaban como si no existieran, comportamiento que se denominaba humanismo. ¿La sublimación del deseo? Todo lo contrario, significaría aniquilarlo por completo. Bird tragó el whisky y sus entrañas se estremecieron. Si quería recrear en su maravillosa tensión el momento sexual arruinado aquella noche invernal, probablemente no le quedaba más alternativa que estrangular a la muchacha. Matarla. Una profunda voz interior aleteó desde el deseo que anidaba en su cuerpo: ¡Mátala y copula con su cadáver! Pero Bird sabía que, tal como se encontraba, jamás emprendería una cosa así. Me lamento porque acabo de enterarme de que aquella noche Himiko era virgen, pensó. Bird sintió desdén hacia su propia confusión e intentó sosegarse. Pero el deseo ardiente, lleno de espinas como un erizo de mar, se negó a desaparecer. Si no puedes asesinarla y violar el cadáver, ¡busca algo que te permita experimentar una situación similar! Pero Bird permanecía indefenso, ignoraba todo lo referido a los peligros de la perversión. Bird bebió de su vaso como bebe agua el jugador de baloncesto que ha salido del campo por sus repetidos errores: malhumorado, desdeñoso y disgustado. Ahora el whisky había perdido su aroma y ardor, ni siquiera era amargo como al principio.